Olympia / Hugo Hernández Valdivia

De las películas que se han filmado con las Olimpíadas como pretexto y texto, hay una que por diversas razones permanece aparte en los anales de la historia del cine: Olympia (1937), de la alemana Leni Riefenstahl, quien poseía un pasado como bailarina y montañista (así como Alberto Isaac fue campeón nacional de natación y posteriormente realizó Olimpíada en México, la película de México 68).

    Riefenstahl, quien gozó de la simpatía de Adolf Hitler, tuvo todos los apoyos de sus ominosos patrocinadores. Así, el abordaje que hace de las justas deportivas es exhaustivo: para su registro coloca numerosas cámaras que captan múltiples puntos de vista. El resultado es un paradigma del cine propagandístico y
sigue siendo un objeto de estudio de los encontronazos que ética y estética pueden darse en el cine. No es ocioso, así, anotar que Olympia, «el film de los XI Juegos Olímpicos de Berlín» —como se lee al inicio— que dura casi cuatro horas y se divide en dos partes, aún ofrece riqueza para el comentario. Ergo…
    Para el añejo historiador francés Georges Sadoul, Olympia es inferior a El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934), obra que registró una convención nazi en Nuremberg y le dio buena fama y mala fama a la realizadora; para el teórico norteamericano David Bordwell es un modelo de documental categórico; para la crítica Manohla Dargis el asunto entre forma y fondo ofrece el pretexto perfecto para el análisis. Lo cierto es que prácticamente ningún historiador, teórico o crítico deja de ver puntos de interés en la obra de Riefenstahl.
    Luego de una doble dedicatoria inicial («al fundador de los modernos Juegos Olímpicos, el barón Pierre de Coubertain; para honor y gloria de la juventud del mundo»), la Riefenstahl encuentra el aliento épico ahí donde justamente están sus raíces, en la geografía helénica. Y en el origen fue la cámara, paseando entre ruinas y acompañada por la dramática música de Herbert Windt: aparecen fragmentos de muros y de míticas piedras, regados por aquí y por allá, y el paseo culmina en las columnas del Partenón; luego, de la neblina irrumpen esculturas, suaves rasgos femeninos, duros rostros masculinos, cuerpos desnudos. Entonces las esculturas cobran vida y en claroscuro o a contraluz lanzan el disco, lanzan la bala: danzan. Después el fuego. Y ahí, en la forja del héroe griego surge… el atleta del Tercer Reich.
Después la llama olímpica pasa de antorcha en antorcha, y los relevos, que no paran ni de día ni de noche, pasan por Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria, Checoslovaquia y llegan a Alemania, donde oronda ondea la bandera nazi.
    En el estadio la multitud aclama el paso de la llama con el riguroso saludo militar nazi, con el brazo derecho estirado al frente y la palma de la mano hacia abajo: el entusiasmo es general, alimentado por un Hitler radiante. La gravedad se convierte en preocupación (para el que mira ahora) cuando algunas delegaciones de atletas, que van desfilando con paso militar por la pista del estadio, emulan la salutación de los nacionalsocialistas alemanes: es terrible ver a griegos, canadienses, italianos (ataviados con su boina al estilo del Duce) y franceses transitar como si de fanáticos germanos se tratara. Más decoro se percibe en el avance de suecos y norteamericanos, que sólo se quitan el sombrero, y en los británicos, que sólo giran el rostro al pasar frente al palco de honor del Führer. Luego éste declara inaugurados los Juegos, y dan inicio las competencias, comentadas por un narrador.
    En su ladrillesca Historia del cine mundial, Sadoul señala que, entre otros, participó con Riefenstahl Walter Ruttmann (célebre realizador de Berlín, sinfonía de una gran ciudad), y el comentario del historiador es contundente: «Olympiade Film, film famoso en el extranjero, no valió tanto como aquél (El triunfo de la voluntad), y todo el mal gusto de la realizadora y del régimen se manifiesta en una obertura que alternan en disolvencias encadenadas los atletas desnudos y las estatuas aceitadas. Inmensos medios materiales, dos años empleados en la edición de los kilómetros de films registrados por decenas de operadores, pudieron, en ciertos episodios, traducir el esfuerzo y la belleza de atletas arios o no. Ese gigantesco documental sobre los Juegos Olímpicos fue un gran éxito comercial, pero sus graves defectos artísticos son hoy evidentes».
