Taller Luvinaria-CUCEA
Libro viejo, te me escurres y me dictas como a un libro viejo, acabado entre sus ocres hojas y ese aroma a muerto. Atorado, confinado siempre a un librero, sin ojos miopes que lo lean, envenenándose del tiempo y de su inculto destino, predestinado siempre en otro libro viejo.
No sabes lo que dictas y me tratas como a un libro viejo, que te miente hoja tras hojas y siempre deja cabos sueltos, entre sus párrafos y sus puntos, entre las polillas venidas de tus dedos. Recorres con tristeza y con melancolía cada parte de esta sucia e inútil portada vieja, que te trae a la mente las historias y frases repetidas del mejor amante, amante que te dictó los mejores versos de este libro viejo y que, ahora, como castigo suyo, reprimes en este libro tieso.
Son sabores a melancolía muerta, olores baratos de perfumería y una rosa en la ventana de tu habitación, lustrando ciegas suertes en las noches con luz de faro y una presencia a luna, que son testigo incómodo del maltrato revolcado en una falda y esos labios. Labios sedientos de esperanza y de cariño, mal encaminados al coraje y al despecho. Siempre basados en esas historias de los libros viejos. Era en una noche de cantina y esos boleros, mismos que le sirvieron de inspiración al mero Jiménez, que entre tequila y ese agrio sabor a limón un intento de don Juan se apareció. Tras la mala fortuna de su María, vuelta una Adelita de emergencia, sin el amor sincero de su amante, que tras las filas de un limpio gobierno le dio por seguir. Aprovechando esa calidez humana en su piel terrosa, fiel seguidora de los milagros y de las iglesias los domingos por la mañana, que entre engaño y beso se dejó llevar, malgastando esos libros viejos que decían: “No confíes en nadie…”.
Y en esa ciudad de Patria, de Justicia y muy de Juárez, tras un viejo almacén lleno de libros, el chantaje se hizo presente y dejó abajo los códigos morales. Una mano dura penetró en sus vestidos y esta Adelita lloraba de cariño, extrañaba con coraje a su marido y entre gritos el don Juan se convirtió en su martirio, que huyó después de sentirse hombre a escondidas de la luna.
Los perros aullaban y Pedro Páramo no se paró jamás, a pesar de la distancia el suelo no quedó en paz, hasta la luna se dolía, y el suelo infértil fértil se volvió. La aridez no es clima para las Adelitas, son su destierro y su desgarro, son su tumba y su presagio, llorando por ignorar las letras de este libro viejo.
Descalza y angustiada, sucia, caminaba a su casilla de láminas plegadas, no podía explicarse cómo es que el alma no protege a los inocentes, cómo es que Dios se olvida de los rezos y cómo es que el miedo puede ser así. Irracional y sin castigo, con dos manos en su cuello, cortándole la bienvenida, que gustosa le hubiera dado a su marido si hubiese vivido tan solo unos días más.
Y la tierra sucumbe ante la violencia y la traición de las mentes inocentes y las mujeres, que por falta de sus libros viejos acaban bajo las cruces blancas que decoran los áridos caminos de la ciudad de Patria, de la ciudad de Justicia, de la ciudad del miedo, de la Ciudad de Juárez.