Guadalajara, Jalisco, 1966. Bajo el seudónimo Alejandro Zepol ha colaborado con los suplementos culturales Tentaciones y Ocio.
(Los nombres y situaciones que aparecen son ficticios)
23 de noviembre. Terminaba oficialmente la temporada de ciclones en el Pacífico y, por tercer año consecutivo, el registro de precipitación fue decepcionante: el peor después de una mala racha ya muy larga.
Al cierre de la asamblea no hubo consensos. Vaya, al final no se intentó ni siquiera la firma del acta o la foto de grupo. De hecho, la decimotercera reunión extraordinaria del Comité Presidencial Técnico Consultivo Coadyuvante para el Uso Sostenible de los Recursos Hidrológicos de la Cuenca Lerma Chapala Santiago (el CPTCCUSRHCLCS), acabó en discordia y en la duda incluso sobre la viabilidad de hacer la siguiente convocatoria. No hubo acuerdo ni siquiera en la forma más precisa de describir la franca obsolescencia del Comité, aun cuando nadie ponía en duda tal calificación.
La comisión técnica encabezada por el doctor Limón había expuesto el más minucioso análisis de los datos actualizados, y los hallazgos no fueron sorpresa: la cota del lago había venido perdiendo en promedio un metro veintidós centímetros de nivel cada año, desde hacía seis, y Chapala estaba ahora en sus últimas semanas de definible como un lago. Sin lluvias extraordinarias en invierno, el otrora mar chapálico terminaría el estiaje como un grupo de charcos inconexos y someros, dispersos en un gran vaso desértico. El mayor de los cuerpos de agua estaría al sur de la Isla de los Alacranes, alcanzando una profundidad máxima de dos metros y una superficie de dosmil hectáreas, y el siguiente estaría frente al poblado de San Pedro Itzicán, con una profundidad y extensión algo menores. Ambos, a mucha distancia de los canales de llamada de las plantas de bombeo de San Nicolás y Jamay, únicas capaces de enviar agua a Guadalajara.
Tras la ponencia del prestigioso investigador, el ingeniero Vargas fue terminante: la continuidad del abastecimiento a la Zona Metropolitana de Guadalajara desde Chapala estaba fuera de toda posibilidad. No sólo estaba el asunto de la distancia desde la cual habría que prebombear el agua hasta las estaciones de bombeo, que era ya demasiada, sino que el volumen disponible no duraría más que algunas pocas semanas, amén de que la mala calidad del agua rebasaría la capacidad de tratamiento de las dos plantas potabilizadoras disponibles en Miravalle y Las Huertas. La situación era más que crítica: el día cero había llegado.
Entre la audiencia hubo aspavientos y lamentaciones, exclamaciones de enojo y desesperación, reprobaciones y reclamos. Los ingenieros se levantaban de sus asientos para recobrar la calma. El duelo por el lago empezaba con la negación: habría lluvias en enero, las cabañuelas nos salvarían, dijeron unos; perforaremos pozos en otros acuíferos, propusieron otros; recortaremos el consumo en la ciudad, aportaron los más obvios, pues eso no sería opcional.
El arquitecto Palomar intentó llamar al orden, pero fue incapaz de contener las lágrimas en su intento por hacer que continuaran las ponencias cuando, al hacerse el silencio, se escuchó la voz del ingeniero Matute repitiendo «Sayula, Sayula», sin que nadie prestara atención. No había ya liderazgo en la junta y el momento fue aprovechado por el detestable ingeniero López, quien dando golpes en el micrófono tomó la palabra en tono lacónico y habló de la manera menos constructiva posible: «Nadie tiene derecho a decirse sorprendido» —en este momento se le salió un gallo—. «¿Qué creían que iba a traer como resultado la conjunción del calentamiento y la negligencia política?». La crisis que había diezmado a la Ciudad de México en 2024 tenía que haber sido el aviso, la llamada final a la acción, pero en todo este tiempo el SIAPA había logrado apenas una reducción marginal —pasando del cuarenta al treinta y seis por ciento— en la diferencia del agua medida en el servicio de las plantas potabilizadoras y el agua facturada: las fugas o el huachicoleo hídrico seguían siendo los principales consumidores, y eso era todo lo que podía presumirse como gran logro. Con este, era el año número cuarenta desde la última vez que se completó alguna obra significativa para diversificar el abastecimiento a la ciudad, y no había nada que presumir. El acueducto de El Salto debía mencionarse, por supuesto, pero el agua que se había traído desde allá había incorporado también a una gran población con deficiencias de abastecimiento y acuíferos sobreexplotados, así que el aporte a la zona metropolitana desde la potabilizadora de San Gaspar terminó siendo marginal.
