(Oaxaca, 1980). Uno de sus libros más recientes es Memorias tullidas del paraíso (Dharma Books, 2021).
No hay un instante que no pueda
ser el agua del Paraíso.
Jorge Luis Borges, «Doomsday»
La luna, la noche, Sharjah, el viento ululando entre las ramas de los árboles, la respiración acompasada, el tiempo de la vida, del sueño, una tierra distinta, lo lejano…, así dormía percibiendo el vaivén de los sueños casi al alba, un estado de duermevela, apenas si despierta, apenas si las sombras alcanzaban la habitación del hotel: piso veintiuno. El tiempo arriba es de otro orden, o circular o eterno o tiempo ajeno, otro tiempo, estaba sola, apaciguada por los arribos, por las llegadas, por el cambio. Así nos transformamos cuando anclamos en un sitio distinto, al otro lado del mundo, lejos de lo que solemos ser. Entonces germina sobre nosotras la calma, el renacer lentamente, despojándonos de nombre e identidad. Renacía así, en el sueño denso de los recién llegados; esa primera noche en un nuevo lugar que atardeció delante de sus ojos, con esos olores a sal: la sal de la tierra. Sharjah le daba una nueva oportunidad; un camino abierto a lo distinto, deseaba desaparecer a la Matilde anterior, la ofuscada del espejo, habitar un cuerpo nuevo y renacer sin historia.
Somos el tiempo. Somos la famosa parábola de Heráclito el oscuro. Somos el agua, no el diamante duro, la que se pierde, no la que reposa. Somos el río y somos aquel griego que se mira en el río...
Los versos de Borges aparecían en su ensoñación escritos con la tiza fantasmal del tiempo disperso. Había visto caer la noche: un azul tras otro, el rosado desértico de un ocaso parabólico: el habla infinita; la luz había incendiado la sombra, la paciencia había hurgado la cordura; había agua, agua por doquier, porque en agua se convierten los sueños. Sharjah era la ciudad de la felicidad, sí, la felicidad bienvenida; ella la esperaba desde hacía mucho tiempo, apaciguando la ansiedad interior de los seres exhaustos que, después de un largo periodo de actividad febril, ya no pueden dormir pese al gran cansancio que los embarga. En casa dormía ligeramente, casi asustada, a punto del abrupto despertar y con pensamientos de previsión e innumerables listas de actividades pendientes: en Ciudad de México el tiempo se iba como agua, como el agua sorda de una cascada casi autoritaria pues nunca cesa, rotunda y hermosa a la vez: el tiempo se lanza al vacío. En Sharjah no, en Sharjah descansaría, se convertiría en una mujer soltera, no tendría un hijo adolescente, dormiría a fondo, hasta el fin de la noche, en su poesía alada. Tras el sueño de los justos se renovaría como si todo lo hubiera realizado bien y sin fallos: Las madres perfectas no existen, le había dicho aquella amiga; era una persona dulce, tan dulce que confiaba en ella y en su labor de madre, ¿y ella, confiaba en sí misma? En Sharjah no tendría esas preguntas, sería la simpleza, la jocosidad, el asombro y el temple ligero. Tendría alas, alas en los ojos y en el espíritu, porque de viaje no tememos morir.
Asistiría a la feria del libro, pasearía por los museos, se desprendería de su yo anterior. Renacería como quien se despoja de su pasado para habitar otra historia y extasiarse en lo posible. ¿Por qué somos incapaces de hacerlo en la rutina? Ariel paseaba en su cabeza. Caminaba lenta y parsimoniosamente de un lado a otro en su recuerdo; lo contemplaba desgarbado, con la mirada perdida; el pelo largo se balanceaba de un lado a otro en su constante vaivén de paradojas. Aquella sonrisa casi idiota que le dirigía cuando ella lo increpaba incrustaba en su pecho la desazón desde el primer día en que él la había mirado así, indiferente, cerrado, habitando su mundo propio. Después de todo, ella sabía que los hijos vienen a la vida para habitar su propio tiempo, pero ¿por qué no lo sentía así? ¿Por qué cuando él la miraba de aquella forma ensimismada, haciéndole aprehensible su indiferencia ante sus preocupaciones maternas, cuando ella presentía su potencial perdición, el peligro al que se exponía siendo un joven en Ciudad de México, ese laberinto adolescente al cual irremediablemente ingresaba, no podía detener su desasosiego? Como un Ícaro osado, su hijo estaba al borde del incendio.
