Guadalajara, Jalisco, 1980. Su libro más reciente es Loco por destruir (Universidad Autónoma de Nuevo León / Secretaría de Cultura Jalisco, 2023).
los muertos no saben / que están /
muertos—, ni siquiera que / mueren
Stepháne Mallarmé, «Una tumba para Anatole» (su hijo)
No había visitado la tumba del abuelo desde su muerte. Quince años transcurridos y no había estado ni un día, de pie, en el panteón, frente a su presencia ausente. Antes de trasponer la reja de entrada del cementerio palpé, en la bolsa de la camisa, la vieja fotografía que tomé, sin permiso, de las pertenencias de mi madre: a mi abuelo se le ve con el rostro serio, casi endurecido; a su lado izquierdo aparece mi abuela, después mis dos tías y, por último, mi madre.
La fotografía es particularmente única: los cinco, la familia entera está en un velorio. Todos visten de negro. Nada más mi abuelo lleva una camisa blanca. No hay alegría en la imagen, nada de eso, tal vez de haberla sería una ofensa. Más bien, rostros alineados, como dispuestos en un paredón, a la espera de la orden de disparo. Los cinco con los brazos cruzados al pecho. Mi abuela es quien, dado su gesto compungido, parece más apegada a la situación; de los demás podría decirse que tienen un vago parecer ausente. La fotografía es en blanco y negro, circunstancia que tal vez ahonde su panorama desolador. Pienso que el instante lo fue, y que la fotografía trata de reproducirlo. Imagino que ahí permeaba una atmósfera sobrecogedora, soporífera, disminuida de pretensiones y poses ensayadas. Una fotografía es una novela condensada.
Y ahora, esta tardenoche, muchos años después, es ese hombre, el abuelo, ya nada más un nombre. Uno de los muchos nombres que descubro en el lugar. Que trepan los árboles, reptan por las lápidas, se meten a la tierra blanda. Es también tumba. Esqueleto. Gusanos. Tierra húmeda. Enriquecida de nutrientes. Muerte aparente. Muerte total.
Este cementerio en particular, al que trajimos al abuelo dos días después de su muerte en cama —como su padre y el mío—, es un viejo conocido: los huesos de parientes, conocidos y vecinos están aquí. También sus presencias. Y sus nombres. Y ángeles de yeso descabezados, tuertos, con alas medio derruidas; tumbas pisoteadas y desalineadas, hierba incontrolable, senderos que no son tales, lápidas que van perdiendo prestancia, santos oscuros y raquíticos, mauseoleos atacados por el tiempo y el deterioro, hornacinas mohosas y afeadas; un par de sepultureros que comen un lonche y beben una Coca-Cola. Tal vez la cercanía con la colonia hizo que se eligiera este sitio: la cercanía también es un modo de no perdernos, un deseo de esa pretensión de dar pasos todos en una sola dirección. Es el panteón Atemajac. Atemajac, «río entre piedras». Hay trazos amables, pero también violentos en las imágenes que se llevan en la cabeza, que la memoria incorpora al carrete de los recuerdos, no obstante su fugacidad o languidez; y los cementerios rebasan cualquier margen, ya se trate de unos u de otros, de amables o violentos.
Durante el mismo año de la muerte del abuelo, 1997, murió también mi padre. Mi abuelo, en abril y él, en agosto. El día primero, el mismo día en que cumplía años otro amigo que ya murió, Alfonso (Ponchito, como solíamos llamarlo), que vio morir a su padre frente al volante de su auto, vehículo que no pudo conducir a urgencias porque nunca aprendió a manejar, ni antes ni después de eso. Las fechas tienen también una extraña particularidad: cierran círculos, o los abren para que, insertos en sus vueltas, reconozcamos nuestras desdichas y dolores, los dotemos de otra investidura, proclive esta a la memoria y al quietismo. Un número, una cifra, o una fecha de calendario, parafraseando a Paul Auster en La invención de la soledad, dicen lo que quieren dar a entender y dan a entender lo que dicen. Ese es su poder.
