Porque la muerte lleva en la primera letra
su última voluntad
hace falta nombrarnos
aunque tarde…
La dispersión ocurre: un soplo del pasado en el cual sea posible coincidir con un joven con canasta de frutas y advertirle que está en grave peligro. Las antorchas descubren el claroscuro que existe en la violencia. A pesar de la peste, el reino de lo feo no habrá empezado aún, pero ya es aguardado en Tor di Nona, por matar a un sbirri, por putridum et faetidum. En Lepanto ganaron los católicos y cerca de Milán ese otoño nació el hijo de Fermo Merisi y Lucia Aratori. Si después de la peste no hay abuelo, ni padre, ni el hermano del padre, al menos se establece el Santo Oficio.
Mientras tanto
—espacio y objetivo de la historia—
todo es suposición.
Quiénes somos ahora (Eduardo, João Francisco, Michelangelo), atados a una cuerda de presos que no avanza. En qué noria giramos con tantas manecillas que señalan la culpa que no hemos conocido y no hace sombra alguna en nuestros pasos. Aquí nos faltaría el sfumato estudiado con da Vinci o la eventual inmediación en Venecia con las obras de Tiziano y Mantegna. Sabemos que los bravi, los matones y aquellos vagabundos de charlas deshonestas son el color más real de una taberna, un prostíbulo, una sesión de juego. Aprender a pintar y matar a un compañero propician una huida. ¿De qué, si no hay algo más sensual que una naturaleza muerta? ¿De quién, si un concierto para jóvenes (1595-1596) es un autorretrato? ¿Por negarse a delatar un crimen y purgarlo en nombre de otro, cuando el nombre no importa y somos ese nudo que hacen los hombres juntos al amarse?
Si prefiere llamarle de otro modo
haga que empiece con la letra de madre
la mentira o cualquiera otra metáfora
con la que usted avive sus vicios cotidianos.
La marginalidad puede ser un muchacho pelando una manzana (1593) en Roma, como hacer o decir el amor por el reverso. El margen necesario para entender las letras o iniciar algún cuadro. El pincel, el cuchillo. Tras las sombras descubrir esa luz que en la verdad existe, no la preciosidad. Y que la historia sepa que hay dolor si un muchacho es mordido por un lagarto (1595), aunque tenga cobijo y cubierto en un alcázar. Y el óleo debería dar un grito. Los óleos no debieran ser santos.
(Inserte aquí una orquídea)
Pasión bajo el velamen, entre lugares
húmedos
sin raíz aparente
será el mejor pretexto: la tristeza
que nunca se comparte
hace sombra a la andanza.
Sin embargo no es detrás de los ojos o en el dolor del cuerpo donde se lleva a cabo la pintura. Se desanda la historia en dos palabras: la orquídea es una flor anónima que se oculta a los ojos de los espectadores. Los santos son los seres de la calle. La luz no les da gracia: es dura y enceguece el contraste con las sombras profundas. Cristales que se inhalan como el sudor humano. Así, la honestidad (inquebrantable).
Ah, qué mundo, nos diría Rufus Wainwright
a ritmo del «Bolero» y metanfetaminas.
En Tor di Nona los barrotes son reales como el óxido. La locura es la pátina de estas cuatro paredes. El betún que se trae en los zapatos si la droga es el cuerpo, si el corazón el pago, si sólo es distracción. Y por cada pared hay un muchacho: un higo, una manzana y un melocotón, dos orquídeas y todos los rasguños de la tiza como señal del tiempo. Pabellón para el cuerpo desnudo que se entrega a la vid de los silencios, al esperanto látigo, a las piadosas aguas de los labios ungidos de un secreto. Distorsión.
Mientras
tanto lo que se dijo como lo silencioso
confundieron los límites del agua.
La sensación anfibia de estar vivo:
el picahielo
el vaho.
Blindados con el óleo de las frutas, los muchachos intercambian sus nombres a golpe de cuchillo. Son la apuesta de un mundo encerrado en paredes. Así desaparecen Murillo, Madama Satã, Merisi. Dónde está Caravaggio, el cuerdo en Tor di Nona. En quién unge sus manos tan disueltas de opio sentimental y cardamomo. Cuántas pisadas tiene la soledad, si no le alcanzan para una sola huella. Ninguna letra queda sobre el piso: tal vez su nombre escurre del olor a manzana, a cáscara marchita, de alguna orquídea enferma.
Cuando ya no se puede traer más frío
de la osamenta
el propio
sol
es eje
por el que no giramos
: cenit
del abandono.
La cicatriz del rostro es la firma del arte. Aunque esta cicatriz desmienta a Caravaggio: su cuerpo es un escudo de madera en donde fue pintada la cabeza de Medusa (1598). Piedra de toque, descanso en el camino,no llegará el indulto que lo sane. En cambio, sí, los pelos del pincel sobre los hombros. Las serpientes de sangre en las muñecas. Una degollación (1608) que lo bautiza por primera y única vez en la hermandad de La Valletta, en Malta.
Este día se agolpa en un cuchillo
en cuya hoja relumbran los cuerpos de dos hombres.
Si prefiere llamarlo impunidad
no levante la cara.
Infectado en la piel de los muchachos, enfebrecido por frutas y secretos, la noria puede ser alguna tarde en la prisión de Malta. Otro giro en la historia. Enroscar de serpientes que culmina con un par de cuchillos lanzando su veneno hacia el cuerpo contrario. Dos pinceles que colman de café la leche recibida un poco antes. La cebada del pobre, alimento de la filosofía y sustancia del pan multiplicado. Dos pedazos de un ázimo callar sobre la mesa. Migajas de varonil blancura para la última cena. Una mesa sin cáscaras. Dos gotas del aceite (brillantes, casi verdes) en la cara. Varias gotas (rubíes) en el piso, porque el amor a veces pierde la cabeza.
Solo uno de ellos pinta.
La aspirina que nutre a las orquídeas
adelgaza la sangre.
Cuatro siglos después, Caravaggio despierta a las 11:11. Toma un vaso con agua y se siente más vivo. Estará vivo hasta el final del mundo.
La orquídea muere sola.