La obra de Carlos Fuentes es un mapa del complejo imaginario mexicano que incluye mitología, ontología, identificación y búsqueda. La escritura de Fuentes es un amplio mosaico cuyo diseño dibuja el movimiento de un deseo que pasa por lo cognoscitivo histórico, lo teológico, lo mágico, lo enciclopédico, lo filosófico. Una escritura que transfigura la realidad, una literatura con vocación visionaria. Cada uno de sus libros forma parte de una serie capaz de sugerir infinitas aproximaciones al mundo. Acróbata que reúne en su ejercicio inteligencia e imaginación.
Carlos Fuentes se propuso la tarea soberbia de abarcar «La Edad del Tiempo». Su obra se reúne con aquellas que, de algún modo, han intentado clasificar lo inclasificable, medir lo inconmensurable e historiar lo inaprehensible: Balzac figuró su «Comedia Humana», Borges escribió la Historia de la eternidad y la Historia universal de la infamia; Paolo Zellini aventuró una Breve storia dell’infinito. Fuentes rebasa los límites de lo imaginable y construye «La Edad del Tiempo» en diferentes capítulos-libros, que forman parte de un gran proyecto literario que, con afán totalizador, quiso agotar la historia —cuya materia es el tiempo. Este proyecto de escritura de Fuentes se explicitó por vez primera en 1987, en las primeras páginas de Cristóbal Nonato, y se ha visto enriquecido con el paso de los años.
Carlos Fuentes es un escritor mexicano, y lo que acabo de decir es una obviedad, una banalidad: pero quiero aclarar que es mexicano no sólo por su pertenencia geográfica (aunque nació en Panamá); afirmo que es mexicano porque es uno de los pensadores que más conoció nuestro país, que más lo estudió y verbalizó. México estuvo siempre en el centro de sus preocupaciones y exploraciones.
Fuentes, tal como lo señala él mismo en su ensayo Valiente mundo nuevo (1990) a propósito de otros escritores, ha dado Nombre y Voz a México, por medio de la Memoria y el Deseo. Cada uno de sus libros, de ficción o de ensayo, explora alguna zona de la amplísima panoplia que constituye el Ser mexicano, le ha dado nombre y voz a toda la escala que compone la sinfonía mexicana.
El acto de la nominación es una de las principales vocaciones de la literatura. Para hacer que las cosas vivan, para volverlas presentes, es imprescindible nombrarlas. Mediante técnicas literarias antiguas y modernas, Fuentes da fuerza y consistencia, con pasión, a una tradición cultural en el México contemporáneo donde cohabitan indios herederos de culturas prehispánicas, ejecutivos de consorcios internacionales, mestizos de tantas razas, universitarios, analfabetas, narcotraficantes y desheredados, entre otros múltiples personajes. México en un mosaico, un calidoscopio de mitos y figuras. La historia de nuestro país dio a este escritor los principales elementos para desarrollar, con imaginación y audacia, textos que se han convertido en clásicos de la literatura mundial.
La región más transparente (1958) fue un acontecimiento en las letras de México, puso en escena a la ciudad más poblada del mundo, el Distrito Federal, una ciudad convulsiva con sus personajes míticos, arquetípicos y caricaturescos de los años cincuenta; es una novela que conjunta tradición con inventiva y renovación de estilos y formas de narrar.
Una novela que, a mi juicio, mostró a la perfección la maestría y la capacidad de síntesis de Fuentes es La muerte de Artemio Cruz (1962). El personaje, Artemio Cruz, tiene sangre india, negra y europea, y ojos verdes: resume en sí mismo la historia de México en su periodo más complejo, el episodio de los cambios radicales, la fundación del México nuevo. Artemio nace bajo el régimen de Porfirio Díaz, es un joven en las trincheras de la Revolución Mexicana, su madurez transcurre en el vértigo posrevolucionario, cuando las riquezas del país fueron repartidas entre los sobrevivientes, dispuestos a obedecer los mandatos de los presidentes en turno. Artemio deviene hombre poderoso apoyado en la corrupción y la podredumbre de la nueva nación que no sabe muy bien —ni quiere aprender— cómo gobernarse y se vende con facilidad a los extranjeros; no le importa ejercer la democracia que tanto había buscado desde la Independencia de la corona española, cien años antes, en 1810.