Y no es que no se hubiera anticipado o fuera desconocido que este día crítico podría llegar: a lo largo de todo el año se corrieron campañas de concientización en redes sociales, televisión y radio, y el ahorro del agua se hizo parte de la currícula escolar. Pronto fueron notorios por toda la ciudad los parques y jardines diseñados para tener bajo consumo de agua; los coches circulaban por las calles enterregados, lavados con menos frecuencia que antes; las empresas voluntariamente paraban procesos de alto consumo de agua o instalaban sistemas para su tratamiento y reutilización; en general el mayor ahorro se consiguió con los tandeos en las colonias, lo cual estaba generando un malestar social que era políticamente cada vez más difícil de negar. Pero todo esto se había hecho ya demasiado tarde y a cuentagotas: la crisis había llegado.
Y la crisis llegó con sus pirotecnias. Hubo un momento en que la emblemática Cervecería Loba tuvo que suspender la producción y, con ello, escasearon las existencias en supermercados y centros de consumo. Esa fue la señal: la bengala verde. Las manifestaciones de descontento hicieron su aparición en calles y plazas. Al principio se escucharon reportes de vandalismo en algunos Oxxos y Seven Eleven; esporádicos y muy focalizados primero, generalizadas poco después. A través de la prensa, el gobernador llamaba al orden y pedía calma, pero los que siguieron fueron días de tensión y golpeteo político.
Fue convocada una asamblea extraordinaria de la CPTCCUSRHCLCS, en calidad de urgente, y en ese evento el descontento alcanzó el punto de ebullición cuando se difundió la noticia de que colonias de la ciudad como Colinas de San Javier o Valle Real —que tenían sus propios pozos— seguían gozando de buen suministro y sus jardines no dejaban de estar verdes. El problema podía reducirse a falta de sensibilidad política cuando el presidente municipal llegó acompañado a la asamblea por representantes de esas colonias para informarles sobre el nuevo régimen de restricción en el abastecimiento, y resultó que tanto el ingeniero Ibarrarán como el arquitecto Barragán llegaron bien bañados y en coches lustrosos, recién lavados, mientras que el resto de los asistentes, conforme a la etiqueta del momento, acusaban un cabello grasoso producto de días de haber evitado el uso de la regadera. Sobra decir que la atmósfera que se respiraba en el recinto no ayudó: hacía calor y el olor avinagrado a humanidad alejada del jabón era penetrante.
La irritación llevó de unas cosas a otras. Alguien arrojó una botella de agua que golpeó a alguien más, y pronto todo fue empujones, gritos y golpes. Los recién bañados tuvieron que ser sacados por una puerta trasera con sus guardaespaldas resistiendo puños, patadas y escupitajos, pero el desorden no terminó con su salida y pronto la batalla alcanzó a todos los asistentes, presídium incluido. Volaron sillas, se voltearon mesas, hubo descalabrados y pateados en el suelo, se derramó sangre y pronto la policía antimotines disolvió el encuentro con gas lacrimógeno y toletazos. Ni consenso, ni acta, ni fotos de grupo hubo entonces, sólo alguna que otra instantánea para las primeras planas de los diarios locales, pero eso no quiere decir que no hubo resultados o, mejor dicho, consecuencias: entre el desorden, los empujones, los ires y venires, pronto fue notorio que los grupos de asistentes que venían de la ribera de Michoacán terminaron juntos en una esquina del foro; los de la zona oriente del lago, centrados en Jocotepec, se reunieron en la esquina opuesta; y la gente de la ribera norte, Chapala, Ajijic y San Nicolás, junto con los representantes de la zona conurbada de Guadalajara, se reunieron en la pequeña plazoleta que había frente al tendido de lonas en que se había hecho la asamblea.
