(Naucalpan, 1983). Su libro más reciente es Coctel de frutas (Semilla Corazón, 2021).
Ser homosexual y no creer en los horóscopos es como ser homosexual y que te guste el futbol. Peor, ser homosexual y no creer en los horóscopos es como ser homosexual e irle a un equipo de futbol, saber en qué posición está en la tabla del torneo y disfrutar de los partidos más allá del deleite ocular y lascivo que significa mirar a veintidós cuerpos atléticos seguir los movimientos de un balón —veinticinco cuerpos, si contamos al árbitro y a sus dos asistentes, que también suelen tener un físico apetecible.
Soy homosexual, le voy a los Pumas desde antes de saber qué era la Universidad Nacional —institución con la cual sostengo una relación de tóxica dependencia económica— y sé, temporada a temporada, cómo sube y baja mi equipo en la tabla de posiciones —acaban de bajar casi al sótano, por cierto.
Si mi educación jacobina me aleja de supersticiones tan estructuradas como los horóscopos, o la religión misma —practico ciertos ritos católicos sin creer más que en el teatro—, el futbol, la lotería y los depósitos a mi cuenta bancaria de los sitios en los que trabajo despiertan dentro de mí al más primigenio de los seres humanos que necesitó de una señal ajena a sí mismo para decidir algo, al ermitaño medieval que se privaba de cualquier satisfacción, incluso las más imperiosas, con tal de obtener el favor divino.
Mi padre juega siempre el mismo número de la lotería y el mismo en los pronósticos, dice que por estadística de esta manera tiene mayores probabilidades de obtener algún premio, algún día. Creo que la estadística es su superstición, una nigromancia basada en hechos, sí, pero expectante siempre de la ruptura. Por el contrario, la religión, el zodiaco y demás cábalas basan su fe en aquello que no ha sucedido, en conjurar la fatalidad confiando en lo improbable.
Soy de los que no ve cuando mi equipo va a tirar o a recibir un tiro penal, desvío la mirada de la televisión, o de la portería cuando estoy en el estadio, hacia mi vaso de cerveza, espero el silbatazo y después la exclamación que me indica si fue o no gol. Por estadística, la mayoría de las veces que he hecho este pequeño hechizo mi equipo mete el balón en la portería contraria o el jugador rival falla su tiro.
No compro billetes de lotería que contengan números consecutivos, que repitan cifras o que comiencen con uno. Sólo he atinado a un montón de reintegros y a un par de premios que compensan todo lo que he gastado en este vicio que heredé de mis abuelos y de mi padre, quien tampoco ha ganado gran cosa apostando al mismo número siempre.
La estadística podría darle la razón a la superstición, porque cuando se trata de explicar cualquier ocurrencia fatal en nuestras vidas, gozosa o trágica, siempre será más sencillo decir que ganamos la apuesta en la final pambolera porque cuando se tiró el penalti decisivo volteamos la cara para no ver el tiro, beneficiando con nuestra cábala íntima a millones de aficionados, pero especialmente a los millonarios dueños que manipulan cada movimiento en la cancha y fuera de ella.
Esa fe en la que depositamos nuestra pequeñez para creer trascendente nuestra existencia, también es la culpable de que nuestro número no salga premiado en el sorteo de los viernes, «fue mala suerte», aunque hayamos apostado con la razón de la estadística en la mano.
Ni la razón ni la fe.
La superstición es una forma de negar a Dios y Dios es una forma de negar a la razón. No creer en los horóscopos sería del agrado de Dios, entonces, al menos del dios judeocristiano, que condena a los homosexuales. Que no se preocupe, para su desagrado, seguiré desviando la vista cuando mi equipo cobre un penal, y seguiré comprando lotería sin ningún rigor estadístico, con mis propios talismanes de la probabilidad.