(Ciudad de Panamá, 1971). Este cuento forma parte de la colección de historias Un alemán en la flor de la vida, que mereció el tercer lugar del Premio Ignacio Valdés 2021.
Es interesante investigar el origen de los apellidos. Muchos de ellos se resbalaron por la ladera de los años como la corriente de un río caprichoso, o cayeron por un precipicio cual salto de agua.
Richard Ackermann, alemán de rancia estirpe, llegó a La Palma en el año 1940. Al principio, no dijo a nadie qué hacía ahí. Sólo comenzó a habitar una cabaña que rentó a comerciantes darienitas. Por su actitud y edad, resultaba obvio que no estaba en la flor de la vida.
De gran estatura, se le veía entrar doblado por el umbral de la puerta. En las tardes, su cuerpo alargado y flaquísimo se enredaba en una hamaca de hilos de nailon que colgaba en el portal. Vestía siempre camisas de blanco lino, bluyines y botas de caucho. Se cubría la cara con la sombra de un sombrero de paja amarillenta y ala ancha.
Su vivienda era de madera y estaba pintada de celeste y rojo; ambos colores brillaban como sólo el acrílico brilla. Era demasiado color para el alemán y lo manifestó en más de una ocasión, pero nadie se preocupó demasiado por su disgusto. Se entendió que era un hombre de preferencias grises y frías. Aquélla, quizás, fue la primera pista sobre su misterio.
Sus costumbres iniciaron siendo apacibles y muy discretas. Desayunaba en la fonda regentada por mama Rosí, donde pedía siempre lo mismo con un impecable inglés al que la cocinera no estaba acostumbrada. Ella le respondía pausadamente con un acento mucho más mestizo —era educada con él porque el alemán lo era con ella—. Él mantenía siempre el control sobre sus emociones y, gracias a ello, pudo ocultar por varios meses las razones de su estadía. Sólo una discusión con Demetrio Gonzáles, uno de los personajes más pintorescos de La Palma en aquellos años, lo empujó a delatarse.
Demetrio González vagaba entonces por las costas del Darién, alojándose donde pudiera, dedicado a tomar notas de lo que a otros les parecían nimiedades. No resultaba inusual que durmiera en casa de alguna mujer. Hoy es un hecho comprobado que dejó vástagos en Jaqué, Sambú y La Palma, todos reconocidos con el facilísimo apellido de González. Su encanto nacía de palabras que pronunciaba cuidadosamente y de su capacidad para ordenar ideas de modo seductor. Usaba camisas flojas, casi siempre abiertas hasta iniciado el vientre, y pantalones diablo fuerte. Se sabía que era el autor de un libro llamado El jardín y los muros, obra que poquísimas personas habían visto y menos leído. Era asiduo visitante de la fonda de mama Rosí, donde coincidió, un día y finalmente, con el alemán.
En la agonía de una tarde estaban algunos agricultores, Demetrio y Richard. Mientras que Ackermann se había recluido en un ángulo de la fonda, Demetrio estaba entre los trabajadores como uno más. Eran hombres recios y callados los agricultores plataneros; sus pieles estaban tostadas por el sol y sus ropas percudidas por la aspereza de la intemperie. Y el cansancio los llevaba más a escuchar que a pronunciar palabra. Agradecían, sin duda, el entretenimiento que una buena arenga podía darles, siempre y cuando no los obligara a mover ni un dedo.
Bebido el escritor, comenzó a hablar de las dulzuras del mestizaje, tema sobre el que le gustaba reflexionar.
—En un futuro muy cercano, mis amigos, no sobrevivirá el más apto, sino el más mestizo.
Siendo la mayoría de los comensales mezcolanzas de negros, blancos e indígenas, aceptaron lo dicho con entusiasmo. Richard Ackermann, imperturbable hasta entonces, se revolvió en su asiento. La mayoría de los presentes llevaron sus ojos a él alertados por el zurrar de su silla. El escritor, diestro en provocar molestia, insistió:
—Y es que, mis amigos, el más apto será el más mestizo.
