Cuando el doctor Newman llegó a Pekín en tren no llevaba su maletín para el instrumental médico. Había estudiado genética en Salt Lake City, Leipzig y São Paulo. Se decía que había colaborado con el profesor Kristalo, en su clínica de Gstaadt, con la construcción de un quirófano matemático, y se lo consideraba sospechoso de inyectarle sustancias prohibidas, y aun su propia sangre, a los ciclistas experimentales para mejorar su rendimiento deportivo. En Pekín se alojó en una pensión del barrio ruso, de la cual salía en la oscuridad de la madrugada para regresar cuando ya era de noche. En uno de los bolsillos de su saco siempre llevaba un cronómetro, y en el otro una pequeña libreta en la que anotaba a lápiz sus observaciones aritméticas.
Solía rondar con disimulo la Villa Olímpica para estudiar su arquitectura y adivinar las costumbres de sus habitantes. Sobrellevaba los días en las tribunas vacías del estadio de prácticas, donde vigilaba rutinariamente el entrenamiento de los atletas, que sólo corroboraba sus suposiciones. A veces se permitía alguna condescendencia cuando, por ejemplo, un saltador de garrocha intentaba un estilo insólito a manera de broma, pero se resignaba al hastío sutil producido por el hecho de haberlo visto todo y de poder deducir todo aquello que podía suceder. Experimentaba, sin embargo, algo parecido a la satisfacción y la soberbia cuando medía con precisión las carreras de Joshua Morgan en su cronómetro soviético y anotaba sus mediciones en su libretita con un lápiz gastado.
Morgan era un corredor de Tanzania que se había mantenido en el anonimato y que comenzó a despertar admiraciones y recelos entre la prensa y sus competidores posibles por sus resultados naturales. El doctor Newman no necesitaba examinar su huella para saber que, desde su nacimiento, le faltaba el dedo meñique del pie izquierdo. Sin embargo, creía que, paradójicamente, en ese supuesto defecto se hallaba el secreto de su velocidad.
No sin temor, el doctor Newman descubrió que también la policía china frecuentaba los entrenamientos de los atletas. Se trataba de dos agentes secretos que, como él, se sentaban en las tribunas vacías del estadio de prácticas para observar a los corredores, a los entrenadores, a los reporteros y a los desconocidos como el doctor Newman, que pretendían entretenerse viendo ejercicios y carreras rutinarias.
Apenas se empezaba a rumorar que, en un entrenamiento, Joshua
Morgan había corrido los cien metros planos en menos de nueve segundos, cuando los agentes de la policía china irrumpieron sigilosamente en la noche de la Villa Olímpica para arrestar al velocista de Tanzania.
Aunque no creía en el periódico, el doctor Newman no pudo evitar leer cada mañana el North China Daily News en busca de la noticia deseada. Leyó con atención y paciencia la profusión de informes acerca
de los Juegos Olímpicos para enterarse de la existencia de nadadoras de
Costa Rica, de beisbolistas holandeses, de esgrimistas albaneses, de decatlonistas australianos, de taekwandoínes mexicanos, pero no pudo saber del caso del corredor de Tanzania Joshua Morgan. Tampoco en los entrenamientos se hablaba de él y en la Villa Olímpica no estaba registrado.
Cuando los agentes de la policía secreta de Pekín llegaron a la pensión del barrio ruso en la que se alojaba, el doctor Newman ya no estaba ahí. Su habitación se evidenciaba vacía, sin ropa en el armario ni algún papel olvidado en un cajón que pudiera servir de indicio. En el baño sólo se encontró un jabón Rosa Venus usado. Según Madame Zassoulicht, que regenteaba la pensión, el doctor había pagado por adelantado, pero hacía tres noches que no había ido a dormir.
Una tarde, el doctor Newman apareció en el calor de Mexicali recorriendo restaurantes orientales y deambulando por la ciudad subterránea de los chinos, donde creía que conocían todo lo que ocurría en Pekín. Sospechaba asimismo que, a diferencia de Pekín, ahí era posible hallar a algún perverso dispuesto a traicionar el secreto.
Zhao Lee lo aguardaba en la trastienda de una fonda prostibularia. Sabía que Newman había estado en Taiwán, donde indagó que Joshua Morgan había sido detenido por cuestiones migratorias, pues carecía de acta de nacimiento y su pasaporte, expedido por el gobierno de Tanzania, abundaba en falsedades.
El doctor Newman alegaba que esos casos resultaban comunes en África, donde no se acostumbran los documentos. «Como aquí en México», concluía, «aquí mucha gente vive sin acta de nacimiento».
—Pero tenemos huellas digitales— repuso con parquedad Zhao Lee mientras servía el té. —La dactilografía no engaña, y el hombre que usted busca no deja huella.
Aunque los Juegos Olímpicos que se disputaban en Pekín se propagaban como un rumor ineludible que dominaba las conversaciones de Mexicali, las transmisiones radiofónicas de Tijuana, los programas de televisión de Arizona —que se parecían a los de la Toscana, Estambul y el Languedoc—, los periódicos de Londres, Pretoria y Buenos Aires, las apuestas de Bremen, Dublín, Macao, Las Vegas y Ciudad Juárez, el doctor Newman no pudo hallar noticias del corredor de Tanzania Joshua Morgan, que en un entrenamiento había demostrado ser el más veloz de la historia del atletismo.
Cuando agotó las actas de la competencia, los archivos del Comité Olímpico Internacional, los sumarios gubernamentales y deportivos de Tanzania, los expedientes migratorios de China, en un hotel de la frontera el doctor Newman experimentó la paradójica satisfacción de reconocer que había cometido un error fatal.
Entonces comprendió que los chinos lo sabían todo y que no necesitaba confesar que había creado un hombre perfecto: Joshua Morgan. No había practicado con cadáveres ni trató de revivir muertos. No había ensayado con ritos teológicos ni intentó conjeturas acerca de almas mecánicas; sólo había ejecutado el principio de la célula.
Para demostrar subrepticiamente la maestría de su obra, la convirtió en un corredor admirable por su velocidad. Podría haberlo hecho todavía más veloz, pero ello hubiera podido delatarlo. Sin embargo, la policía china descubrió que sus huellas digitales le pertenecían a otro porque eran las del doctor Anthony Newman.
Esa noche, en Pekín, se celebró la carrera final de los cien metros planos, y el doctor Newman ignoró el resultado.