Fuentes ha opinado que la Revolución de 1910 es el suceso clave de la historia mexicana moderna. Una conmoción económica, política, social y cultural, la afirmación de México como un país diversificado, que significó, también, el final de los disfraces y del afán de imitación de países como Francia y Estados Unidos. La Revolución reveló lo que era México: enfrentó a los mexicanos consigo mismos; transformó la imagen que el país tenía de sí mismo, y eso se manifestó no sólo en los sitios en que hubo lucha armada, también en la imaginación de los artistas, en la pintura, la poesía, la novela, el cine, la arquitectura…
La muerte de Artemio Cruz es una lección de historia, una narración que al tiempo que divierte por su estilo vertiginoso, complicado, enseña cómo fue el pasado para tratar de entender el presente.
La muerte de Artemio Cruz es probablemente la novela de Carlos Fuentes que ha recibido mayor atención de los lectores. Miles de páginas se han escrito, pero recuerdo una afirmación del crítico chileno Fernando Alegría, quien refirió: «En La muerte de Artemio Cruz hay páginas que, por su fuerza poética, no tienen igual en la literatura mexicana contemporánea». Es una narración compleja, cifrada, que sólo se entrega al lector después de cierto ejercicio de coparticipación con el autor, con el narrador. José Emilio Pacheco, dos meses después de la aparición de la novela, afirmó, en el suplemento La Cultura en México:
Obra en sí valiosa e importante, no lo es menos por la renovación que significa, por los caminos que abre a la narrativa mexicana. Como, además, el libro manifiesta en todo momento la actitud política que Fuentes ha sostenido en un buen número de artículos, nadie pecaría de inteligente si dijese que tales razones explican por qué una novela bastante más que considerable como ésta ha tenido, salvando como siempre las excepciones, un recibimiento hostil e incomprensivo por parte de la crítica. […] Creo que en el caso de Artemio Cruz, nuevamente, la sorpresa se ha transformado en indignación. Novela densa, compleja, en no pocos pasajes difícil de leer; novela que utiliza todos los registros de las últimas técnicas; novela, en fin, que a mayor abundamiento se arriesga a ser enjuiciada no por sus méritos literarios sino por sus ideas políticas, La muerte de Artemio Cruz merece, en todo caso, un intento —por humilde que sea— de comprensión.
Cuando revisamos la crítica que ha generado La muerte de Artemio Cruz notamos que lo más destacado de ella se refiere a la complejidad de la estructura narrativa de la novela, de la desestructuración temporal, de su lectura a la luz de la Historia política mexicana, de los movimientos sociales, del poder y la sujeción…
La estructura de la novela se rige por una lógica poética, fundada en la matemática discursiva (si se me permite el término). Se construye sobre un esquema que alterna varios planos espaciales, temporales, personales, que se oponen y a la vez se complementan. Cada una de las secuencias está diferenciada por una distintiva persona verbal: Yo, Tú, Él. En cada una de ellas tenemos una perspectiva diferente: conciencia, subconsciencia y memoria.
En su agonía, Artemio trata de reconquistar, por medio de la memoria, sus doce días definitivos, días que son en realidad doce opciones. Su biografía espiritual es más importante que su biografía biológica. Las negativas, las traiciones, las elecciones, las presiones a las que su espíritu se somete lo empujan al mundo de los objetos, en el cual él es un objeto más. En el tiempo presente de la novela, Artemio es un hombre sin libertad: la ha agotado a fuerza de elegir.
Fragmentos de intenso lirismo alternan con otros puramente narrativos, cada relato de estos doce días significativos del protagonista tiene valor propio y juntos adquieren unidad al encadenarse en la visión total de Artemio, la evolución histórico-social que atraviesa y articula. La tesitura poética (épica y lírica) de numerosas páginas rompe los preceptos de la novela tradicional que discurre linealmente y por capítulos ordenados según un razonamiento plano.