Ackermann buscó la mirada de quien hablaba y en perfecto español, idioma que no había utilizado hasta entonces, aseveró con voz de trueno:
—El mestizo, trabajadores plataneros, no tiene más que confusión, falta de vigor y barbarie…
—Pero sólo al principio —lo interrumpió Demetrio con una rapidez sorprendente, como si hubiera sabido de antemano lo que el alemán iba a decir—. La mezcla entre razas distintas tarda en cuajar. Pero una vez cristalizada, mi amigo, el nuevo espécimen recoge los mejores atributos de sus padres. —El escritor no hacía más que repetir las teorías de Vasconcelos.
Pero su interlocutor no era lector de Vasconcelos; lo era bastante, por el contrario, del germanista Friedrich Nietzsche.
—Es irresponsable hacer tales declaraciones, trabajadores plataneros, sin pruebas legítimas. Si algo ha llevado al mundo hasta los muladares en los que está, es la falta de conocimiento serio. No escuchen a este hombre…
—Pero sí tengo pruebas —interrumpió, otra vez, Demetrio, achispado su verbo y entusiasmo por el alcohol—. Será una prueba que podrá experimentar en carne propia, amigo mío.
El alemán no contestó, pero sus gestos invitaron a Gonzáles a continuar.
—Es una apuesta. ¿Están listos, mis amigos, para escucharla?
Expectantes, la mayoría de los que estaban ahí agitaron sus cabezas.
—Que se interne en la selva, la selva de mayor espesura, por el lado del nacimiento del río. Y que pase doce noches ahí, arrullado por los sonidos de las aves nocturnas y la música de los insectos. Si a su regreso no ha cambiado de parecer, me retractaré públicamente.
Pero el extranjero no estaba dispuesto a ser manipulado:
—¿Para qué, trabajadores plataneros? ¿Para qué semejante necedad? —Se defendió Richard.
Los rostros iban de un lado a otro, como si atestiguaran lanzamientos de piedras desde una y otra orilla de un lago.
—Para que encuentres, amigo mío, en la diferencia entre insectos, aves, ranas y gatos nocturnos, la flor de la vida, hombre, y te convenzas de que la existencia se recrea cuando se une lo distinto.
Ningún argumento llegó en ayuda del alemán, cercado su orgullo por aquella emboscada. No estaba dispuesto a sacrificar su férrea posición. Y no lo hacía para sí mismo, ya que su paz mental permanecería intacta no importando qué, se decía, sino por la verdad que se creía responsable de comunicar ejemplarmente.
Aceptó la apuesta y selló el trato con un apretón de manos.
Al día siguiente, comenzaron los preparativos para el viaje. Jack, un negro antillano que conocía muy bien la zona, fue requerido como guía. Aunque la idea de acampar tan incómodamente le había parecido terrible al principio, el alemán no la interpretó así tras sopesarla con tranquilidad. Después de todo, a eso había ido, a probar sus hipótesis sobre el mestizaje y el trópico como causas de atrofia para los hombres. El guía habría de llevarlo hasta aquellos confines de la selva, lo dejaría con suficiente alimento, y volvería por él tras un lapso convenido. Selva adentro, tendría la suficiente calma para ordenar los datos recolectados y reflexionar sobre ellos.
El alemán llenó una mochila con carne seca en abundancia, arroz envuelto, plátanos cocidos, una cantimplora llena y su hamaca de nailon hecha rollo. Tenía confianza en su fortaleza física; los entornos que había habitado no eran más benévolos que esa parte del trópico. Y podía, incluso, disfrutar de dormir a cielo abierto, no se diga del sonido de la naturaleza y la caricia del rocío de las mañanas. Lo que Richard Ackermann no sabía era el afán que Demetrio González había escondido tras el reto.