Sin embargo, por debajo de la intención, de la acción de ir al cementerio a visitar al abuelo, subyace un itinerario que hubo que seguir —de forma inconsciente, ahora lo veo claro— para que quince años después, este estar frente a la lápida, de pie, bajo un susurro casi quedo de la llovizna, ya no calara tanto: recordar otra muerte, la de mi abuela. Ocurrida en 2009, en cama también, y en cuyos últimos días, con voz apenas audible, me hizo una petición que nunca compartí con nadie hasta que la escribo hoy. Visita a tu abuelo, me dijo. No te digo que hoy, o mañana. En algún momento. Hazlo por mí. Porque yo ya no podré limpiar su tumba y mandarla pintar cuando se despinte. No olvides quitar el rastrojo, quitar todo aquello que crezca y que impida leer su nombre en la lápida, tan bonito su nombre, Celestino. Ya ves que la letra es pequeña y sólo de cercas puede leerse.
Y aquí estoy… O allí estuve. Porque esto que escribo lo escribo muchos días después. Más allá de la petición, de cumplir este deseo moribundo de mi abuela, ¿por qué hasta después de la muerte de ella? No tuve respuesta por mucho tiempo, pero encontré este asidero en lo que Michel de Montaigne dice en sus Ensayos al respecto de un príncipe de Trento que pareció no condolerse por la muerte de sus dos hermanos, pero sí se rasgó las vestiduras por uno de sus servidores, acaecida después de los dos primeros: «…estando lleno y saturado de tristeza, la más leve añadidura hizo que su sentimiento se desbordase».
En Auto de fe, Elias Canetti: «¿Será posible estar vivo cuando uno está muerto? ¿Será posible? […] Todo hombre ocupa un espacio vacío, aunque sea sólo un instante. El espacio de este hombre era su muerte».
Ahora también pienso que nunca me han gustado los funerales, tampoco los sepelios. Pero hay que despedirse. Y a algunos panteones los considero meros muros. Cuando me entero de la muerte de alguien, cercano o no, me pregunto si en su velorio pondrán aquel plato de cebollas en rodajas y agua que antes se colocaba debajo del ataúd con la intención de camuflar el olor del cádaver. Los rezos, exasperantes, sibilinos, se mezclaban con aquel aroma que no me soltaba por muchos días. Pero un hedor también es una mancha. Como esas manchas que nos dejaban las bellotas en las manos cada año: mi padre las bajaba del nogal de la banqueta y había que rescatar la nuez de esa cáscara verdosa, gruesa, que desprendía un líquido que dejaba un tizne café que no se quitaba por semanas. Había que traer las manos a resguardo en la escuela, porque apenas las entreveían los compañeros comenzaban con una letanía de burlas y señalamientos que no acababan con las clases. Dos o tres enfrentamientos a puñetazos tuve que poner como muro para detener aquella andanada de insultos. Y al siguiente año, cuando el árbol rebosaba de bellotas, vuelta a empezar.
Ahí, delante del nombre del abuelo en la lápida, recordé los versos de inicio de aquel poema de Roberto Juarroz que había leído hasta la saciedad por aquellos días: «Mientras haces cualquier cosa, / alguien está muriendo»; versos que quizá me dieron el último empujón para ir al panteón. Este par de versos se parecen tanto a ese mazazo que se les daba antes a las reses en la cabeza apenas trasponían la puerta del matadero en el rastro, una tras otra, inquietas, con la mirada torva, embotada y presintiendo todas lo que le sucedía a la que iba adelante; por principio de cuentas, que ya no mugía, que ya no estaba al frente, que ya no volvía. En ese ínfimo presentimiento ya las patas se les doblaban y enseguida caían como se vendría abajo una carpa de circo si se le quitara el pivote central que la sostiene: un último y lastimero mugido, un temor acendrado, una visión recortada, desenfocada y sangrienta, cálida en su hervidero rojizo. Y también soledad. Quizá, más que otra cosa, soledad: en fila india, sin salirse de la línea, cercadas, pero solas. Cada una de las reses en soledad. Solas.
La prosa a veces resulta manca, una prótesis a menudo inservible o antigua. Incompleta. Obsoleta. T. S. Eliot escribió que la poesía dice lo que no puede decir la prosa. Porque entonces, ¿cómo darle forma a ese vacío que experimentaba frente al mármol cuya lápida sostenía el nombre de mi abuelo, en esas letras tan achicadas y parduscas? Entretenidos todos, quehacerosos o mirando nada más el techo como Witol en aquella habitación de la provincia argentina en Cosmos o Miss Golytly en su efigie de madera africana en Desayuno en Tiffanys, tal cual en su pereza e incertidumbre, daría igual, al final sería la misma cosa.