A menudo soñaba con él de esa forma, desplegando sus alas e incendiándose cerca del Sol. Entonces cerraba los ojos, adolorida por el resplandor de la verdad, que es una comprensión difusa de lo que sucede a los seres que amamos cuando sufren y a esa impotencia ante el lenguaje frío y áspero que no puede traducir esos dolores en palabras que exorcicen los males atroces e injustos. Ariel sufriría y ella no soportaba pensar en el acontecer del dolor en la carne de su carne.
Un estremecimiento la embargó tendida en la cama blanca, el aire se dulcificó con el aroma inconfundible de las sábanas limpias del hotel. Ya no deseaba permanecer acostada, se levantó, fue al baño, se miró en el espejo, se sentó al borde de la cama a contemplar la dicha de la ciudad. Las luces expandían la serenidad artificial de los otros mundos. Recordó el ambiente avinagrado de su cubículo en la universidad en los días pasados: entre las paredes laboriosas de aquel diminuto espacio rutinario se sumergía en sus asuntos que, vistos a la distancia, desde aquella ciudad desarrollada, alta y acuática, le parecían sutilezas del pensar, ¿futilidades? Sus indagaciones sobre Alfonso el Sabio la extenuaban, pero al mismo tiempo eran lo que le permitía viajar. Sonrió por estar lejos. Alfonso el Sabio, el rey integrador de las culturas —cristiana, musulmana y judía—, apareció representado en grabados que habían realizado artistas toledanos en pleno siglo xxi; los miró a distancia como se mira el espejo que refleja una realidad distinta pero próxima; también se observó a sí misma como nos miramos en los recuerdos: desdobladas, siendo otras, como si fuéramos la otra.
Ella, Matilde, la filóloga comprometida con la apertura académica, la inclusión, la democracia, se concebía a sí misma como una impostora. Se dio risa. Allí estaba la otra, la Matilde hipócrita, una mujer aparentemente abierta que no podía dejar que su propio hijo fuera libre y autónomo. Lo amaba tanto que la sola sensación de un peligro imaginario la atosigaba hasta la asfixia. ¿Y si se lo llevaba a una ciudad como Sharjah? ¿Y si lo alejaba de los peligros, de la dureza, de la violencia, de todo aquello que le impedía respirar y sentirse libre? ¿Cómo hacerlo? ¿Abandonaría su trabajo, su investigación, esa Edad Media que le daba una vida especial, apartada de su contemporaneidad, un respiradero del mundo presente?
Fustigada por las preguntas, se abandonó al instante de una noche sin fin. Al día siguiente la esperaba la dulzura del paseo, el reconocimiento de un lugar casi absurdo frente a sus problemas nimios, la soledad de la viajera, que es la forma de habitarnos desde otro lugar. Iría al Museo de la Caligrafía, caminaría bajo el sol, asistiría a numerosas lecturas y conferencias en aquel centro de conocimiento; una ciudad recatada y feliz; renacería; sería Ícaro pero mujer, quemaría sus alas como una diosa que entrega una ofrenda invisible. Ariel cerrará los ojos, me recordará. Y Ariel se acurrucaba en su pecho siendo un bebé de pecho todavía, ¿cómo puede crecer tan rápido? Ariel sonreía en el jardín años después, jugando con Tuca, aquel perro labrador negro que su hijo había adorado; era tan feliz cuando tenía nueve años y reía tanto…, porque Ariel siempre reía, ¿cuándo y por qué dejó de reír?, su pelo resplandecía en la bonanza del otoño, qué hermoso era su hijo, qué hermoso aquel tiempo de cuidados y mimos. Mientras Ariel jugaba en el patio, ella leía los libros de ajedrez de Alfonso el Sabio y escuchaba los gritos de la felicidad, los ladridos de Tuca, su inocente y libre energía perruna. Y después aparecía aquel cumpleaños; Ariel tenía trece años; era un muchacho ciertamente taciturno, intranquilo y singular que se apartaba de los otros como se apartan las noches violentas de los amos del mundo, aquellos ilusos que creen tener las respuestas de la vida.