A las nueve de la mañana inició la marcha hacia las entrañas de la selva. El negro Jack se introdujo por senderos como embudos verdes. Se abrieron paso entre espacios mínimos de ramales tupidos. El camino fue tomando forma. Y siguió el negro con un machete relampagueante, cortando plantas parásitas que colgaban de los árboles altos. Y el alemán no se amedrentaba y mantenía el paso virilmente.
Habrían pasado dos horas cuando llegaron a un descampado. Ahí se asomaban tímidos los rayos del sol. Como un pequeño techo, había una malla de ramas cruzadas, como brazos. Jack, con gestos, dio a entender que ahí era el lugar, si el alemán quería. El europeo respiró hondo mientras cerraba los ojos. Sí, los sonidos de la naturaleza se escuchaban como un espeso murmullo. De inmediato, miró a su alrededor y descubrió dos árboles que se erguían paralelos.
—Ahí podré colgar mi hamaca.
Jack asintió, sonrió. Pero Ackermann no se dignó devolverle la sonrisa. No porque le desagradara Jack. Al contrario, el negro le había caído simpático. No obstante, prefería mantenerse ecuánime, descontaminado de emociones. Estaba dando, después de todo, una lección sobre verdades irrefutables que nada tenían que ver con simpatías o subjetivismos.
Jack, finalmente, comenzó a emprender el camino de regreso. Dejó una despedida y un consejo cuando ya se alejaba:
—Recuerde por dónde vinimos, alemán. Si tiene cualquier problema, cualquiera, regrésese. Si sigue por el sendero de la derecha, encontrará un poblado de pescadores. Pero no encontrará hombres fuertes ahí porque son, alemán, pescadores, y se embarcan y desaparecen por largo tiempo. Sólo hallará mujeres y niños. Por el sendero de la izquierda, tras una caminata de una hora u hora y media, llegará a las riberas del río.
El negro Jack no se sintió escuchado —el alemán hacía girar su azul mirada por los pelambres de árboles bajos y no le prestaba atención— y, envalentonado por la cara que supo plantar Demetrio González, dejó solo a Ackermann sin decirle una palabra más. Cuando el alemán buscó a su guía, se encontró con el vacío.
Caída la noche, por instantes, el extranjero tuvo epifanías sobre el Génesis cristiano y un sueño en el que, trepado en lo más alto de un árbol cocobolo, recitaba conocidas frases bíblicas. Esto le produjo confusión, siendo su adorado Nietzsche un acérrimo enemigo del cristianismo:
—Y dijo Dios: produzca la tierra seres vivientes según su especie: bestias, y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así. E hizo Dios los animales de la tierra según su especie, y ganado según su especie, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.
Cuando, en el sueño, se lanzó desde la copa del árbol, despertó en la hamaca estremecida, sobresaltado.
Doce días después, según lo convenido, Jack apareció. El alemán no podía verse más feliz. Estaba hecho un ovillo en el centro de la hamaca y su rostro sonreía entre los nudos espaciados de las cuerdas, como si fuera el de un niño travieso. Jack no le prestó mucha atención y se limitó a agrupar los enseres del alemán para que el regreso fuera expedito. Ackermann no tardó mucho en sumarse a la tarea y, en pocos minutos, tenía su mochila empacada y colgada de los hombros.
Como suele pasar, quizás por la facilidad de lo conocido, el camino de vuelta fue mucho más ligero. Igual que la vez anterior, Jack fue abriendo paso con el machete y Ackermann lo siguió a poca distancia. La espesura de la selva y su humedad eran las mismas, pero ahora la actitud del alemán era más relajada y hasta dulce, podría decirse. Avanzaba, tal vez, alegremente. Con el tiempo desgranándose de ese modo, pronto apareció la circular claridad del túnel que llega a su fin.
Lo primero que vio el alemán fue la cara sonriente de Demetrio González, quien iba escoltado por un grupo de agricultores.