Artemio Cruz, protagonista, se sitúa entre el enigma y la transparencia. Su novela es como su vida, dice Carlos Fuentes, las elecciones que descarta son parte de las que asume, como sucede en una partida de ajedrez: tanto las movidas realizadas como las descartadas impactan en el resultado del juego. Ése es el principio de composición de La muerte de Artemio Cruz.
Si tratamos de encontrar el linaje de Artemio Cruz en la novelística mexicana del siglo xx, vemos que sin duda su pariente más cercano es Pedro Páramo. Varias son las similitudes, aunque quizás las diferencias son igualmente importantes, estaremos de acuerdo, porque Rulfo es pura concentración y densidad, Fuentes es un discurrir amplio, recurrente múltiple e hiperbólico.
En ambas novelas la estructura narrativa sigue un lineamiento poético, des-estructurado formalmente, donde se alternan diversas voces, diversos puntos de vista: el tiempo pasado de la muerte con la narración en presente del narrador-protagonista «vivo»: Juan Preciado, más los monólogos de Pedro Páramo.
En las dos novelas, los personajes centrales representan una encarnación del poder, del dinero y la tierra. Páramo y Cruz son poseedores, cada uno en su ámbito particular: el México rural del sur de Jalisco, de la transición de la Revolución al ejido, en el caso del cacique Pedro Páramo, y el México que va desde la vida en una hacienda veracruzana hasta el centro del poder político y económico del país, en la novela de Fuentes.
Tanto Pedro Páramo como Artemio Cruz tienen atributos que los distinguen como personajes poderosos, los «chingones», capaces de imponer sus intereses por encima de los ajenos, o más bien, haciendo creer que sus intereses coinciden con los ajenos. Son atractivos y seductores, a la vez imponen respeto y temor. Pero en el fondo ambos son también personajes que viven en la nostalgia del objeto inalcanzable de sus deseos: el amor en sus diversas formas.
La nostalgia de Páramo por Susana San Juan permite al autor construir los pasajes más poéticos de la novela. Juan Rulfo escribió la novela del amor infecundo, del amor imposible para quien todo lo tiene, un poco como Calígula, que persigue la luna porque «es una de las cosas que no he podido tener», en la imaginación de Albert Camus.
Artemio, por su parte, evoca las distintas formas de entrega amorosa que constituyen sus recuerdos más recurrentes, los recuerdos que elige llevar a su presente en la hora de la muerte, cuando ya no hay elección posible. En aparente desorden llegan las imágenes de los momentos cruciales.
No tiene sentido ordenar los episodios de La muerte de Artemio Cruz cronológicamente (la novela perdería todo valor poético), pero, con la intención de aclararnos la evolución del personaje, veamos no su recuerdo más antiguo, sino el primero que llega a su memoria en su hora final: un día de 1903, cuando estaba a punto de cumplir 14 años.
El mulato Lunero había dispuesto en 1889 que el niño bastardo, hijo de su hermana Isabel y del amo Atanasio, debía vivir. Entre abandonarlo en el río como al personaje bíblico Moisés y quedarse con él, decide lo último. El tiempo con Lunero en la hacienda es el tiempo del origen, más poético y mítico que histórico. Es el primer recuerdo que se identifica con el amor (amor por Lunero, su salvador y educador, por el paisaje, el mar, el trabajo manual), un tiempo idílico incontaminado:
Y lo amaba —se dijo ahora el mulato de largos brazos, hincado junto a la corteza lijada—; lo amaba desde que corrieron a palos a su hermana Isabel Cruz y le entregaron al niño y Lunero le dio de comer en la choza con la leche de la cabra vieja que quedó del ganado de los Menchaca y le dibujó en el lodo aquellas letras que había aprendido de niño, cuando era mozo de los franceses en Veracruz y le enseñó a nadar, a distinguir y saborear las frutas, a manejar el machete, a fabricar las velas, a cantar canciones que eran traídas por el padre de Lunero de Santiago de Cuba… […] El niño también amaba a Lunero y no quería vivir sin él. Esas sombras perdidas del mundo —el señor Pedrito, la india Baracoa, la abuela— avanzaban ahora hacia el frente con un perfil de navaja, a separarlo de Lunero. Lo extraño, lo separado de la vida común con el amigo eran ellos. Y esto era cuanto pensaba el niño y cuanto entendía.
