(Emiratos Árabes Unidos). Uno de sus libros más recientes es Tamasha (Ittihad kuttab wa udaba al-Imarat, Abu Dabi, 2016).
Parecía que la banda de los pícaros, como los llamaban los adultos del barrio, estaban empeñados en llevarme por el mal camino aquella tarde más que nunca. Ráchid Ubaid era, sin duda, su miembro más destacado y provocador, el líder incontestable del grupo. Recuerdo que una vez me tendió una trampa y me convenció con artimañas para que distrajese al muchacho gordito que vende empanadillas junto a los juzgados, para así robarle un par de ellas. Sin embargo, el muy taimado nos sorprendió a los dos, agarró la bandeja entera con todo su contenido y echó a correr por las sinuosas callejuelas del barrio, que nadie conoce mejor que él. Finalmente se unió a los miembros de su banda y se merendaron la bandeja, como habían planeado desde el principio. Aquel día me vi obligado a desprenderme de todos mis ahorros y propinas debido a la lástima que me dio el joven vendedor, que se echó a llorar temiendo que su madre viuda lo castigase. En aquel momento juré mantenerme lejos de Ráchid y su banda, tal y como hacían los muchachos del barrio. Sin embargo, los muy malditos no me dejaban en paz. Reunieron el dinero y me lo devolvieron disculpándose entre bromas. Contaban la anécdota con tanta gracia que se te saltaban las lágrimas de risa. Tenían recursos variados y sorprendentes para atraer a la gente. Parecían unos diablillos. Cada vez que intentabas no hacerles caso, salían con algo más llamativo. No negaré que esa banda me tenía fascinado, aunque rechazase sus tropelías. No sé por qué. Tal vez se debiera a su osadía, quizás a causa de la gran amistad que los unía, o puede que fuera por una bondad oculta que percibía en ellos y que los demás no veían.
Los muy listos se dieron cuenta, no sé cómo ni cuándo, de que me gustaba Neama, la hija de Abu Násir. Quizá me delató la forma en que la miraba cuando salía a jugar con sus amigas al callejón, en especial cuando se ponía el vestido rosa bordado. Me daba la impresión de que, de las pocas prendas que poseía, ése era su vestido preferido, y por supuesto el mío. Tal vez se enteraron por mi costumbre diaria de asomarme a la ventana de nuestra casita, que daba a la puerta de la vivienda de Neama, entreabierta durante las horas del día. Aunque yo sólo tenía ojos para ella, los miembros de la banda la consideraban la chica menos atractiva del barrio. No veían en ella nada digno de mención en comparación con Nura, la más guapa del barrio en su opinión e hija única del acaudalado joyero Áhmad, o con Mizna, la hija de Ámer el verdulero, o incluso con Aícha, la hija de Awad Áhmad, dueño de una gran carpintería a la entrada del barrio.
Por ello, cuando sonó la campana del primer recreo, me sorprendió ver que Ráchid sacaba una bolsa de papel de su cajón y me la ponía en la mano.
—Toma, un bonito regalo. Estoy seguro de que te va a gustar.
Después se encaminó con una sonrisa hacia el patio para unirse a la banda. Me dejó desconcertado, con la bolsa en la mano y sin saber lo que contenía. Estaba cerrada con muchas grapas. Imaginé qué podría haber dentro y sólo se me ocurrían objetos prohibidos. Lo que más miedo me daba era que fuera algo del colegio o de los profesores. Ráchid y su pandilla habían hecho cosas peores, como cuando robaron unos exámenes del despacho del profesor de matemáticas. Pero jamás hubiera adivinado lo que había en la bolsa.
En un principio pensé en devolver la bolsa al cajón de Ráchid y poner fin a esa situación incómoda en la que me había metido, pero la curiosidad pudo conmigo. Cuando me disponía a quitar las grapas de la bolsa, percibí el sonido de unos pasos que se acercaban por el pasillo que lleva a los servicios. Me puse nervioso, guardé la bolsa en mi cajón y saqué una libreta. La persona que se acercaba era Abdulmayid, el profesor de árabe. Fingí que hojeaba mi cuaderno.