Para Bordwell, Olympia es una buena ilustración de un tipo de documental, el que designa como «categórico». En su célebre libro Arte cinematográfico anota: «Un documental clásico organizado en categorías es Olympia, Parte 2. […] Su categoría básica la forman los Juegos Olímpicos, como un suceso que Riefenstahl tuvo que condensar y presentar en filmes con duración de dos horas. Dentro de tales películas, los juegos se dividen en subcategorías: pruebas de navegación, de pista, etcétera.     Más allá de esto, Riefenstahl crea un tono general y destaca el esplendor y la cooperación internacional implícita en la participación. […] Riefenstahl inicia con atletas que trotan y después fraternizan en las villas. De manera que no se diferencian por los deportes en que cada uno se especializa, sino que sólo se observan como participantes en los Juegos».
    Y si para Bordwell «los Juegos Olímpicos poseen un drama innato porque involucran la competencia y un potencial para la belleza gracias a la manera en que se filma el desempeño de los atletas», para Dargis las implicaciones de la forma, del estilo, son objeto de mayor atención. Señala que Olympia, como El triunfo…, inician «con imágenes de nubes, un descenso desde el cielo a “ojo de pájaro”, un barrido de los edificios (aquí ruinas clásicas), y una heroica, solitaria figura. Este personaje, vestido como un joven griego, se transforma en un atleta del Reich (quien también hace su llegada entre multitudes) por medio de una sobreimposición en la que el atleta emerge de las flamas, con la antorcha olímpica en una mano». La estrategia estilística, en particular el montaje, propone asociaciones y sugiere nexos (apreciables en lo estético, dudosas en lo ético en más de una ocasión), como es posible percibir en la secuencia del maratón y también en la del final, en la que diversos clavadistas en acción son yuxtapuestos para conformar un mosaico de vigor atlético y belleza cinética.
    Así, Olympia merece atención tanto por el realce que da al cuerpo humano en su pretensión de superar sus límites, como por el uso provechoso de diversos recursos estilísticos (con todo y los «defectos» que consigna Sadoul). Pero también por la historia, por el registro que hace del nazismo ascendente, patente en forma y contenido: porque el nazi vive en la cruz gamada tanto como en la puesta en escena que perpetra para creerse su poder y mostrárselo a los otros. La propaganda se filtra por todos lados, desde la exhibición de una nación unida (y uniforme) hasta la exaltación de determinados atletas y tipos raciales. Tal apología es más que sospechosa, pero en su defensa (y hasta su muerte) Riefenstahl alegó que no tenía simpatía por el nazismo, sino ignorancia política.
    El Führer merece un capítulo aparte. Y es que su presencia, si bien no es abrumadora, sí sirve de constante referencia: ora feliz por el triunfo de un atleta teutón, ora nervioso por el curso del relevo femenil de 4 x 100 (desasosegado cuando el testigo cae de las manos del cuarto relevo, cuando ya era inminente la victoria), ora eufórico cuando el alemán Luz Long iguala la marca de salto de longitud del norteamericano Jesse Owen, e invisible cuando se consuma el triunfo del atleta negro. La historia del deporte también tiene en la cinta un material valioso, pues permite observar la evolución de las técnicas de algunos deportes; la singularidad, por ejemplo, del salto de altura (que se hacía levantando ambas piernas, de costado a la barra), la gimnasia al aire libre, en el mismo estadio donde se lleva a cabo el atletismo.
En Olympia ya se puede percibir la apuesta de cobertura visual que todavía ahora lleva a cabo la televisión: Riefenstahl coloca la cámara en lugares que permiten apreciar con claridad el desempeño de las competencias y además resaltan el esfuerzo y vigor del atleta; la épica se construye en contrapicados prodigiosos, en cámaras lentas dramáticas, en movimientos que ligan la euforia y la tristeza o ayudan a dar su justa dimensión a la proeza atlética.
    Al final se hace honor y gloria a la juventud, como pretendía la dedicatoria inicial. Pero también prevalece la ironía: la brillante exhibición cinematográfica puesta al servicio del eslogan olímpico: citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte»), también incorpora, al ponerse al servicio del honor y la gloria nazis, «más abyecto».

 

 

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