Los tres grupos tenían ideas opuestas sobre el origen del problema. Algunos culpaban a los agricultores del Bajío y sus grandes presas que cortaban el flujo del río Lerma y aumentaban la superficie expuesta a evaporación. Los representantes del Bajío alegaban que la producción de alimentos debería ser prioritaria por sobre la vista bonita del lago de las casas de fin de semana de los tapatíos. Otros aducían que la mitad del agua que se extraía para la ciudad era desperdiciada, y que la zona metropolitana en sí había tenido un desarrollo mal planeado y había acabado con sus fuentes locales de suministro y recarga de acuíferos; para ellos, la política estatal había favorecido la centralización urbana, en lugar de alentar el crecimiento de las ciudades medias en el estado. «Los dos tienen razón», alegaba el tercer grupo, al tiempo que defendía la tecnificación del riego por goteo y la selección de cultivos eficientes en invernaderos cerrados, mientras eran acusados de producir alimentos demasiado caros y para exportación, agotando los acuíferos y reduciendo la recarga de estos al impermeabilizar el suelo.
La gota que derramó el vaso fue cuando el ingeniero De Paula, apoyado por los representantes del Bajío, propuso, desde el presídium y dando manotazos en la mesa, la desecación del tercio oriente del lago, a partir de la Isla de Mezcala, con la idea de reducir la superficie lacustre expuesta a la evaporación, aumentar la profundidad del vaso remanente, y abrir nuevas tierras para la agricultura, aclarando que estas serían estrictamente de temporal. Eso tenía que resultar, en sus palabras. La parte poniente y norte del lago seguirían teniendo uso turístico, la ciudad tendría un almacén de agua de mejor profundidad y de mejor calidad, y los agricultores de Michoacán y el Bajío ganarían cerca de cuarenta mil hectáreas de tierras agrícolas. Era el plan perfecto que absolutamente nadie de Jalisco aceptaría, empezando por los grupos ecologistas, los técnicos de la universidad, los empresarios locales, en fin, nadie: eso ya se había hecho una vez en la Ciénega y la crisis había vuelto. ¿Cuándo terminarían entonces las reducciones?
La desesperación cundió. Una ráfaga de viento de estiaje levantó la tierra de una cancha de futbol cuya cubierta de pasto había dejado de regarse hacía años, y la tormenta de polvo cayó sobre tirios y troyanos. El viento era fuerte y la polvareda, densa; nadie veía ni oía nada; pronto, la rama de un árbol seco cayó sobre los cables de alimentación eléctrica y se incendió, dejando al evento, primero, sin electricidad y luego, sin gente, porque los presentes huyeron histéricamente del humo. Todo fue gritos y espanto y así nadie supo a ciencia cierta cuándo fue que se tomó la decisión o, mejor dicho, las tres decisiones: los tres grupos habían concluido, cada uno por su lado, que las condiciones estaban dadas para tomar la última medida, la infalible, el único recurso que ya había probado su eficacia a mediados del siglo pasado: se tenía que llevar a la Virgen a hacer una peregrinación alrededor del lago, por toda la ribera, para que hubiera lluvias abundantes y Chapala se llenara de nuevo.
El remedo de asamblea terminó disuelto y no volvió a convocarse. Los tres grandes grupos habían decidido su curso de acción y no sentían el menor interés en colaborar con los otros. Y todos sabían que no había mucho tiempo que perder, pero que tampoco podían precipitarse. La aplicación de la medida debía planearse muy bien para que no hubiera fallas y que se lograra el mejor resultado. Los sacerdotes que tuvieron oportunidad de opinar coincidieron, también cada uno por su cuenta, en que la peregrinación debía hacerse cuando mucho un mes después de Semana Santa, cuando todos los fieles estuvieran recién confesados y absueltos, y no en diciembre, que era un tiempo para festejar a la Virgen, no para pedirle paros; ni en enero o febrero, cuando había que prepararse para la cuaresma.
