Al filo de la navaja / Juan C. Gutiérrez

Estudiante de Letras Hispánicas (UdeG)

Aquello era miedo. Irracional e inexplicable, como toda sensación instintiva, y sin embargo yo suponía que frente a mí estaba la amenaza. Jamás logré explicar el porqué de esa fobia absurda latente durante mi infancia.
    Recuerdo a mamá, típica mujer tapatía, siempre pulcra, nunca desaliñada, haciéndose cargo de su única preocupación: el qué dirán de mi comportamiento. Antes de cada fiesta, de cada reunión, de cada evento donde nuestra presencia era absolutamente imprescindible, ella se acercaba a mí, seria, con esa pose que infunde respeto y miedo, siempre miedo, sólo para dejar en claro las consecuencias que tendría mi mala actitud.
    De pronto, ahí estábamos: una vez más frente al escrutinio de la sociedad. Papá, junto a otros hombres, tratando de arreglar el mundo con ingenuas charlas de café, mientras mamá se ufanaba de tener al niño más tranquilo de cuantos ahí había. “Le darás una educación ejemplar”, decía una de las mujeres reunidas, al tiempo que otra dama se acercaba a dar un poderoso pellizco a mis mejillas.
    En esas tardes eternas, mientras los hombres fumaban interminables cigarrillos y las mujeres luchaban por humillarse unas a otras con toda la diplomacia e hipocresía que les era posible, yo, ajeno al rumor de otros niños, pensaba en el Me haces pasar una sola vergüenza y no sabes el castigo que te espera de mi madre.
    La palabra se volvió amenaza y fue así que comencé a almacenar miedos. Primero ante la límpida figura de mi madre, y poco a poco desplazándolos a objetos, en su mayoría inofensivos, pero que en mí despertaban una inexplicable inquietud. En mi mente rompí el molde de la madre amorosa y comencé a verla como un ser vengativo, dispuesto a imponer duras penas por empañar su imagen de madre perfecta.
    El castigo más duro era, sin lugar a dudas, el del sacapuntas. El contraste entre la apariencia inocente de un viejo sacapuntas plástico y ese mismo objeto maniobrado alrededor de mis dedos por una desquiciada madre, me causaba escalofríos. Yo creía en la fragilidad del mismo, suponía que el grosor de mis dedos devastaría a la común herramienta que penetraba mi carne sin dificultad alguna.
    Sin embargo, lo que más me lastimaba no era la esmerada expresión de mi madre perdida en el afán de castigar a quien la había avergonzado en público. Tampoco era la oxidada hoja metálica que almacenaba carne de mi carne en sus aristas, y mucho menos el efectivo y simple activar del artefacto. No. Lo que laceraba mi ser era la resonancia del silencioso proceso manual en que  un inerte plástico, atornillado con mortal precisión a una filosa navaja, dejaba en mí la forma cónica de aquel instrumento pensado para lápices.
    Estaba, literalmente, al filo de la navaja. Y lo único que me sacó del ensueño fue la voz de mamá que decía No te duermas en casa de los anfitriones…

 

 

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