—¿Estudias?
—Sí, profesor.
—Que Dios te bendiga, pero debes descansar y divertirte un poco.
Entonces se puso a hablarme entusiasmado de sus años de estudiante. Justo en ese momento Ráchid entró al aula y me buscó con la mirada. Buscaba la expresión de mi rostro para saber cuál había sido mi reacción a su regalo, pues pensaba que ya lo habría abierto. No le di ninguna pista y seguí apuntando en el cuaderno lo que me decía el profesor. Ráchid empezó a silbar y a hacer ruidos para llamar mi atención, pero no le hice caso. Disfruté dejándolo con la duda, aunque en mi interior me moría de ganas por saber qué contenía la bolsa y temí que la curiosidad pudiese conmigo. Cuando decidí llevármela a un lugar seguro, apareció de pronto Mahmud, el profesor de historia, que desbarató mi intento.
Sin embargo, el diablo es terco y no me dejaba en paz. No pude concentrarme en lo que me decía el profesor. «Debes escapar con la bolsa antes de que Ráchid pueda preguntarte por ella. Tienes que ver lo que contiene lejos de él». El miedo que me daba la bolsa y las ganas que tenía de deshacerme de ella se transformaron en interés y codicia. Era como un delicioso pecado ante el que no podía o, mejor dicho, no quería resistirme. Como quien bebe alcohol aun sabiendo perfectamente cuáles son sus consecuencias. Decidí escabullirme con la bolsa y planeé cómo hacerlo. Antes de acabar la penúltima clase me dirigí al jefe de estudios y me inventé una excusa. El hombre no puso ningún inconveniente, ya que mi reputación era intachable.
Apreté el paso porque quería llegar a casa cuanto antes. Tomé atajos atravesando los callejones. En la mano derecha llevaba los libros y en la izquierda, la deseada bolsa. Pensé en abrirla allí mismo, pero supuse que los transeúntes me mirarían preguntándose qué escondía. En casa tenía un quitagrapas, así que no sería necesario rasgar la bolsa, que podía contener documentos importantes de los profesores o del colegio. Además, cuando aquel gamberro me dijo con una sonrisa que me iba a gustar, comprendí que su trastada me haría reír, aunque la desaprobase. De pronto me detuve al caer en la cuenta de que mi familia, y sobre todo mi madre, me iban a preguntar por qué volvía tan pronto del colegio.
Me senté en un banco de cemento frente al mar, del que me separaban apenas siete metros de arena. Me llegó una brisa fresca. Dejé el libro a mi derecha y pensé en poner la bolsa al lado, pero de repente mis manos comenzaron a rasgarla. Al terminar me llevé las manos a la cabeza, horrorizado por lo que estaba viendo. Me esperaba encontrar cualquier cosa en esa bolsa, pero no aquello. Sin ser consciente, se me escapó un grito: «¡Serás hijo de perra, Ráchid!». Pedí perdón a Dios porque su madre es una mujer buena y simpática, y me arrepentí por haberla insultado por un pecado que ella no había cometido.
La tía Jadiya, como la llamábamos respetuosamente los pequeños, o Um Omar, como le decían sus vecinas, amigas y conocidas, había perdido una prenda del tendedero que tenía en la azotea de su casa. La mujer no sabría decir cuál era, pero estaba convencida de que faltaba algo. No poseía tanta ropa como para olvidarse de una prenda, pero sus niños nunca dejaban las cosas ordenadas. Para colmo, en esa época del año soplaban desde el mar ráfagas de viento que arrancaban la ropa y la hacían volar por los aires, llevándola a veces hasta la calle.
