Hace casi diecisiete años, en mayo de 1991, regresé a San Salvador luego de haber vivido diez años de exilio en México. La guerra civil estaba en sus estertores; las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla, impulsadas por las Naciones Unidas, avanzaban; y si bien en las noches aún era despertado con frecuencia por bombazos, tableteo de fusiles y ruido de helicópteros, yo intuía que los días de la violencia política estaban llegando a su fin. En efecto, siete meses más tarde, en enero de 1992, el gobierno y la guerrilla suscribieron, en el Castillo de Chapultepec, los Acuerdos de Paz que terminaron con más de una década de guerra civil en El Salvador. Para ese entonces, un pequeño grupo de intelectuales comenzábamos a publicar una revista mensual, de información y pensamiento, con la que nos proponíamos colaborar en la transición a la democracia. La idea que guiaba nuestro pro- pósito editorial era abrir un espacio de debate que ayudara a despolarizar y desideologizar la vida política y cultural de una sociedad acostumbrada a vivir en la confrontación militar de los extremos. Dos años más tarde, a principios de 1994, guiado por ese mismo propósito, participé en la fundación y fui nombrado director del primer periódico de la postguerra, Primera Plana, una publicación semanal en la que se involucró con entusiasmo una nueva generación de periodistas y que buscaba ampliar los espacios para el disenso. Pronto nos ganamos la animadversión de las dos fuerzas políticas que habían contendido en la guerra civil y que ahora controlaban la vida pública institucional. Nuestra iniciativa periodística murió por asfixia financiera. La construcción de un sistema democrático consistía básicamente en la integración de una nueva clase política a partir de los liderazgos que dejaron las armas; ni en lo económico ni en lo social ni en lo cultural se presagiaban cambios de fondo. Ciertamente se puso fin a la práctica del crimen como método de resolución del enfrentamiento político, pero la cultura de la violencia encontró nuevos cauces.
Luego del fracaso de nuestros proyectos periodísticos, y de nuevo expatriado, comencé a escribir novelas cuyas tramas reflejaban la cotidianidad de la postguerra en Centroamérica. Algunos críticos y académicos interesados en mi obra y en la de mis contemporáneos comenzaron a referirse a una «literatura de la violencia» o una estética «del cinismo o del desencanto», quizá como una manera de diferenciar estas nuevas obras de aquellas que se habían producido a partir de la revolución cubana, en las que se denunciaba la violencia represiva de los estados y se justificaba la violencia de las fuerzas subversivas a partir de una supuesta ética revolucionaria. Ahora, en las obras del nuevo período, no había buenos ni malos, ni razón histórica de respaldo: la violencia campeaba desnuda de ideologías.
Yo publiqué una novela cuyo personaje central era un ex sargento de un batallón contrainsurgente que, después de ser desmovilizado por el fin de la guerra civil, se dedica a la delincuencia y sobrevive gracias a su fría y eficiente capacidad de matar. Era un personaje de ficción, construido a partir de la información y las vivencias que acumulé como periodista en la postguerra, un personaje a través del cual reflejaba uno de los problemas fundamentales de la transición democrática en El Salvador: el reciclamiento de la violencia. Se trata de la conversión de la violencia política en violencia criminal, y en términos humanos, de la imposibilidad que tienen los jóvenes educados como feroces máquinas de guerra para reincoporarse a la vida civil, no sólo por la falta de una política y de incentivos para su reinserción, sino por la profunda deformación psíquica y emocional a la que han sido sometidos; es un fenómeno común a otras sociedades que salieron de intensos conflictos armados, como Guatemala o Sudáfrica, y que en el caso salvadoreño adquiere tintes dramáticos, ya que la tasa diaria de asesinatos por la criminalidad ha llegado a alcanzar el mismo nivel que durante la guerra civil. Otro de los aspectos que mi novela dejaba al descubierto era la estrecha relación entre el crimen organizado y poderosos grupos políticos y empresariales, una relación que está en el centro de los procesos de corrupción que afectan a las instituciones del Estado en varios países de Latinoamérica. Y un tercer aspecto que para el lector resultaba evidente era que, en la postguerra, las filas del crimen organizado se llenaban con ex combatientes procedentes de los bandos que antes eran enemigos.
