Tlaxcala, 1994. Escribe una tesis doctoral sobre los aportes del mundo árabe clásico a la historia de la salud mental.
Vuelvo al pueblo. Noticias. Pueblo en disputa. Cártel Jalisco Nueva Generación expandiéndose a pocos kilómetros de la casa de mi madre. Mi entrenador de la infancia espera a ser procesado por «delitos federales».
La ceniza del volcán cubre y ahoga más que nunca. Son partículas que, humedecidas al interior de la nariz, se solidifican, y a medianoche me reencuentro con el asma. De vuelta a cada día con cubrebocas.
Inquietante escasez de agua en Cutzamala. Alarma en la capital, en el país entero.
Inquietante escasez de agua en todas partes.
Hace once meses que leo sobre el agua desde ciudades distintas, buscando significantes más allá de la obviedad. Una ciudad con tres ríos que la atraviesan sin impedir que la sequedad del aire abrume al cuerpo. Otra donde rompe un Mediterráneo en el que nadie aconseja bañarse. Otra con medusas flotando donde no deberían. Otra sobre la que al-Idrisi nombró habitantes que bebían del agua de pozos, un agua que, aunque está cerca del fondo, es muy dulce, y de la que, doce siglos después, Juan A. Romera reportó «cortes en fuentes para beber y prohibición de regar con agua potable: las medidas contra la sequía».
¿Tomas agua del grifo?, me pregunta Mar, que días después de conocerla me aclaró: Sabes que me llamo Marina, ¿no? Marina, de la mar. Le respondí que bebo agua embotellada en México y Líbano, obvio. Hay a quienes sus circunstancias les llevan a olvidar que en la mayor parte del mundo las personas no cagamos sobre agua potable. Sin embargo, en cualquier lugar el agua se establece como símbolo de posibilidades.
Busco información sobre los hammamat, las termas y demás orígenes culturales, geográficos y arquitectónicos de baños públicos; sobre la tradición de purificar cuerpo y alma empapándose. Belén, por ejemplo, emigró del temazcal al sauna. Tendrá que esperar varios años para rodear de álamo y vapor al cuerpo creciente que en estos días ha sostenido con sus manos en agua dulce y cálida; nos cuenta que flota casi naturalmente y que nada lo hace sonreír más que la hora del baño o la clase de natación. En el vientre pateaba cada vez que ella nadaba en agua fría. Su hijo heredó su nariz y el gusto por sumergir el cuerpo. Ríos pozas playas. No importa dónde, Belén adora los lugares acuosos. Hay una foto: está caminando a lado del precipicio en Hierve el Agua. Esa mañana descendimos hasta el final de la cascada aparentemente estática. Hay veces en que la lentitud enmascara cosas de inmutables, y allí, gota por gota, el agua esculpe un barranco entero.
En la Antigua Grecia las termas rodeaban algunos templos de Asclepio e Higía. En ellos ofrendaban partes del cuerpo de barro, granito o mármol. Una pierna, una teta, una oreja, un par de ojos con inscripciones que no entiendo, etcétera. Las ofrendas ante la enfermedad implicaban un par de manos anónimas que habían reproducido un trozo de cuerpo humano para que alguien sanara. No formó Dios al hombre del polvo de la tierra sino que el hombre, y seguramente también la mujer, formaron pedazos de hombres y mujeres del polvo de la tierra. Nos fabricaban a cachos. Los despositaban en un templo, para un dios. Y esperaban, casi siempre, cerquita del agua.
Mi búsqueda me ha llevado a eso y a mapas premodernos del Mediterráneo. Mapas donde el sur está al este o al oeste, donde aparece Jaffa y falta tel aviv. Son preciosos los mapas en los que no se da por sentado el lugar donde señalar tal mar o continente y las penínsulas parecen figuras geométricas.
A veces me imagino como cartógrafa del siglo X.
También como costalera cargando alguna virgen monte arriba, o como saqqa, repartiendo agua gratis, que era uno de los oficios de mayor prestigio en el Egipto medieval. Mapear, cargar y repartir pueden ser la misma cosa. Hacer circular formas de entender el territorio y lo que en él hay para aferrarse. Celina Stifjell[1] explica cómo es que existe todavía una brecha gigantesca para mutar de narrativas extraccionistas y de navegación colonizadora transoceánica, a narrativas de parentesco multiespecie y coexistencia más responsable, más segura, menos sectaria.
Consulto seguido Queering the Map. Oceáno Pacífico: I really thought there were LGBT mermaids here / hitch a ride on the gay whale. Atlántico: The ocean washed open your grave / Made out with a mermaid / FELLOW OCEAN GAYS. Océano Ártico: You’re as cold and heartless as the sea’s here… Mar Muerto: I danced shirtless in a waterfall. It was the first time I’ve felt comfortable being shirtless in public since having top surgery over two years ago. Mediterráneo: a girl kissed me on the neck while I was swimming and I got shivers through my entire body and everything made sense. Antártico: idk but you’ll be fine. Océano Índico: HELP IM STUCK HERE BUT AT LEAST I LIKE WOMEN.
Se nos acaba el agua pero at least I like women.
Demasiadas personas han escrito sobre lo que no pueden dar por sentado. ¡Salud (agua) y libertad! Demasiadas personas han escrito desde el agua, sobre el agua, viendo el agua, sintiendo el agua, escuchando agua:
Repite la acequia el zureo de la paloma. Ibn Zamrak. Es blanca plata derretida que se funde de los lingotes. Al-Buhturi. Oh jardín, con las estrellas de tus flores / apareces vestido de deslumbrante belleza! / En medio de ti, el río desenvaina blancas espadas / como canas que salen de la raya entre negra cabellera. Al-Nubahi. A finales del siglo XIX, Fernández y González tradujo del árabe al español un relato de caballería anónimo en donde un castillo «desaparecía» después de cada ocaso. El héroe, Zeyyad ben Amir el de Quinena, dijo a sus acompañantes: «quisiera que vinieseis conmigo a contemplar cómo se sumerge el alcázar en el agua», y allí encontré un eco de aquella fijación de los árabes antiguos hacia el agua como espejo. Hacia el agua, punto, que puede ser como una serpiente que se esfuerza en escapar. Al-Mu’tasim.
