(Guadalajara, 1966). En 2005 publicó la monografía Fernando González Gortázar en la colección Monografías de Arquitectos del Siglo xx de la Secretaría de Cultura de Jalisco. Es miembro de la Academia Nacional de Arquitectura desde 2007.
I
Escribir acerca de Fernando González Gortázar: es como quien trata de dar sentido a esa escritura cifrada que recorre la obra de cualquier persona; como quien palpa el interior de una bolsa para descubrir lo que hay dentro. La dificultad de hacerlo no sólo está en atreverse a adivinar una obra por medio de una interpretación, en atreverse a perseguir con palabras una práctica. A eso hay que añadir lo siguiente: las palabras que somos capaces de utilizar quienes hemos nacido de esta ciudad y cruzamos los contextos de su arquitectura durante las últimas cinco décadas proceden, en alguna medida, de Fernando. Él las ha fabricado, a él se debe parte de nuestra capacidad de hablar, de mirar e imaginar. Quizás estemos preparados para indagar en cualquier obra excepto aquella en cuyo mismo interior hemos quedado y que nos contiene.
II
La obra de Fernando se refiere a dos ideas: el espectador y el tiempo. Creo que llegar a comprender la forma del tiempo y la condición del espectador es una herramienta para acceder a su clave, porque creo que su arquitectura y su escultura proponen una lectura de la realidad y una temporalidad distintas, y ése es su carácter específico.
Su producción artística bien pudiera ser una historia de la sensibilidad reciente; una historia que puede centrarse principalmente en este paseo del sujeto al objeto. Fernando da entrada a un nuevo tipo de protagonista, el espectador, quien deberá dar razón de lo que ocurre en cuanto que se asume y comporta como intérprete. Llama al espectador a formar parte de la trama de la obra y deja en sus manos el resultado final de la misma. El paseante completa el ciclo forzado a una interpretación activa de la obra que lo acaba colocando en una posición no muy ajena de quien nos la ofrece. Espectador, sí, pero en movimiento como fuente para acercarse a la experiencia directa del espacio con su luz, su temperatura, su humedad, su olor y sus sonidos; en corto, con el mundo que envuelve al espacio animado por una infinita sucesión de sensaciones. Y su condición de contemporaneidad está marcada por la velocidad en la que ha de resolver el cúmulo de sensaciones dado el tiempo del que dispone. Las capacidades de aprehensión que están relacionadas con el tiempo y que repercuten en el planteamiento y la postura esencial: «simplificar, desnudar las formas a fin de que, a pesar de la brevedad del tiempo en que el espectador permanece en contacto visual con ellas, puedan éstas ser captadas íntegramente». Fernando conduce sus preocupaciones respecto a su idea de espectador hacia terrenos de ética: «Entre las percepciones extrasensoriales de la ciudad, la más clara de todas es la que nos da nuestra sensibilidad moral, la manera como la ciudad lastima o halaga nuestro sentido de la justicia».
Su obra requiere siempre de un observador para poder ser puesta en marcha, para poderse encender —descomponiéndola, reconociendo sus partes, abriéndola a secciones de sentido—, y para que el espectador se ponga a sí mismo en marcha, se fusione en la experiencia amorosa. Su arquitectura la hace el hombre en movimiento, el que la habita y transita en ella; es tan sólo en ese momento en que su obra es todo lo que puede llegar a ser.
«El tiempo de la cultura, y por tanto de la arquitectura, es como una hélice en el espacio, que vista desde cierto ángulo parece que regresa al mismo sitio, pero desde otro se ve que siempre se está moviendo. Quizá sea la imagen que más se me acerca a la idea imposible de eternidad, un desarrollo en el que lo mismo es siempre nuevo y lo nuevo es siempre lo mismo». La frase conduce nuestra memoria a otra de las ideas desarrolladas ampliamente por Fernando: el concepto —como postura ética y moral— de cara a la creación. Concepto es «una idea sin forma pero que, no obstante, ya contiene la forma, la función, la estructura, el espacio […]: lo contiene todo. Es esta semilla en la que está todo, desde la raíz hasta la flor y el fruto, e incluso la propia muerte». La semilla que nos propone contiene todo el desarrollo paulatino del ser o de la obra en el tiempo, en el acorde espacio-tiempo. La creación es posible —se desarrolla— a partir de una concepción seminal. De un embrión que contiene el todo y va transformándose en el tiempo. En el caso de Fernando ese viaje no se detiene en el instante seminal, cuando todo se ha reintegrado ya en la semilla, sino que ahí, invertida la concentración en dispersión, después-antes de llegar a la semilla, el viaje sigue más allá, ahora en una divergencia absoluta desde lo sin forma —lo sin límite—, que tiende a la forma, en un trayecto que ya no es lineal sino gaseoso. Y aquí podemos reencontrar una de las claves de su habitante —su espectador en movimiento— en relación a la condición necesaria del espacio.
Su arquitectura no ocurre en el tiempo. El tiempo ocurre en su arquitectura.
III
En nuestros tiempos borrosos, cuando nos separa del cielo una neblina espesa, cuando los astros, pintados, mienten, no podemos guiarnos por ningún fulgor de estrella. A nuestro alrededor no hay, a pesar de todo, una completa oscuridad: hay también luces, que proceden de algunos que arden. No queman como antorchas para hacerse ver, ni para orientarnos hacia ellos, ni para indicarnos caminos únicos. Pero gracias a esa luz los demás podemos localizar nuestra propia posición, averiguar nuestro aspecto, medir las huellas que, a tientas, vamos dejando. Es por esos pocos como Fernando, que ahora arden, que las generaciones sabrán cómo fuimos todos nosotros.
En Guadalajara, en el punto final del camellón de la avenida de Las Rosas en su cruce con la avenida López Mateos, o en el nodo que resuelve —como puede— el tránsito entre las avenidas Vallarta, México, Lázaro Cárdenas y Clouthier, pueden verse, todavía hoy, dos de las esculturas urbanas más conocidas y frecuentadas de Fernando González Gortázar. De pie y en diferentes alfombras, respectivamente en la fuente de La Hermana Agua y la torre de Los Cubos, fluye aún el agua e irrumpe con fuerza el viento. Sus rostros, por fortuna, muestran con garbo y dignidad su tiempo: diría que cada piel ha sabido absorber todas y cada una de las realidades de sus propios contextos y, por igual, querido reflejar la maduración constante que implica la poderosa interioridad de cada obra. Se resisten, levantan los brazos y apartan la cara, como deseando protegerse de algo invisible que las ataca; pero también, en gestos instintivos, reciben amorosamente cada día tanto al primer sol de la mañana como a los incansables e incombustibles paseantes. Vayan a verlas, tómense un respiro y siéntense a sus lados, acompáñenlas por un rato. Ellas son, en justa medida, cuanto hay de su autor y de todos nosotros, sus espectadores.