Yo no era, por supuesto, una golondrina haciendo verano. Mi libro formaba parte de una corriente literaria que en esa misma época florecía en Colombia, México y Brasil: la novela del sicario, del ex policía convertido en asesino a sueldo, del ex combatiente reciclado en mercenario, del pis- tolero narcotraficante. Algunas novelas de Fernando Vallejo y de Jorge Franco en Colombia, las ficciones de Élmer Mendoza en México y la obra de Rubem Fonseca en Brasil son excelentes muestras de esta expresión extrema de la cultura de la violencia en las ciudades latinoamericanas.
Lo que yo nunca imaginé cuando escribí mi libro es que el comportamiento violento de mi personaje, que algunos lectores consideraron exagerado, a los pocos años se quedaría chico ante los niveles grotescos de violencia que afectan a varios países latinoamericanos. Como muestra, un botón procedente de la misma Centroamérica: a principios de 2007, tres diputados salvadoreños del partido de gobierno fueron secuestrados en la ciudad de Guatemala por un comando de la policía guatemalteca, que los torturó hasta la muerte y luego quemó sus cadáveres; pronto el jefe policial y su grupo, culpables de la atrocidad, fueron apresados, pero unos días después de su captura otro comando entró a la cárcel de alta seguridad en que se encontraban recluidos y los degolló sin problema. Los crímenes se produjeron en medio de una pugna entre cárteles de narcotraficantes enquistados en la policía guatemalteca y en el partido de gobierno salvadoreño. La ferocidad represiva de los militares y policías guatemaltecos, que en la década de los ochenta perpetró el genocidio de decenas de miles de indígenas mayas, ahora está a la disposición del mejor postor. Comentando los hechos con el amigo escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, coincidimos en que nuestra capacidad de fabulación nunca tuvo los vuelos como para imaginar una trama de tal envergadura. La realidad rebasó una vez más nuestro potencial de ficción.
He aquí una situación insólita que enfrentamos algunos escritores latinoamericanos: la realidad de la violencia criminal que afecta a nuestras sociedades es de tal magnitud que nuestras obras de ficción resultan a veces conservadoras y palidecen ante los hechos cotidianos, de tal manera que un texto que en un país europeo se consideraría una novela negra y cruda, en México, Colombia o El Salvador parecerá light frente a la lectura de la página diaria de sucesos del periódico. Mencionaré otro ejemplo ilustrativo: la ola de decapitaciones en México. En tiempos recientes, la disputa entre los cárteles de la droga y las autoridades ha adquirido dimensiones de guerra irregular, con grupos de más de cincuenta hombres, pertrechados y con técnicas de comandos especializados, que entran en combate abierto con contingentes del ejército y de las policías. Como parte de esa guerra, los grupos delincuenciales decapitan a confidentes de las autoridades, tiran el cuerpo en un sitio y más tarde dejan la cabeza con un mensaje de amenaza frente a la entrada de los cuarteles. «El cadáver es el mensaje», decía en una entrevista reciente un experto en el tema, y me parece que descubrir la cabeza de un conocido dentro de una hielera quizá sea uno de los mensajes más escalofriantes que alguien pueda recibir. Yo no he leído todavía a un novelista mexicano que haya incorporado esos niveles delirantes de violencia en sus ficciones. Quizás esté desactualizado o sea muy pronto; los tiempos de la literatura son los del añejamiento. O quizá las rutas de la fabulación no tienen por qué calcar la realidad en toda su grosería, y ahora el escritor buscará el acercamiento lateral, ajeno a efectismos macabros. Yo mismo deseché alguna vez la tentación de incluir una escena semejante, situada en una cárcel al occidente de El Salvador, en la que los presos jugaban fútbol usando como pelota la cabeza del jefe de la banda enemiga asesinado al calor de un motín; eso cabía perfectamente en la página de sucesos del periódico, pero era un exceso para una novela.
Debo confesar que, desde un principio, el concepto «literatura de la violencia» me pareció una clasificación dudosa: la literatura occidental desde sus orígenes es una literatura de la violencia, como lo evidencian los poemas épicos de Homero o las tragedias de Sófocles, y también en sus momentos culminantes a lo largo de los siglos ha sido una literatura que refleja los estados más violentos del hombre (basta recordar a Shakespeare). La mejor novela latinoamericana no ha sido ajena a ello: desde La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, pasando por El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias y hasta La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, el crimen y la tortura impune se repiten como una constante del poder político despótico; se trata de una violencia predecible, explicable desde la impunidad de las dictaduras, del poder castrense. Lo nuevo, con la implantación generalizada de la democracia en la última década del siglo xx, quizá sea la «democratización» del crimen, el absurdo de la matanza, la pérdida de referentes.