La preparación de este tipo de eventos es bien conocida por los párrocos y sus grupos de fieles. Pronto todos los sermones tomaron el tema como su asunto principal, y en ellos se explicó el asunto y empezó la recolección de fondos. Los diezmos se volvieron a poner de moda y era motivo de alardeo entre los feligreses la cantidad que cada quien podía aportar, que se anotaba en listas pegadas en los tableros del atrio. La convocatoria fue enorme. El motivo del agua era uno sentido en cuerpo y alma por la feligresía, y en pocas semanas la presión social, el qué dirán, el miedo a ser percibidos como desinteresados, obligó a que incluso los más fervorosos ateos y herejes acudieran a las iglesias a pedir por el agua y a aportar sus limosnas.
Las plazas públicas pronto fueron escenario de actos de apoyo al esfuerzo por el agua. Detrás de Catedral se instaló un templete desde el que, por vez primera en la historia de Jalisco, se pudieron hacer misas al aire libre, que cada domingo abarrotaron la Plaza de los Laureles. Y la Universidad de Guadalajara hizo su parte ante la exigencia de grupos de estudiantes, profesores y el Sindicato de Trabajadores, todos afectados por los tandeos del SIAPA. La misa que se ofició en la explanada del Centro Cultural Universitario opacó a las demás en términos de la cantidad de personas que asistieron, y la misa en el Paraninfo Universitario fue la que mejor recaudación de limosnas dejó, pues en ella ofició el Cardenal, ante la presencia del gobernador y los rectores no sólo de los centros universitarios, sino también de las universidades privadas del estado.
El clima político de la entidad dio un vuelco cuando fue encontrada la causa común en la que todos podían colaborar. El clima, en cambio, no cooperaba: la crisis del agua en la ciudad y la ribera del lago no abatía porque no hubo las lluvias invernales que se anunciaban como pequeña luz de esperanza. El charco ubicado al sur de la Isla de los Alacranes se mantenía con agua alimentado por sus manantiales de aguas termales, pero ese factor fue el que hizo que el agua terminara como una sustancia salobre y azufrosa en la que pronto no pudieron sobrevivir los peces. De hecho, la pestilencia a huevo podrido obligó a que las misas que habían estado oficiándose desde la isla fueran suspendidas, y lo mismo ocurrió con el centro ceremonial wirra, que tuvo que dejar de ser visitado por los maracames.
En la ribera del lago la crisis tomaba aspectos tétricos. El descenso en el nivel del agua tuvo efectos severos en los mantos acuíferos, y los árboles que estaban adaptados a tomar agua del lago a través del subsuelo se fueron secando, hasta que de la frondosa y exuberante vegetación que siempre había adornado a la ribera quedaron los puros tepeguajes, los guamúchiles y güizaches. Para el recuerdo pasaron los fabulosos laureles de la India que adornaban el ingreso a Ajijic, los tabachines, las galeanas, los sauces y los espectaculares sabinos. Todo se secó al iniciar el año.
La fecha para la peregrinación se acercaba y en los diarios comenzó a manifestarse un alegato que, hasta antes de la cuaresma, se había constreñido a los salones de las sedes apostólicas. Y es que con el desorden de la última asamblea y con el entusiasmo por empezar a trabajar, nadie se había tomado la molestia de aclarar cuál sería la Virgen que recorrería el lago, porque cada uno de los tres grupos asumió que la respuesta era más que obvia: la gente de Michoacán, más cercana al Bajío y a los Altos de Jalisco, nunca dudó que sería la de San Juan de los Lagos; la gente de la ribera norte y de la zona metropolitana, por su parte, dieron por hecho que la de Zapopan sería la que peregrinaría, y de hecho su basílica había recibido cantidades de donaciones mucho mayores; los pobladores de la zona de Jocotepec y la ribera sur, en cambio, seguramente por estar cercanos a las lagunas de Sayula y las remotas montañas de la Sierra Madre, asumieron de forma incuestionable que sería la Virgen de Talpa la que se encargaría de todo, dado que era bien sabido que su tasa de efectividad al hacer milagros era muy superior a la de cualquier otra. Y las posturas de los tres bandos eran tan irreductibles como las concentraciones de fieles que abarrotaron el centro de Guadalajara en espera de la resolución de la disputa.