Sin embargo, nuestra buena vecina, al igual que yo, no se esperaba en absoluto que el vestido rosa bordado de su hija pudiera acabar en manos extrañas debido a las diabluras de un muchacho. Me encontraba desconcertado y no sabía qué hacer. Me encantaba verla con aquel sencillo vestido y sentir la inocencia que transmitía Neama cuando jugaba con sus amigas en las calles. Pero ahora que lo tenía entre mis manos despertaba en mí una gran inquietud. Me aterraba que alguien me viese con él y me tomasen por un pervertido que había trepado a la azotea de sus vecinos para robarlo, como más tarde descubrí que había sucedido. No voy a negar que me habría molestado verlo en manos de otro, como me pasaba cada vez que ella se lo ponía y otros la miraban. En ocasiones había llegado a desear que no se lo pusiera cuando bajaba a la calle. Era algo tan preciado para mí que, si me lo hubiera quedado, los nervios me habrían delatado. Además, estaría privando a Neama de su vestido preferido y seguramente su padre no podría comprarle otro igual. Y, por si fuera poco, ¿dónde iba a esconderlo, si compartía habitación con mi hermano?
Pensé en dárselo a mi madre para que hiciese con él lo que le pareciera oportuno, pero me dio miedo que no me creyese y se lo contase a mi padre, al que había prometido no ocultarle nada. ¿Acaso debería hacer lo mismo que Ráchid y trepar a la azotea de mis vecinos para devolverles un vestido que otro les había robado? ¿Quién me iba a creer si me pillaban? ¿Quién me iba a creer si me veían lanzándolo desde la azotea de nuestra casa? Sobre todo la anciana Salma, cuya casa estaba pegada a la de Abu Násir y que se pasaba todo el día en la ventana criticando a todo el mundo. ¿Debía devolvérselo a quien lo robó y desentenderme de las consecuencias de un delito que yo no había cometido? Sacudí la cabeza de un lado a otro apartando esa idea de mi mente, imaginando la cara burlona de Ráchid con el vestido de mi inocente vecina entre sus sucias manos de ladrón. Decidí proteger su inocencia, armarme de valor y devolver el vestido a su sitio, con calma y serenidad. Tenía que hacerlo por mí mismo, sin que nadie, ni siquiera mi madre, supiese que unas manos culpables lo habían robado. Entonces me di cuenta del tiempo que llevaba allí sentado, recogí mis cosas y me fui.
Neama tenía doce años, tres menos que yo. Era la más pequeña de sus amigas, aunque su constitución rechoncha y su aspecto pulcro, a pesar de pertenecer a una familia humilde, la hacían parecer mayor que algunas de sus amigas. En aquella época empecé a intuir que las chicas maduran antes que los chicos y descubren primero lo que es el amor. Neama, a la que yo suponía que sólo pensaba en pasarlo bien con sus amigas sin darse cuenta de cuánto me gustaban ella y su vestido, en realidad era consciente de todo y me observaba de reojo. Cuando parecía que jugaba con sus amigas al otro lado de la calle, lo cierto es que estaban cuchicheando sobre mí. Siendo ya mayores, le pregunté por aquello, pero me lo negó con la mirada y me dijo sutilmente:
—Eras tú el que desde siempre fue un muchacho atrevido.
Sin embargo, no me dijo lo mismo el día que le devolví el vestido. Era por la tarde, a la hora en que los vecinos del barrio duermen la siesta. Aproveché la ocasión y llevé el vestido a su puerta. Esperaba encontrarme a su madre o a alguno de sus hermanos. Tenía pensado decirles que lo había encontrado en la calle, pero me sorprendí al verla a ella, y Neama también de verme a mí. La sorpresa pronto se transformó en una cariñosa bienvenida. Los dos estábamos tan nerviosos que tuve miedo de que llegase alguien de su familia, así que le devolví el vestido.
—Es tuyo.
—Sí, mi madre lo lleva buscando desde ayer. ¿Dónde lo has encontrado?
—En una esquina de la calle. Parece que le tienes cariño.
Sonrió y cerró la puerta mientras decía:
—Y tú también.
Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.