El escenario de esta nueva violencia responde a una fórmula explosiva compuesta al menos por tres elementos principales: las políticas de reducción del Estado que han conducido a una privatización de la seguridad pública; una enorme concentración del ingreso con el correspondiente crecimiento de la pobreza, y el auge del narcotráfico con su inmenso poder corruptor de hombres e instituciones. La seguridad se ha convertido así en un privilegio y en el gran negocio; el Estado ha perdido el monopolio que en este terreno le compete; pequeños ejércitos privados bajo las órdenes de los barones de la droga, asociados con liderazgos políticos y empresariales, imponen su ley en Brasil, Colombia, Centroamérica y México. La descomposición del tejido social corre paralela al surgimiento de fenómenos inusitados, como la con- versión de organizaciones guerrilleras supuestamente de izquierda en cárteles del narcotráfico. Parece que en el nuevo siglo entramos en Tierra de nadie —como titulaba Juan Carlos Onetti su sugerente novela—, en sitios donde la vida nada vale y cualquiera puede deshacerse de su vecino por propia mano o pagando una módica suma, donde la legalidad es una broma y el Estado de derecho pura palabrería de los políticos.
Una novela del colombiano Evelio Rosero, titulada significativamente Los ejércitos, refleja con virtuosismo literario esta cotidianidad de violencia sin los viejos referentes de dictadura, revolución, orden o justicia. Un anciano profesor jubilado narra su vida en un pueblo asolado por las incursiones de tres ejércitos enemigos que combaten entre sí y que mantienen a la población bajo el terror, el secuestro y la matanza; puede tratarse de los ejércitos del gobierno, de la guerrilla y de los paramilitares, pero Rosero no se detiene en esos detalles, pues las siglas ahora nada importan, porque tampoco nada importan las diferencias entre los tres ejércitos para el anciano narrador y los habitantes de ese poblado, civiles víctimas de la impunidad, hundidos en el mayor de los desamparos. Una obra conmovedora gracias al tono íntimo, casi mesurado, de un hombre que ha perdido toda esperanza.
Igualmente impresionante es la forma como el escritor chileno Roberto Bolaño pudo incorporar a su monumental novela 2666 uno de los fenómenos más espeluznantes de los últimos tiempos: la sistemática violación, tortura y asesinato de jóvenes mujeres en Ciudad Juárez, al norte de México; un feminicidio que revela la desastrosa situación en que se encuentran los aparatos de justicia en algunos países de Latinoamérica, la complicidad siniestra entre los cuerpos de policía y los poderes ocultos del gran capital y los políticos, el absurdo que rige la matanza de indefensos sectores de población ajenos a un conflicto social o político. Bolaño demostró, con su genialidad como narrador, que sí es posible tratar con eficiencia dentro de la ficción un caso de violencia generalizada de actualidad; que un fenómeno real que parece más propio de ser abordado a través del testimonio y la investigación periodística (como en efecto también ha sucedido) puede ser incorporado en la fabulación. La capacidad lúdica de Bolaño es tal que en la novela aparece como personaje un periodista real, Sergio González Rodríguez, quien fue agredido en dos ocasiones por su investigación sobre el feminicidio —que luego publicó en el excelente libro Huesos en el desierto. Comencé este texto con el recuerdo de cuando regresé a El Salvador, en los estertores de la guerra civil, con la ilusión de que como periodista podía contribuir a la construcción de una cultura de paz; que como un profesional que investiga y expone ante el público las relaciones de poder podía ayudar a la transformación de la sociedad. Dije también que entonces yo tiré la toalla, me declaré vencido en mi esfuerzo de aportar al cambio de la realidad de mi país y me dediqué a la ficción. Ahora, dieciséis años después, compruebo perplejo que la violencia no sólo se recicló en El Salvador, sino que es el nuevo gran problema de otras naciones, y que se ha convertido en la peste que, junto con la pobreza, mantiene en la postración a buena parte de Latinoamérica. La realidad se volvió más grosera, sanguinaria; mi trabajo, como el de otros cole- gas escritores de ficción, consiste en tragarla, digerirla, para luego reinventarla de acuerdo con las leyes propias de la fabulación literaria.