Y del mismo modo que las vacas —esos últimos dinosaurios en el siglo de las máquinas como las llamara Alfredo Zitarrosa—, solos nosotros, muriendo todos, muriendo solos, ahí en bien formada e interminable fila india, un último y lastimero quejido, muriendo… «Y aunque pudieras llegar a no hacer nada, / alguien estaría muriendo…», continúa en mi memoria el poema de Juarroz. Como el abuelo, como mi padre, como mi abuela: hay un sentido en lo que se hace o en lo que se dice —es lo mínimo que se le exige a cada uno—, pero la distracción consiste en que comenzamos a contar historias, a inventarlas en su transcurso, a cada vez más alargarlas y agregarles un nuevo final. Entonces, sí podríamos llegar a no hacer nada al tiempo que alguien, oculto, abandonado, esté muriendo.
Sigue Canetti en Auto de fe: «Según la gente, los sufrimientos de Cristo eran exagerados: se debían a un dolor de muelas. Pero no era eso, no. Acaso no aguantara a esas palomas con sus sempiternos escarceos. Entonces pensó en su soledad. Aunque más vale no pensar en ella si algo quiere hacerse. ¿Por quién hubiera muerto él en la cruz de haber pensado en su soledad? Sí, en realidad estaba muy solo».
«Y aunque te estuvieras muriendo, / alguien más estaría muriendo». La paridad con nuestros semejantes es la marca inexpugnable en la frente, imposible de ocultar y eliminar. Esa es la certeza primigenia del nacimiento, la única que persiste inamovible a lo largo de la existencia, inquebrantable, como si se viera todos los días un letrero al frente, aun cuando se cerraran los ojos y se velaran las imágenes guardadas, los recuerdos, la memoria toda. La casi ceguera que con el tiempo se instala en los ojos puede desvanecerse en cualquier momento, o por lo menos correr un poco la cortina de desearlo de ese modo. Pero quizá esa ceguera momentánea no es tal, salvo lucha contra la desmemoria.
«…alguien estaría muriendo, / tratando en vano de juntar todos los rincones, / tratando en vano de no mirar fijo a la pared». El abuelo se quedó fijo en el tiempo, como antes hiciera su padre y, por si fuera poco, en la misma cama. Después mi propio padre, aunque en cama distinta. Luego mi abuela, en otra cama, en otro sitio. ¿Dónde acabaremos nosotros, sobre cuál cama, en qué lugar, bajo cuál tiempo? Más vale no pensar en la soledad si algo quiere hacerse.
De ese amontonamiento de días en la vida que cada uno lleva podría sacarse en claro una cosa, quizá muchas, pero una sola se me ocurre ahora mismo: que en el trabajo de las manos no radica la posibilidad de la prolongación de la existencia o el impedimento de la muerte. ¿Dónde, entonces? Tal vez sea nada más una somera justificación para el continuo respirar, ese sí persistente, vigoroso. «Por eso, si te preguntan por el mundo, / responde simplemente: alguien está muriendo». Alguien está muriendo. Alguien está muriendo. Alguien está muriendo…
Detrás de todo ese escenario, con luces y provisto de diálogos y personajes, alguien, sin embargo, está muriendo, y lo seguirá haciendo en su último minuto exclusivo de mortalidad, como lo han tenido los que nos antecedieron, como lo tendremos todos en un punto de la línea del tiempo.
Y por último, Canetti: «De los locos tenía una idea burda y simplista. Los definía como seres que hacían las cosas más contradictorias y que para todo usan las mismas palabras».
Quizá algo semejante podría decirse de los muertos. O, por lo menos, yo podría decirlo de los míos, de mis muertos: que son también aquellos de los que una tía abuela, de nombre Rafaela, guardaba sus nombres en un sobre para no olvidarlos: Adelaida, Dionisio, Inés, Juana, Celestino, Cleotilde, Relo, Pascual… El sobre, lo descubrí un día, permanecía casi flotando insertado entre los dos alambres que sostenían el foco de la cocina de su casa en el rancho, en Florencia. Cada que sobrevenía una muerte, trepaba a una silla, bajaba el sobre, lo abría y guardaba un nuevo papelito. Se llevaba el sobre a los labios, parecía rezar y luego, de nuevo, lo dejaba casi en el aire entre aquellos alambres polvosos, con telarañas, que de un momento a otro parecía que se vendrían abajo. La tía abuela Rafaela, quizá tenga que decirlo, murió hace años y, como los otros, en cama. Y su nombre está ya también en ese sobre.