Sueño con una casa futura que tenga un barandal por donde descienda fresca el agua como aquel que susurra en las escaleras del Generalife. De entre tantas fuentes jardines bóvedas mosaicos de la Alhambra, es en las escaleras del agua donde convergen las Mu’allaqat. O la idea de paraíso como recuerdo, como promesa, como realidad cotidiana. Como posibilidad imaginada.
¡Oh gentes de al-Ándalus! De Dios benditos sois con vuestra agua, sombra, ríos… Ibn Jafaya, a quien llamaban «el Jardinero», de tanto que escribió sobre naturaleza.
Mis días se han vuelto absurdos saltando de todos estos versos a testimonios en instagram que dan y quitan sentido como nunca a la poesía. Una niña dijo que su cara era más grande, más linda, but we became ugly because of the corpses. See this? We are all ruined. I didn’t look like this. I was very beautiful. Adolescentes gritando ma fii shi, ma fii ma’, nrid ma’, que significa «no hay nada, no hay agua, queremos agua», a pesar de que sobreviven entre el río y la costa. Otra niña empapada y temblorosa dijo en un campo de refugiados que le gusta detenerse en pie bajo la lluvia. Hay veces que el alma nos hace decir precozmente: me gusta detenerme en pie bajo la lluvia.
Hace once meses que leo sobre el agua desde ciudades distintas buscando significantes más allá de la obviedad, y conforme aumentan las masacres poco vale más la pena que volver a específicos afectos y al agua. Volver a ella, sobre todo, cuando canta bajito como emanando cansada desde muy lejos. Así son las fuentes islámicas. Ningún chorro aturulla. La hacen a una recordar caminatas largas y de repente el sonido de un arroyo cerca. Un riachuelo escondido entre árboles y rocas, donde los pies reviven aunque se entuman y cueste moverlos. En agua fría el cuerpo suspira bien hondo. Las personas en Finlandia tienen pocos meses de luz, pero también la costumbre de saltar al lago helado después de sentarse en un cuarto de madera a ochenta o cien grados centígrados. Es una gratitud que el cuerpo sensible enuncia. Es el cuerpo reiterándose a sí mismo.
Finlandia no es ningún país con fuentes vacías. No es ningún país con muchas fuentes. Nadie soñaba con ellas, no hace falta. En cambio, bajo el mandato de Harun al-Rashid se edificó en el siglo VIII el primer bimaristán y, en su centro, un albercón y a sus lados, surtidores. Eran los internos enfermos oyentes del agua y el cielo estrellado dispuesto sobre la cota de malla que el viento movía. El agua: un espejo y un canto, único patrón indiscutible en aquellas instituciones pioneras de la sanidad pública. De Bagdad a Granada, el agua en el núcleo de cada hospital mal llamado islámico. Del Hiyaz al Sabika, como símbolo o realidad, el agua en el núcleo.
Al primer diccionario científico en lengua árabe del que tenemos conocimiento Ibn al-Dahabi lo tituló Kitab al-ma’, o Libro del agua, y es la definición de agua (ma’) el capítulo introductorio, única excepción dentro del orden alfabético que estructura tres volúmenes. Abu Nuwas escribió sobre los jardines de Karkh con agua fluyente, sobre cómo contemplarlos sanaba la aflicción. En su Tratado de melancolía, Ishaq Ibn ‘Imran recomienda a los enfermos un hábitat cerca de agua en movimiento. Ibn al-Jatib describió que los estanques y acequias desbordándose en la Alhambra y las colinas que la circundan, se escuchaban desde lejos. Borges, igualmente obsesionado con el mundo árabe clásico, definió como grata la voz del agua a quien abrumaron negras arenas. Me pregunto si hablaba del desierto o de la bilis negra.
Un autor de la Yahiliyyah referenció el petricor. No huele a lo mismo la arena mojada tras tanta espera. Pude ver en las rocas cascadas efímeras apagando tormentas de polvo y cómo la vida beduina no sabe de apuro. Sabe, en cambio, observar, detenerse en las manos y la luz cuando se mojan.
Pienso en Sorolla.
Dice Gabriel que sus cuadros tienen la luz más increíble de la historia. Una vez fue a ese museo. Tenía muchísimas ganas de ir. Había visto alguno que otro cuadro suyo y le habían fascinado. Esos de la playa, claro. Son la cosa más increíble, la luz más increíble de la historia. Así deberían ser los museos: pequeños, con poca gente y como lugares de refugio. Lo cual lo hizo escribir que quizá eso de detenerse así en seco, quitar todo alrededor y sentarse a observar bien unos buenos minutos, es algo extranjero ya en cualquier parte. En Líbano y en Europa y en Uruapan, pues. Y, en fin, me parece preciosa la imagen: una ciudad enloquecida, por todas las razones, y una tlaxcalteca en un rincón, quieta. Una tlaxcalteca en Beirut.
O en Wadi Rum.
Quieta, cerquita de ciudades donde recogen sedientas la lluvia. Cerquita de Gaza.
[1] En «Submersive Mermaid Tales: Speculative Storytelling for Oceanic Futures», Feminist Review, volumen 130, N. 1, marzo de 2022, pp. 97-101