(Guadalajara, 1979). En 2021 apareció su libro Los peores vecinos del mundo (Notas sin Pauta).
Hace muchos años mis tíos jugaban futbol los fines de semana. Desde temprano se les podía ver vestidos con sus uniformes y sus tacos. Se reunían afuera de la casa de la abuela y se les unían otros vecinos. Cuando llegaban, todos se iban caminando a la colonia contigua en donde estaban las anheladas canchas.
«Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo». Todos hemos escuchado las tres cosas que, según José Martí, deberíamos hacer durante la vida. De buenas a primeras, el consejo parece razonable, aunque a estas alturas ya resulta un poquitín cursi. De tanto repetirse se ha convertido en un cliché que da pie a transformaciones como: «Plantar un libro, escribir un hijo, tener un árbol». O como escribió un tuitero milenial: «Cuidar un sobrino, leer un libro, regar una planta, yo ya bajé mis expectativas».
Parte de mi trabajo diario es atender autores independientes en la agencia de servicios editoriales que tengo junto con mi esposo. Durante los años que llevamos haciendo esta labor hemos atendido a decenas de personas que buscan publicar su libro, ese tercio del legado a la humanidad propuesto por Martí. Por lo general son personas mayores, aunque no exclusivamente. Hace poco, una chica de apenas dieciocho años contrató nuestros servicios. Comenzó a trabajar en su legado desde muy joven.
Aquellas ligas de barrio y tantas otras más que han existido conjuntan una voluntad muy primitiva: jugar. Mejor aún, jugar futbol sólo por jugar. Aunque, claro, también se disputa el orgullo personal y barrial y se vanagloria eso que llaman talento. En las ligas también se abrigan sueños: campeonatos de ligas, secciones y estatales. Además se sabía que a los partidos barriales solían ir cazatalentos y a veces invitaban a algunos afortunados a calarse a las fuerzas básicas de las Chivas. La oportunidad de oro: ser descubierto, hacerse profesional y, quién sabe, hasta famoso.
Es cierto que, como toda acción humana, tiene sus envidias, sus enojos, su sentido gregario, sus injusticias, sus clientelismos, sus peleas inútiles, sus bajezas y sus groserías. Hablo ya no del futbol llanero, sino del mundillo editorial. En el que, además, si se le abren las puertas a un autor, se espera, sí, que escriba, pero sobre todo que venda. Nadie niega que la profesionalización de escribir —o del futbol— sea un buen camino para alguien que busca hacer de esta actividad su oficio, pero sería por lo menos ingrato decir que lo único importante ocurre bajo esas condiciones.
Margarito Cárdenas es uno de nuestros clientes más preciados. Es un veterano de la lucha libre, tiene cerca de ochenta años y ha publicado tres libros, dos bajo nuestro cuidado editorial. La labor de Margarito no sólo es invaluable, sino que él es quizás el último testigo de su generación. Fue luchador profesional cuando la lucha libre forjó la gloria que tuvo en la última mitad del siglo pasado. Luchó en todas las arenas de los barrios de Guadalajara y de México, viajó a Japón y alguna vez compartió cartel con el mismísimo Santo. Se ha dedicado a recopilar información (fotografías, carteles, notas de periódicos), a escribir sobre luchadores que no aparecen en ningún libro de lucha libre —de esos que se venden en los aeropuertos— ni figuran en las investigaciones de esos tesistas que creen que descubren el mundo. Como Margarito no hay nadie que pueda contar y, mucho más importante, que esté contando esa historia.
En varias ocasiones le hemos aconsejado a Margarito presentar su proyecto para una coedición a fin de que pueda hacer un tiraje más grande, pero él se ha negado. Dice que no le gustaría que le dijeran qué incluir o no en sus textos; además, que quiere vender todos sus libros personalmente, y que las librerías le dan desconfianza. Lleva la razón: formalizar o academizar su labor sería tanto como transformarla, y entonces perder parte de su legado tal y como él lo pensó.
Algún verano de los tardíos noventa, mis tíos ganaron un campeonato. En la cuadra fueron recibidos como lo que eran: como héroes. Hubo festejo, comida, música, y ya muy noche hasta baile y más comida. Mis tíos y vecinos se tomaron la foto de campeones: uniformados, una fila atrás, de pie, y otra fila al frente, de cuclillas, uno apoyado en el balón. En medio, la brillante copa. Durante mucho tiempo, aquel trofeo estuvo en la sala de mis abuelos, tenía una placa de madera con los generales de la liga y varios pisos hechos con columnas dóricas y niveles que simulaban mármol, en donde figuraban jugadores en distintas posiciones de ataque; en la cima, una copa redonda y brillante, con un baloncito de futbol coronándola.
En el mundillo literario, la autopublicación tiene muy mala reputación. Los libros autopublicados y sus autores son considerados de mala estofa; sin embargo, en lo que no repara ese mundillo literario es en que ni los libros ni los autores autopublicados necesitan su aprobación. Como los incontables jugadores de las incontables ligas de futbol que existen y han existido, no necesitan profesionalizarse para disfrutar de lo que hacen. Lo hacen a su modo y bajo sus reglas, con resultados a veces extraordinarios y valiosos.
