(Guadalajara, 1992). Su libro más reciente es Yo no pedí nacer mujer pero gracias (Osa Menor, 2021).
Escribir es regresar
a donde somos la cara sin máscara
ni atadura,
sin temor
a la destrucción futura.
Nadia López García
Un borde, un filo, un extremo. Según Wikipedia una arista es una línea recta en la que se cortan dos caras. ¿Cuál será la verdadera?, ¿cuándo la elegimos?, ¿quién la elige por nosotros? Construirse de palabras y no tambalear es un acto de valentía. En La arista que no se toca, Zel Cabrera lo logra con una belleza excepcional y sobre todo con equilibrio y firmeza.
Recién leo el primer poema y pienso en los orígenes. Dice Zel que el nombre es el origen, pero qué pasa cuando no nombramos, cuando algo se oculta detrás de la lengua, cuando somos nosotras mismas las que nos ocultamos.
Entramos a un juego de palabras y etiquetas, todo se trata de mostrar y ocultar, de poner apodos. Cuando yo era niña, mis tías me apodaban gordita, y no es que, viéndolo en retrospectiva, fuera una niña con sobrepeso, pero sí que en comparación a mi hermana mayor, que era muy, pero muy delgada, yo me veía «menos flaca», de ahí que mostraran u ocultaran cualidades socialmente aceptables. Me decían gordita por no decirme gorda, por no decir diferente. Entonces yo me ocultaba.
Entre otros pensamientos y desde un punto de partida femenino, históricamente siempre nos pidieron ocultarnos, permanecer calladas, ocultas entre las telas de la casa, la familia, las opiniones propias, no hacer mucho ruido. En el caso de Zel y desde la voz que se nombra en los poemas, pienso en un doble silencio, no mostrarse: prohibido llorar, no hacerse la frágil, aguantar el dolor porque llorar es para los cobardes, no pensar en la sangre, en el golpe de la diferencia.
La parálisis cerebral es una condición real, aunque se esconda o no, existe, no guarda silencio, se expresa a través del lenguaje del cuerpo, a través de los músculos que nos rigen, de las posturas, del movimiento.
La arista que no se toca llegó a mis manos poco después de asistir a un espectáculo de danza en el que participaba un grupo de bailarines en sillas de ruedas. Había sido un espectáculo hermoso, los y las bailarinas usaban ropa brillante y glamurosa, bailaban salsa en parejas, se mostraban a través del lenguaje de la música, a través del ritmo. Lo repienso ahora y me llena el corazón saber que el camino de la diferencia es un camino que se recorre en compañía, que se muestra en distintos lenguajes.
Me pregunto cuántas veces he silenciado quién soy, he dejado de nombrarme, de aceptar mis diferencias, cuántas veces he limitado mi propio lenguaje. “La verdad trastoca lo que escribo”, dice Cabrera, la verdad se sostiene en las palabras que nombramos, se reconoce en las diferencias, en la diversidad.
La arista que no se toca es un libro que muestra, reconoce; es un sitio para sostenerse, para caminar lento y apreciar los pasos que damos, aceptar la diferencia de pisadas, con más talón o con más punta. La escritura es un refugio y sobre todo un sostén en el caos de la mirada, a veces cruel, de los otros.
Esto no es una enfermedad. No hay nada malo en mí. Las burlas quedan lejos de este nombre. Es solamente otra manera. Agarro fuerza de lo que escribo, como si esto fuese un pasamanos para sostenerme.
Un libro bellísimo y necesario que nos acompaña a mirarnos desde otras perspectivas, un poemario que acompaña y confronta, un poemario sin eufemismos, como la vida, un poemario valiente.