(Caracas, Venezuela, 1952). Ha publicado varios libros de cuentos y la novela En el año de Electra (Evohé ediciones, 2014).
Con el vestido de los domingos, el collar de perlas de su boda y un paraguas porque han pronosticado lluvia, la mujer se acerca al mostrador de solicitudes. Se ha quitado la alianza de casada y los pendientes que le regalaron sus hijos en el último cumpleaños. No le gustan, ni sus hijos ni los pendientes, no tiene el mismo gusto que ellos. ¿A quién habrán salido?
—Buenos días —se dirige al hombre que se encuentra tras el mostrador de solicitudes—. ¿Es la ventanilla de secuestros? Vengo a solicitar uno.
El empleado abre un formulario en el ordenador y pregunta:
—A ver, ¿su nombre?
—Flora Fuentes.
—¿Nombre del secuestrado?
—Flora Fuentes.
—¿Usted misma? No es muy habitual su petición, ¿sabe? Aquí vienen personas que quieren secuestrar a otras.
—Pues yo quiero que me secuestren.
—¿Está segura? Eso le va a salir más caro.
—No me importa, por favor, prosigamos…
El hombre se encoge de hombros y vuelve al teclado:
—¿Quién prefiere que la secuestre?
—¿Qué me puede ofrecer?
El funcionario despliega un catálogo sobre el mostrador con distintas ofertas:
—La opción más económica es la de un particular. Si quiere un secuestro de lujo, podemos ofrecerle una organización terrorista o una banda de mafiosos. Pueden ser secuestradores nacionales o extranjeros, dependiendo de su presupuesto. Algunas bandas son muy eficaces.
La mujer medita unos segundos antes de responder:
—Lo de las bandas es demasiado, quiero algo sencillo, quizá un particular…
—Muy bien. ¿Qué tipo de rescate quiere que pidamos?
—No sé, me gustaría estar secuestrada el resto de mi vida.
—¡Ah, eso no puede ser! ¿Quién pagará el rescate? Sin él, este departamento no tendría fondos para continuar su actividad.
Ella enreda sus dedos en el collar de perlas mientras piensa, hasta que, al cabo de unos segundos, dice:
—No me malinterprete, no quiero saltarme las normas, pero ¿y si, tras pagar el rescate, desaparezco? ¿Se puede hacer?
—Eso sí y, además, existen unas tarifas oficiales, marcadas por el Consejo Globalizador de Naciones, destinadas a buscarle una identidad nueva en un país diferente.
—Bien, entonces escojo esa opción. Prosigamos con el formulario.
—¿Dónde prefiere que la secuestren, en casa, en el trabajo o en la calle?
—Mmmm… en la calle me parece mejor, pero sin violencia.
—¡Ah, no, señora! Una cuota de violencia tiene que haber, la que marca el Estado. Nuestra empresa tiene autorización para canalizar la violencia en la sociedad según el código mundial vigente.
—Es que me da miedo.
—Vamos a ver, es mejor que una guerra, ¿no le parece? Gracias a nuestros esfuerzos conseguimos estos años de paz y violencia controlada en los que usted ha podido vivir tan ricamente.
—Vale, pero que no me rompan ningún hueso, ¿puede ser?
—Puede ser. Ahora, dígame, ¿motivos del secuestro?
—¿También eso hay que decirlo?
—El móvil es imprescindible para que se apruebe su petición.
Esa pregunta es la más difícil. ¿Cómo decir lo que pudo ser y no fue? ¿El energúmeno con quien habita? ¿Hijos ajenos a sus entrañas? Lo mejor, una respuesta sencilla:
—No puedo más.
—¿Qué no puede más? ¿No hay móvil económico o pasional? Esa casilla no la tengo en el formulario.
—Seguro que al final hay un espacio donde pone: otros motivos.
—¡Ah, sí, tiene usted razón!
—Pues póngalo ahí.
El hombre teclea mientras va diciendo en voz alta: no-pue-de-más. Sólo queda ya la última casilla del formulario:
—¿Quiere usted observar algo?
—Sí, ¿me podrían secuestrar ahora mismo?
—Caramba, pide usted unas cosas… Puedo acelerar los trámites, con un recargo del veinte por ciento sobre el presupuesto inicial, pero ahora mismo no tenemos equipos disponibles, están todos trabajando.
—¡Qué contrariedad! Salí de casa dispuesta a no volver…
La mujer abre el bolso, saca unos billetes y los pone lentamente en el mostrador, cubriéndolos con la mano, hasta que el empleado los agarra desde el otro extremo. Después, baja la voz y acerca su rostro al de él:
—¿Será suficiente para acelerar el trámite?
—Haremos lo que se pueda —dice el empleado, guardándose el dinero—. Éste es, a partir de ahora, el número de su expediente, para que pueda hacer el seguimiento. Hay que pagar el cincuenta por ciento por adelantado.
—Prefiero pagarlo todo de una vez.
—Mejor, eso facilitará las cosas, y no se preocupe, tendrá noticias nuestras antes de lo que se imagina.
La mujer le da las gracias y sonríe al abandonar el mostrador. Ahora empieza su nueva vida, se lanzará a la aventura. Piensa desaparecer de su entorno, para siempre, siempre, y se teñirá el pelo de rojo, siempre le gustó ese color; se irá a vivir a un país cálido, tiene suficientes ahorros para empezar; piensa dedicarse al cultivo de orquídeas, tan bellas, con lo bien que se le dan, mejor que la crianza. Tiene una pequeña duda nostálgica por sus hijos, pero, qué narices, están ya crecidos y no la necesitan, ya se encargan ellos de mostrarlo todos los días. Les puede escribir (o no) más adelante, una vez que se haya asentado en una casa propia, con un gran ventanal en el salón para ver el horizonte, nada que ver con el apartamento que abandona. También se comprará una mecedora, es un capricho no realizado, se conforma con poco. Pero estará sola. Eso lo tiene claro. Del otro, con el que ha convivido, no quiere volver a saber nada de él. Que piense que ha muerto en el secuestro, que aprenda a cocinar, que se busque otra a quien dar la murga. Según abandona la oficina de secuestros, decide que viajará a su nuevo destino en barco, una larga travesía por mar, soltando por la borda su pasado, se mentalizará poco a poco, día a día, con la espuma de las olas. Pero, sobre todo, con la firme convicción de permanecer soltera. No está dispuesta a volver a caer en la trampa.
Sale a la calle. Empieza a saborear su nueva vida y no ve el camión que se precipita a toda velocidad justo en el momento en que se dispone a cruzar, mirando hacia arriba, el cielo encapotado, nubes negras presagiando tormenta, y ella pensando en lo precavida que ha sido, menos mal que lleva paraguas