Matilde no tenía respuestas pero fingía tenerlas: tenía las claves de por qué Alfonso el Sabio fue un pensador que promovió la integración de las culturas; también podía afirmar cómo se había convertido en el antecedente de la teoría heliocéntrica de Copérnico; asimismo, podía esbozar las imbricaciones entre la astrología y la alquimia y podía reconocer la labor de traducción como un puente entre mundos y épocas, porque traducir es traslapar el tiempo, hacer una suerte de esfera entre las lenguas, trenzando sus uniones y desavenencias: enhebrar un mundo nuevo, en suma, abierto, ancho, presuroso; un río y una esfera cósmica dentro de ese río que engloba el transcurrir y la detención del tiempo y, a la vez, es un pasar de las mismas aguas pero transformadas, tal y como sucede en la vida humana que parece repetirse y doblegarse ante su hastío, pero que se renueva constantemente en la fuente de la eterna juventud; sonrisa de aceptación ante los cambios.
Matilde contempló su reflejo amarillento y fatigado en la prístina ventana del piso veintiuno. Aquella ciudad le prometía algo. No sabía leerlo ni traducirlo pero intuía su mensaje cifrado: la noche de los tiempos es la incomprensión. A Ariel le vendría bien la distancia; permanecería con los abuelos y con su padre —a quien parecía apreciar más en esta época de su vida—, y quizá reiría con ellos y a ella la olvidaría paulatinamente como hacen los chicos de su edad con sus respectivas madres. Una lágrima asomó en el endurecido rostro de la filóloga: no, no contaba con todas las respuestas. Este mundo necesita de la coexistencia, se dijo a sí misma sin saber, bien a bien, lo que quería decirse, o quizá sabiéndolo bien.
¿Cómo hacer para coexistir? Por un momento aquella escena dolorosa, lejana ya, apareció ante sí de forma nítida: Ariel alejándose de ella pese a sus gritos desesperados por retenerlo, fingiendo que ella no existía y no era importante, le había infligido una traición inaudita. Coexistir querría decir que aprendemos a existir junto a lo diferente en una relación no carente de posición política o ética pero sí con la neutralidad sagaz de quien atisba la otra orilla con cautela. Coexistir es empezar en el círculo inmediato y después, tal vez, trasladar eso a un círculo más amplio, pero empezar por el ideal siempre es absurdo y utópico… Matilde se sintió tranquila con sus propias palabras, suspiró hondo, qué bella esa noche que comenzaba a germinar.
Somos el vano río prefijado, rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Al día siguiente, Matilde escudriñaría los rostros de las mujeres para saber si alguna de ellas mostraría la laceración del hijo en el cuerpo, en los ojos: esa sensación de ruptura, de absurda soledad. Al día siguiente, Matilde viajaría por fin a Sharjah, porque viajar no es sólo subir a un tren o a un avión o a un barco. Viajar no sólo es el mareo de la luz y la distancia; viajar es sumergirse en el río y encontrar casualmente la esfera del tiempo que pasa e insiste en pasar. Ser agua, su flujo y posibilidad. Viajar es atravesar la coexistencia que promueve Alfonso el Sabio, la luz al final del túnel del desprecio, la posibilidad de cambiar. Matilde se limpió las lágrimas y volvió a acostarse. Qué felicidad la de Sharjah, la de la noche abierta, la del agua que fluye y no se estanca y ya es el río…
La memoria no acuña su moneda. Y sin embargo hay algo que se queda y sin embargo hay algo que se queja.
(En este cuento se citan versos de “Son los ríos”, del libro Los conjurados, de Jorge Luis Borges, y se diserta escuetamente sobre la obra de Alfonso el Sabio a través de una antología de 1990, editada en México, por la editorial Porrúa, con un estudio preliminar de Margarita Peña).