Ese primer día marcó en su historia la primera elección: entre matar o morir, elige matar. Quita del camino al agente que pretende arrebatarle su felicidad: es inútil, el destino lo separa de Lunero. Es una pérdida. El muchacho emprende la ruta hacia México, lleno de ira, a la conquista del tiempo revolucionario.
Luego aparece el personaje de Regina, que representa el amor carnal, el amor a lo femenino y el erotismo. Frases como las que siguen traducen ese sentimiento de profunda pertenencia al mundo, a su Otro femenino:
¿Cuándo es mayor la felicidad? Acarició el seno de Regina. Imaginar lo que será una nueva unión: la unión misma; la alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad […] reducidos al encuentro del mundo, a la semilla de la razón, a las dos voces que nombran en silencio, que adentro bautizan todas las cosas: adentro, cuando él piensa en todo menos en esto, piensa, cuenta las cosas, no piensa en nada, para que esto no se acabe: trata de llenarse la cabeza de mares y arenas, de frutos y vientos, de casas y bestias, de peces y siembras, para que esto no se acabe…
Regina y su cuerpo mismo son vistos como pasado relacionado con su presente (con ese presente de eternidad que es la hora de la muerte). Regina simboliza la autenticidad de los días auténticos, sin máscaras, de Artemio Cruz. Antes de su encuentro con ella él era sólo Cruz, el niño Cruz. Regina es quien lo nombra, quien le da su destino de guerrero de la estirpe de Artemisa.
Otro de sus amores es Catalina, su esposa por alianza. En el caso de Catalina se conjuga el interés económico con el amor. De algún modo la fuerza del sentimiento que «mueve al sol y a las otras estrellas» redime al monstruo en que deviene Artemio Cruz como producto de la historia. ¿Quién era este monstruo? ¿Quién era este hombre que todo lo sabía, que todo lo tomaba y que todo lo quebraba? Dice:
Sí, estoy vivo y a tu lado, aquí, porque dejé que otros murieran por mí. Te puedo hablar de los que murieron porque yo me lavé las manos y me encogí de hombros. Acéptame así, con estas culpas, y mírame como a un hombre que necesita… No me odies. Tenme misericordia, Catalina amada. Porque te quiero; pesa de un lado mis culpas y del otro mi amor y verás que mi amor es más grande…
El jeroglífico de Artemio queda sin solución: no es posible regresar para tomar las alternativas pasadas. «Nunca has podido pensar en blanco y en negro, en buenos y en malos, en Dios y el Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto; tu propia crueldad, cuando has sido cruel, ¿no estaba teñida de cierta ternura?». Este fragmento forma parte de una reflexión del Tú de Artemio Cruz cuando se compara con los norteamericanos como modelos de moral maniquea. Esta escisión fundamental del personaje entre dos tiempos, en lucha permanente; la revolución y la traición, la juventud (belleza y voluntad de dominio) y la vejez (fealdad-asco-dolor) se concentran en él como individuo y como clase, como representante de un México dependiente, oscilante entre el pasado revolucionario y la revolución congelada del presente.
Esta oscilación entre el pasado y lo inaprehensible del futuro, entre el origen y la utopía, nos lleva a pensar en el problema de la libertad, sus relaciones con el poder, la muerte, el amor. Artemio Cruz, como Pedro Páramo, es un personaje múltiple, que vive en la contradicción, dividido entre los extremos del amor-odio, la ambición por dominar y el amor por lo imposible.
En 1962, el año de su aparición, José Emilio Pacheco lanzó al aire una apuesta cuando afirmó: «Un libro se defiende o se hunde por sí solo. Y me atrevo a afirmar que La muerte de Artemio Cruz prevalecerá contra el silencio, contra la incomprensión que la ha rodeado».
Pacheco vaticinó la fortuna de Artemio, su palabra fue premonitoria: cincuenta años después vemos que la apuesta se ha ganado. La obra de Carlos Fuentes seguirá cifrando y descifrando a los lectores los enigmas y las máscaras del ser humano.