—Bienvenido, mi amigo —se apresuró a decir el escritor—, nos da mucho gusto verte otra vez, después de tu aventura. Hemos querido sorprenderte con esta puntual espera. ¿Ha sido descortés que hayamos aguardado por ti?
—En absoluto —contestó el alemán aún caminando hacia ellos, sin haberlos alcanzado—. ¿Ven la alegría en mis ojos, trabajadores plataneros, bohemio personaje de los trópicos?
—Sí, la veo, pero desconozco la causa.
—Ya la conocerá. Vayamos a la fonda de mama Rosí, ¿te parece, bohemio personaje de los trópicos?
—Por supuesto.
Y anduvo el grupo hacia la casucha de madera, la fonda de mama Rosí, como una procesión de monjes en éxtasis.
—Concedo —comenzó diciendo el alemán— que el útero de la naturaleza, por usar una metáfora que me parece exacta, es embriagante. Me siento cual recién nacido. He sido, trabajadores plataneros, bohemio personaje del trópico, renovado. Si eso es lo que preveías con la apuesta, lo concedo sin dudar: venciste.
Demetrio González pellizcó la comisura derecha de sus labios con una sonrisa astuta y ladeada.
—Sin embargo, tal como relatan las leyendas imperecederas, es distinto el efecto que tienen las maravillas en razas inferiores y superiores. No he visto un solo pájaro, por muy maravillosos que fueran sus colores, que me arrancara un suspiro descontrolado. Ningún felino, con su hermosa cintura y exuberante forma, ha provocado que yo, un hombre de hierro, deje de ser hombre de hierro, que la pureza dejara de ser pureza.
Demetrio miró al alemán, por primera vez, con una expresión severa y hasta decepcionada.
—¿Nada le han enseñado las revolturas de la selva, sus colores, el modo en que las diversas especies se hacen una entre hojas y ramas?
—En absoluto —insistió Ackermann—. Aunque puedo reconocer que, en ti, bohemio personaje del trópico, tales revolturas, como las has llamado, puedan tener un efecto diferente. Verás, es un asunto de temple, de voluntad. Y el mestizo, no teniendo raíces ciertas a las que asirse, es un ser inestable.
—¿Nada ha despertado un cambio en ti, nada?
—Como dije, nada en absoluto. Pude muy bien separar lo que me rodeaba de mi agudo discernimiento.
¿Qué más podía decir el escritor? Aun con la sospecha de que la confesión estaba inconclusa, claudicó. Y ante los agricultores más fieros de la Palma, aceptó su derrota, derrota que fue también la de ellos.
—La sangre diluida de los mestizos es como agua sucia en la que ningún rostro se reconoce —dijo, como dictando sentencia, el alemán.
Meses después, abandonó su cabaña cuando aún el sol estaba oculto. No se supo más de él. En sus libretas llevaba apuntes sobre lo que había aprendido de la inteligencia humana en el trópico. Demetrio todavía se quedó mucho tiempo más, pegado como estaba a esa comunidad recóndita.
Habría pasado año y medio desde la partida del alemán cuando dos mujeres indígenas, que poco iban al poblado, habitantes de un caserío de pescadores, surgieron de la selva. De la mano llevaban sendos niños de tez muy clara y facciones angulosas.
—Bellos como leopardos de piel manchada —pensó González en cuanto los vio venir cual luces sobre un fondo oscuro—. Ese lago turbio es el único en el que me reconoceré siempre.
Las mujeres buscaban a un tal Jaqueman, Jaqueman, llamado que les trajo reminiscencias, a más de un agricultor platanero, de aquel alemán que tanto defendió su entereza. Nadie las sacó del error, ni corrigieron el apelativo que aparecía en sus reclamos. No tuvieron más que decir. Aunque no dieran con el padre de las criaturas, mostraron mucha persistencia en que se las registrara en propiedad, legalmente. Un niño y otro quedaron nombrados como Daniel Jaqueman y Ricardo Jaqueman, apellido que nacía en el mismísimo momento en que se hizo el proceso legal.