Poemas

Melissa Niño

Puerto Vallarta, Jalisco, 1984. Su libro más reciente es Dorsal Atlántica: Expediente sobre los suelos oceánicos (Espina Dorsal, 2023). 

Museo de la Herramienta 

Heredad del silencio, el primer cuarto
adosado al tejabán almacenaba herramienta.
Los despojos de una criba rústica en lugar
de puerta marcaban la frontera entre la calle
y la propiedad privada. Sin chapa, pestillo
o traba, sólo un viejo galón de aceite
en contrapunto sostenía y daba paso
a nuestra ilusión:

la cuchara y la madera picada de su mango,
un marro terco que siempre pierde la cabeza
arrebatado por los golpes,
como palillos chinos del frágil orden en el que
todo reina, los repuestos de segueta,
un flexómetro de Pepsi Cola y su botón de
seguridad rojo o
—mi favorito— el tiralíneas con su promesa
de un futuro bien trazado.

Al fondo, los especímenes de otros tiempos
cuando mi abuelo tenía un taller eléctrico.
Y más antes, cuando sembraba vías para el ferrocarril.
Y más antes-antes, cuando perdió las tierras
de tito José, tras el paso de un ciclón.

Porque no todos escriben su vida en diarios.
Mi abuelo hacía cálculos,
y entre largo, ancho e hipotenusa,
alguno que otro verso.

Pero los sueños siempre se pierden
de padres a nietas
de trago en mal trago
golpe tras golpe
degeneración por generación.
Canción del mango 

Testigo indemne de cumpleaños,
posadas, bautismos, velorios, trifulcas
y más de una guácara intempestiva,
un mango de brazos siempre abiertos
estuvo al frente de nuestra casa.

Mediocre, indigno de fotografías,
sólo segmentos del tronco
en que nos columpiábamos
se preservan en los planos retorcidos
de los álbumes de infancia.

Nadie reparó en su presencia fronteriza
que sin titubear protegía el perímetro
de lo que llamamos nuestro:

nuestras las primeras pisadas
al despertar, estirar bostezos
y recibir el confeti de pequeñas flores
oblación del día.

nuestra la tierra templada
bajo los pies a raiz
y sublingual la dulzura
de los frutos caídos

nuestra también la brisa
removiendo sin tregua
los recuerdos por venir.

Fieles practicantes
del catecismo de la ingratitud
ignoramos qué suerte
le deparó el expolio
llamado compra-venta;
pero sabemos muy bien
que nuestro viejo mango
cayó en silencio
sobre el naciente abismo
de un tejabán abandonado.
Teresa Barba Palomera

Mis dos últimos años de primaria
los hice en la Teresa Barba,
una escuela contigua a un templo,
de la que me escabullía
por entre los árboles
para trepar la cornisa y
espiar la soledad de los santos,
regados estratégicamente
por los rincones.

«No pasaba por mi escuela
hacía veinte años.
Hoy la vi ahí idéntica»,[1]
excepto por el silencio
de los salones y la lucecita
refractada en los vidrios
de la puerta de emergencia,
justo al pie de la escalera
por la que bajábamos corriendo
pese a los regaños
de la maestra Cuca,
con su mechón de canas
sobrevolando un cielo
cada vez más lejano.

Descubrir la soledad de mi escuela
me sumió en la corriente
de la transformación
que opera la luz
en el tiempo.
Y pude ver a la muerte
atravesar el patio
y arrear a sus pollitos
cuando está sola.

[1] La cita es un tuit de la poeta argentina Laura Wittner.

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