La solución salomónica al trascendental diferendo tuvo que llegar desde la nunciatura apostólica en la Ciudad de México, y fue muy simple: las tres. El acontecimiento sería conocido como la Marcha de las Tres Vírgenes.
La triple peregrinación comenzaría el 10 de mayo y se determinó que las tres figuras harían el recorrido arrancando en una localidad distinta cada una, avanzarían a la misma velocidad y en sentido igual a las manecillas del reloj, con el fin de que los contingentes nunca se encontraran. La solución parecía ideal. La gente aplaudió emocionada y sin pensarlo mucho. Respecto a la decisión, en retrospectiva, no puede dejar de señalarse la sospecha de que el funcionario eclesiástico tomó más en cuenta que los ingresos económicos de llevar tres vírgenes en lugar de una, serían mucho mayores.
Se vivieron meses de optimismo y entusiasmo. Lo que antes había sido desmanes, frustración y ataques, era ahora todo preparativos e incluso festejos. El Sistema de Alcantarillado y Potabilización del Agua en Guadalajara hizo sus preparativos para la abundancia que vendría. Las plantas potabilizadoras recibieron trabajos de limpieza y mantenimiento que ya venían rezagados varios años. Las empresas cerveceras hicieron pedidos de insumos anticipando que al llegar el agua habría sobredemanda.
La Virgen de Talpa, que había iniciado su viaje una semana antes, llegó el 10 de mayo a Tuxcueca, habiendo bajado de la Sierra del Tigre, en donde la feligresía aprovechó para hacerle una verbena en Concepción de Buenos Aires.
La Virgen de San Juan, con su masivo contingente, hizo lo propio asistiendo puntual, después de concluir un recorrido por tres ciudades alteñas: Capilla de Guadalupe, Tepatitlán y Atotonilco, para aprestarse a iniciar su marcha a partir de Ocotlán. Por su parte, la Virgen de Zapopan había hecho una visita a la Catedral de Guadalajara y al templo de Aranzazú, antes de llegar a Chapala en la fecha acordada.
Bailantes concheros, música de banda, carros alegóricos, multitud de fieles: centenares de miles, recibieron a las vírgenes prestos a hacer la peregrinación; y la marcha transcurrió durante dos semanas completas. El evento fue televisado en cadena nacional y las misas que se celebraban cada día antes de la marcha alcanzaron los ratings más altos jamás logrados.
La primera semana después de terminados los santos periplos no pasó nada. El servicio meteorológico reportó lluvias inusuales en el sur de Michoacán, que causaron algún revuelo entre los fieles, pero pasaron sin mayor consecuencia para la cuenca del lago.
No fue hasta el día 30 de mayo que empezó a llover. No en Chapala ni en Guanajuato ni en Michoacán, sino arriba, en la cuenca alta, en el valle de Toluca, y la lluvia fue buena: las presas del sistema Cutzamala se llenaron en dos días, cosa nunca vista, y con ello en la Ciudad de México se respiró un aire de alivio; pero en Jalisco no caía ni una gota y la gente comenzaba a temer que el esfuerzo hubiera sido un sueño guajiro, vano.
Pero no. El agua corrió por el cauce del río Lerma y la presa Solís fue la primera en experimentar elevaciones de su nivel a una tasa que duplicaba sus mejores eventos históricos. Ese hecho ya fue descrito en los corredores de la Comisión Nacional del Agua como algo anómalo; sin embargo, la prudencia y el claro deseo político de no levantar falsas expectativas hizo que el anuncio fuera censurado durante cinco días, hasta que la presa estuvo completamente llena y comenzó a derramar excedentes por el vertedero.
