Animal de alteraciones / Luis Jorge Boone

Cuando se dictó la abolición de los hechos fácticos, se promulgó al mismo tiempo la existencia de múltiples interpretaciones igualmente válidas de la realidad. Secretamente el universo se expandió más allá de sus límites, volviéndose inimaginable para los hombres. No aspiramos a conocer la verdad genérica, sino a expresar de la mejor forma nuestra versión de ella, su pálida —humana— sombra. El enfrentamiento de este riesgo armado de una percepción generosa y un discurso que alía la frase íntima con la crónica de los tiempos presentes, sería una forma de definir la poética del nuevo libro del poeta y ensayista Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965).
    En una República de las Letras como la nuestra, toda divisiones, atenta siempre al cisma, a la mecánica simple de las polaridades y al deporte maniqueo de los bandos opuestos, la obra poética de Fernández Granados (especialmente después de la publicación de ese bello y perdurable libro, Los hábitos de la ceniza, en 2000) congrega una celebración tan unánime que es casi lugar común —circunstancia que no resta veracidad al enunciado— decir que se trata de una de las cumbres de nuestra lírica actual.
    Poeta que ha transitado distintas aventuras formales —por ejemplo, la arquitectura formidable de Resurrección (1995), o las posibilidades líricas de una prosa potente en El cristal (2000), tan distintas entre sí que quizá sería difícil, sin el dato, atribuirlas a un mismo autor, y cuyo valor radica en que su experimento se cumple cabalmente sin dejar de lado lo humano—, Fernández Granados, en Principio de incertidumbre, con un verso que prescinde de casi toda certidumbre de cesura y puntuación —que obliga a corregir lecturas sobre la marcha, a acumularlas—, parece postular la naturaleza inevitablemente incierta de la percepción individual, pero con su definitiva importancia en la construcción del propio mundo. Estas palabras finales del físico Werner Heisenberg nos preparan para lo que viene: «lo que sucede depende de nuestro modo de observarlo y de qué tan rápido lo hacemos».
    La primera parte, «Movimiento / Identidades», parece seguir el rastro de las relaciones humanas, desde sus estados vívidos hasta una paulatina desaparición: describe una galería de personajes —máscaras, papeles que el hombre representa en su tránsito por el mundo—, donde el otro (lo Otro) se impone como contrapunto, espejo que magnifica la experiencia personal, pero además como entidades forasteras, más allá de toda identificación o conocimiento: «esta noche cualquiera de martes / sólo los jóvenes de menos de veinticinco / tienen aún algo inesperado que ganar o perder en su vida / casi todos los demás nos hemos acostumbrado / a las pequeñas domésticas mediocres dosis en las que viene la vida». El poeta se reconoce partícula de una sociedad, espía formas ajenas de la fe, avista estrategias vitales que los otros usan para perderse o encontrarse, y clasifica esa vastísima terra incognita que son los demás, pero en quienes recae la constitución de la mitad de nuestra vida. Poco a poco, en los poemas que cierran la sección, el poeta se queda solo, para reconocer que aun ahí depende de una serie de presencias que lo delimitan, que le confieren personalidad: «yo no soy un hombre soy una legión de muertos». Al referirse a esos fantasmas observa: «déjalos alumbrarte desde su ausencia / acaso el itinerario de vivir / requiere presenciarlos / y ellos son la mitad de su belleza».
    La segunda parte, «Espacio / Dimensiones», refiere los símbolos en
los que la existencia diluye sus certezas: el silencio (de los objetos, de las puertas), la identidad (incognoscible siempre),
la posibilidad del encuentro en la naturaleza vibratoria de la materia.
Los cruces entre los discursos científico, antropológico y poético son una de las principales virtudes del libro: ciertos postulados de las materias duras son pista de despegue hacia un conocimiento del alma del hombre, hacia su misteriosa ambigüedad. Sobre esta oscilación —ver de lejos y de cerca, analizar con despego y ubicarse en la circunstancia— medita el poeta en el poema que da título al libro,
y cuyo final anuncia: «si alejarse es preciso para mirar y entender aproximarse es preciso para pertenecer». Atestiguar con la curiosidad del entomólogo y sufrir al mismo tiempo las pasiones del involucrado. No es otro el ejercicio del poeta. Luego, la inmigración, la matanza de mujeres en la frontera norte y el 11 de septiembre estadounidense son los temas con que cierra esta sección, en un abordaje puntual y crítico a la realidad contemporánea, sin las estridencias ideológicas del poema social —ni su oportuno etiquetado moral—, sino con el logro formal del poeta para quien las palabras son un vehículo de memoria y conocimiento que nos muestran a veces un rostro terrible.
    Por último, el tercer apartado, «Tiempo / Eventos», contiene los poemas más personales del libro, donde la autobiografía es otro motivo de sutil melancolía: «creo que fueron los mejores años de mi vida / los que no comprendí / y sólo pasaron»; tiempos que la memoria dulcifica en la nostalgia. Los fantasmas toman la forma de un árbol genealógico disperso, remoto: los padres que encarnaban tránsito y permanencia, el primo en cuya charla lo trascendente y lo banal llegaron a trastocarse, el niño luminoso que el autor fue. El poema «Kienzle» refiere una herencia de tiempo y pasado, aliados en el ritual de dar cuerda a un reloj de pared, mester del que lustra y mantiene los recuerdos: metáfora del poeta que da cuerda a la memoria.
    El poeta atestigua y modifica: «presenciar es participar». Así, entendemos que la diferencia que guarda el hombre con respecto a las demás especies animales
es que sólo él, con su percepción, introduce variaciones en el mundo. El individuo deja huella de su presencia: una alteración. Aunque una memoria ancestral pesa en nuestra sangre, la obra de arte —ese testimonio frente a la muerte— prueba que hay algo que sólo podemos decir profiriendo nuestro grito personal en
el concierto de los siglos. La modificación es su consuelo. Observa el mundo, se observa a sí mismo, y logra que las palabras alcancen la apertura del espejo,
su generosidad: renunciar a mostrar un solo rostro verdadero (suma elusiva de todas las máscaras humanas) para, en la escritura, mostrar por un instante el rostro de aquel que en su ojo de agua quieta se asome a conocerse.
    Hay una poesía que nos arranca una certeza del pecho y nos ofrece a cambio la música —la hondura— de sus versos: a esa estirpe pertenece la de Jorge Fernández Granados. Una música compuesta de silencios y susurros, de destellos y claroscuros, nostálgica, melancólica, humana, que permanece en nosotros en la vibración armónica de las cuerdas del alma.

 

 

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