Nada es más emocionante en la agencia que trabajar con autores comprometidos con sus textos, con la edición; en todo caso, con el legado que quieren dejar. Algunos libros son tan sencillos y tan bellos que en el proceso de confección nos saltan las lágrimas. Como el libro de memorias que hizo una señora para sus bodas de rubí. En él cuenta sobre su infancia, sus padres, su casa familiar, su pueblo y cómo conoció a su marido. Incluyó fotos hermosas de ella, su familia, sus hijos de pequeños. En el último capítulo cuenta lo que significó para ella y su esposo irse a vivir a Estados Unidos, los retos que tuvieron que pasar. Como epílogo dejó cartas a cada uno de sus hijos. El tiraje fue de veinte ejemplares. A mí me gustaría que todo mundo lo leyera, pues la autora es una cronista extraordinaria y sus memorias están hechas con todo el corazón. Por ser un libro íntimo, es un libro universal sobre un estilo de vida que ha desaparecido, sobre la migración, sobre la crianza, sobre el amor y el matrimonio. En fin, un libro bellísimo y honesto. Esto es, de sobra, más de lo que encontraremos en muchos títulos cobijados por pomposos sellos editoriales.
Es verdad que no todos los manuscritos que trabajamos en la agencia tienen calidad, y a veces resulta abrumador trabajar con los autores. Las sugerencias las toman como ofensas, las correcciones como afrentas y los cambios como herejías. Otras veces pecan de ingenuos sobre los alcances de sus textos y nos tratan con desdén. Pero todo lo anterior no difiere en nada de las dinámicas de los autores publicados por sacrosantas editoriales.
Muchos autores que buscan nuestro servicios nos han contado que han mandado sus manuscritos a las editoriales, pero nunca les contestan —lo sé bien porque he sufrido esos desprecios silentes—; sin embargo, ellos saben que su libro debe hacerse. Así, en imperativo, porque en su obra han puesto su tiempo, su ilusión y su legado. Autofinancian su publicación y quedan satisfechos con la experiencia. A veces corren lágrimas en sus mejillas o se les corta la voz cuando por fin sostienen su libro en las manos y acarician su nombre impreso. Cómo no hacerlo: saben que se han inmortalizado.
Un día, mis tíos y sus amigos regresaron del futbol más bulliciosos que de costumbre. Hablaban entusiasmados, con la cara brillante de alegría, mientras hacían pases imaginarios que los demás seguían también con emoción. Le daban palmadas a Güicho y éste resplandecía. Lo habían descubierto, lo habían invitado a calarse en las fuerzas básicas, tenía apenas quince años. Durante mucho tiempo fue el héroe del barrio: lo veían pasar cada mañana para irse a entrenar; también lo echaron de menos cada fin de semana. Poco después se fue a vivir a otro estado, y cuando veían a su mamá, mis tíos le mandaban saludos. Había cumplido el sueño, ése de ser descubiertos una tarde soleada de domingo. El sueño que está en los corazones de todos los futbolistas y los escritores llaneros.
Es sorprendente la cantidad de servicios que se ofertan para escritores: cursos de redacción, libros para pulir novelas y personajes, tutorías para la reescritura. No cabe duda que el famoso tallereo es vital para el trabajo de los manuscritos, que aprender a reescribir es casi tan importante como escribir un borrador y que hay asesorías y talleres muy valiosos. Sin embargo, no hay fórmulas mágicas: de haberlas, estarían en el trabajo diario y rutinario de escribir que, vale decirlo, es menos glamuroso de lo que se cree. Dicha labor diaria está más cerca a la práctica de escalas que hacen los músicos o los tiros de penal que deben hacer los futbolistas: una y otra vez hasta que duelan los dedos o los pies.
Alguna vez asistí a la charla que prometía «develar los secretos para que tu manuscrito sea publicado», que dio la encargada de manuscritos no solicitados de una editorial transnacional. Al terminar la ponencia entendí las razones por las que nunca me ha contestado ni ésa ni ninguna editorial de ese tipo. Los requisitos que expuso la editora rayaban en la producción en serie, con exigencias tan definidas como que a la quinta cuartilla deben revelarse los motivos del personaje principal. Supongo que habrá escritores a quienes les sirvan estos consejos, supongo también que nadie va a descubrirme.
Luego están las que llaman editoriales independientes, esas que dicen escapar de las dinámicas de las editoriales gigantescas y transnacionales —algunas claramente lo hacen no sólo por su alcance, sino por convicción; otras sólo las cambian por prácticas más es-nobs—. Hay, por supuesto, editoriales independientes que tienen propuestas maravillosas y que se dan a la tarea de publicar precisamente a esos autores que no siguen las fórmulas vendibles. Sin embargo, los autores independientes no gozan del mismo estatus que las editoriales independientes, o, ya que estamos, las librerías independientes; pues mientras los primeros son considerados poco más que parias, las segundas son vistas como organizaciones contestatarias.
La historia del libro nos enseña que todos los libros antiguos fueron autopublicados. La figura de las editoriales y sus dinámicas vinieron mucho después, y no por ello desapareció la autopublicación, por el contrario, se convirtió en una alternativa para autores de toda clase. Incluso algunos autores reconocidos lo hicieron, desde Margaret Atwood hasta el mismísimo James Joyce. Pero más allá de esto, la autopublicación se ha hecho más accesible porque la tecnología para hacer los libros también se ha hecho relativamente más asequible.
De alguna forma, todos los libros parten de una decisión de autopublicación, es decir, de la voluntad de transmutar un manuscrito en ese objeto maravilloso llamado libro, de la fe en el trabajo que se ha hecho, de esa búsqueda de lectores que nace desde que se escribe la primera palabra. Porque quien escribe busca ser leído, no hay más. A veces toca ser un jugador profesional y otras veces prepararse cada domingo con el uniforme patrocinado por la tienda de la esquina. Pero no olvidemos que en ambas situaciones late la misma voluntad: jugar.