En esos días las lluvias habían comenzado a caer al principio leves, pero luego intensas, abundantes. Las presas de la región pronto acusaron el beneficio; la Elías González se llenó en tres días y comenzó a derramar. El mismo caso se observó en la presa El Salto. Antes de que se llenara el lago de Chapala, el río Zula comenzó a aportar agua al Santiago, y por primera vez en décadas, los vecinos de Puente Grande acudieron a ver maravillados al Salto de Juanacatlán precipitando en cataratas que le habían valido el sobrenombre del Niágara mexicano. Y eso que Chapala aún estaba semivacío.
Las lluvias se establecieron: no paraban. Para el 23 de junio ya era indudable que las vírgenes estaban trabajando a favor de sus fieles. El lago, por primera vez en su historia, se reportó lleno en el mismo mes en que empezó el temporal; y en los estados de México, Querétaro, Guanajuato y Michoacán seguía lloviendo sin dar señales de que fuera a parar. Las autoridades se regodeaban anunciando la abundancia de agua para el riego y el abastecimiento público como su fueran sus logros personales; pronto el gobernador de Guanajuato anunció que las compuertas de las principales presas serían abiertas con el fin de desfogar los excedentes: algo inimaginable apenas unos meses antes.
La alegría en el rostro de la gente de Jalisco pronto se transformó en una sonrisa congelada: el lago ya estaba lleno ¡y aún estaban por arribar los excedentes de las presas del Bajío! Lo inimaginable ocurría: la cota 97.3 que lucía pintada de rojo en el medidor del nivel del muelle de Chapala, que siempre había sido una meta lejana, un anhelo sin esperanza, pronto quedó sumergida un metro bajo el agua. El nivel de los muros de contención de las propiedades ribereñas fue rebasado y el agua empezó a acercarse a las casas, ante la mirada nerviosa de los propietarios. Para el 5 de julio la expectación cambió a franco miedo: ese fue el día en que la cortina de la presa Solís no soportó más y su estructura cedió. Su colapso tuvo mucho de película de desastres: árboles, casas, diques, construcciones… todo fue arrastrado por la corriente voraz.
La ribera de Chapala pronto se inundó y las calles del pueblo se hicieron intransitables cuando el nivel del agua supero la cota 100. Olas inmensas, de tres y más metros, comenzaron a ser relatos de quienes tenían la temeridad de embarcarse o recorrer en vehículos doble tracción las poblaciones de la ribera. De la Isla de los Alacranes quedaba ya únicamente la vista de los techos de las edificaciones, que poco a poco se fueron derrumbando al igual que el promontorio natural en donde está el altar wirra. Y los problemas apenas comenzaban. Seguía lloviendo y tanto el río Lerma como el Zula seguían descargando enormes torrentes. El Salto de Juanacatlán recobró primero su mote del Niágara mexicano, y después de algún cometario en la prensa, del Iguazú local.
El nivel del lago seguía subiendo, tal y como lo hacían los arroyos de la región. Pronto la laguna de Cajititlán rebasó los limites históricos, inundando las calles del pueblo. Otros vasos lacustres que desde hacía décadas se habían desecado y estaban reconvertidos a la agricultura, vieron sus charcos aislados transformarse en grandes espejos de agua que se fueron unificando, y el colmo fue cuando se hizo posible navegar desde Ixtlahuacán de los Membrillos hasta San Isidro Mazatepec, y de ahí hasta Ameca. El nuevo lago que se formaba incluía un continuo al que pronto se conectaron la presa de la Vega, la de Valencia volvió a ser laguna, la de Etzatlán, y los ríos Ameca y Santiago eran incapaces de drenar a tiempo la cantidad de agua que no paraba de llegar. Y eso no fue todo.
El fenómeno que ya había sido descrito como catástrofe, empezó a tomar adjetivos de tono bíblico. La inundación que abarcó el centro del estado cubrió con un espejo continuo más de quinientas mil hectáreas de terreno. Otro gran lago se formó en las lagunas de Sayula, desde Villa Corona hasta las estibaciones de la Sierra del Tigre. La extensión y profundidad de estos nuevos lagos, aunada a la humedad que retenían los suelos, dieron pie para que algunos técnicos se preocuparan con ideas más aventuradas: esos son muchos metros cúbicos de agua, y cada metro cúbico pesa una tonelada, ¿qué efectos podría tener tal peso en la tectónica de la región? La respuesta llegó pronto: el 19 de septiembre, un terremoto de 8.9 en la escala de Richter, con epicentro en la Plaza de los Laureles, sacudió al estado provocando grandes daños en edificaciones urbanas y otras alteraciones nunca antes registradas: la mesa de Mascuala, saturada de agua como estaba, experimentó un fenómeno de licuefacción por la vibración telúrica y colapsó en aludes gigantescos sobre el cañón del río Santiago, bloqueando su flujo a una altura de cuatrocientos metros sobre su cauce. Un par de semanas más tarde, la Mesa Colorada experimentó el mismo fenómeno y el nuevo derrumbe terminó de bloquear el cauce del río a una altura de seiscientos metros. La presa de Arcediano, tan buscada, irónicamente encontró su realización por estos fenómenos naturales, rebasando las más ambiciosas expectativas. Y el gran lago del centro de Jalisco creció aún más.
Los habitantes de Guadalajara empezaron a ver cómo el nivel del espejo que inundaba los viejos arroyos —San Juan de Dios, Atemajac, El Ahogado— comenzaba a salir de sus cauces, a rebasar las vialidades y a entrar a las casas. Las avenidas se transformaron primero en corrientes que arrastraban coches y árboles, y más tarde, en remansos de aguas transparentes y tranquilas. Esas aguas mansas, que poco a poco predominaron el panorama, fueron sin duda un factor importante para que después de los primeros meses de terror, la gente tomara las cosas con calma.
Primero fueron los niños, que rápidamente encontraron tinas y otros objetos domésticos con los cuales improvisar embarcaciones para salir a la calle a jugar. Poco después los comerciantes más avezados empezaron a ofrecer sus productos en lanchas que navegaban tranquilas por las avenidas. Los cerros aledaños fueron invadidos por los habitantes de las zonas más bajas en donde el nivel del agua dejó miles de casas inhabitables. El Bosque de la Primavera fue abierto para que la gente instalara sus viviendas en casas de campaña y cabañas, pronto se formaron caseríos donde los vecinos se organizaban para que nada faltara a nadie. Sobra decir que con el suministro eléctrico cortado (al principio para evitar electrocuciones y después porque las subestaciones quedaron bajo el agua) dejaron de funcionar los medios de comunicación tradicionales.
Había días en los que el agua no estaba tan tranquila. En la Laguna de Chapala, cuya cota, según algunas estimaciones más o menos creíbles, ya rebasaría la 130, era cosa cotidiana la formación de grandes olas cuando el viento abajeño hacía su aparición. Con ese viento, oleajes de hasta diez metros de altura fueron reportados en la costa nororiente, entre San Pedro Itzicán y Ocotlán, con rompientes espectaculares que lanzaban árboles y construcciones por los aires. Varias embarcaciones, que eran usadas para acercar víveres, se perdieron cuando súbitas olas aparecieron de la nada.
Llegó noviembre y las lluvias no paraban. Las autoridades civiles, junto con las eclesiásticas, habían sido ya sacrificadas a Tláloc en grandes hogueras en que ardían planes maestros, programas de gobierno, leyes y normas técnicas de la Comisión Nacional del Agua pero la precipitación, lejos de amainar, arreciaba como si en lugar de darse por saciadas, las deidades estuvieran golosamente alentando a sus fieles a darles más.
Fue entonces que las voces que desde antes de la Marcha de las Tres Vírgenes habían sonado la alarma sobre el exceso en que se incurría, empezaron a sonar de nuevo, ahora proponiendo a la única manera conocida de arreglar el problema: espontáneamente corrió la voz, y el día 25 de diciembre, en la cumbre de la Isla del Cuatro, se llevó a cabo la multitudinaria Gran Orgía, y la normalidad volvió al fin al encharcado Jalisco.