Hace más de cuarenta kilos quise ser torero. Mi vida dependía tanto de la técnica de la tauromaquia como del minucioso cuidado de mi cuerpo; es decir, había que saber cómo torear para burlar las embestidas de los toros tanto con la razón como con la agilidad de la cintura y de mis piernas. Pero había otro aspecto muy importante: los condenados trajes de luces que se ceñían a mi piel como disfraz de bailarín. Un día que me vestí de verde y oro escuché que un aficionado gritaba desde el tendido: «Pareces chile relleno». Fue la última vez que toreé.
Decía G. K. Chesterton que dentro de todo hombre gordo se encuentra un hombre delgado en espera de salir libre. Lo recuerdo ahora porque llevo más de diez años pesando más de cien kilos, y supongo que si adelgazo podría volver a tener más o menos el aspecto y las facultades de antaño. Lo digo también porque no he sido del todo amable con mi cuerpo: sin darme cuenta, descuidé sus exigencias físicas y no medí muchos excesos que lo maltrataron. No es sano dejarse invadir los tejidos con puras grasas ni desdeñar las caries que nos rompen los dientes; no es lógico que uno deje de caminar por tener el lujo de un automóvil a la mano, ni sensato renunciar a las escaleras por depender siempre de los elevadores.
Aunque nunca me consideré un atleta, reconozco que dejé de correr y, por ende, de jugar. Eso quiere decir, como advertencia, que quiero volver a saltar para rematar un buen centro y reírme a carcajadas por el esfuerzo que exige una carrerita bajo la lluvia. También quiere decir que he aprendido la lección, pues sucede que a mi cuerpo le cayeron encima varias enfermedades que pusieron en peligro mi vida. Verdaderas cornadas, mucho más peligrosas que las que supuestamente podrían darme los toros de antaño: por no descansar como es debido padecí las horribles jaquecas de neuralgia del trigémino; por no cuidar con esmero mi dentadura tengo la boca llena de dientes postizos, y por exagerar el consumo de calcios en leche, quesos y aguas minerales me operaron de un riñón por esas arenas que llaman piedras, que producen los peores cólicos imaginables. De lo que sí no tuve culpa alguna fue de un cáncer que me costó una operación muy seria para extirparlo y no pocas sesiones de radioterapia. Además, desde entonces, la F. que llevo en la firma dejó de ser de Fabricio y pasó a ser de Farinelli, pues aunque no se nota mucho el cambio de voz, mi vida quedó ciertamente marcada por ese cáncer —el inquilino más incómodo— que me une con Lance Armstrong sin tener que darle vueltas a Francia.
Siempre fui un admirador de las maravillas sin fin que tiene el cuerpo humano: el instante en que los bebés descubren los deditos de sus pies y el placer instantáneo que produce jugar con el agua; el misterio de vernos acompañados por nuestra propia sombra y la sorpresa que nos causa alcanzar un juguete en el estante más alto de un librero. Me asombra la magia de quienes nadan por debajo del agua como delfines y la velocidad con la que corren los deportistas profesionales. Me quedo azorado cuando un basquetbolista se queda colgado en el aire, esperando un rebote, o cuando un portero de futbol logra atajar un balón en la mera esquina de la portería. Cada cuatro años, los Juegos Olímpicos se encargan de recordarnos que el cuerpo humano parece no tener límites para multiplicarse: cada vez más fuerte, más alto y más rápido.
Sobre todas las proezas soy admirador de los prójimos que, habiendo perdido alguna de sus facultades, se convierten en súper humanos. Hablo de los ciegos que ven mejor que muchos de nosotros porque han agudizado sus oídos y su tacto, o de los sordomudos que hablan en poesía pura porque no malgastan las palabras en rollos inútiles. Hablo, sobre todo, de los atletas paraolímpicos que pueden nadar sin brazos o correr sin piernas. Allí está el mejor ejemplo de las ilimitadas posibilidades que tiene el cuerpo humano y de la mejor sincronía con eso que llamamos voluntad. Incluso, creo que allí se ve mejor aquello de que el cuerpo sano alberga una mente sana, pues es el deseo —de superación o de sobrevivencia— lo que vuelve a animar cada poro del cuerpo, cada tejido muscular, cada nervio disponible.
Por lo mismo y desde siempre me han intrigado las cicatrices y las arrugas, el sudor y la piel cuando se pone chinita o el verdadero color de la sangre. Es una maravilla que el cuerpo humano, en cuanto recibe una cortada, empieza su propia curación, cicatrizándose como ya quisiera mi alma hacerlo cuando le pega alguna tristeza grande. También es maravilloso que los años se conviertan en arrugas pues, por lo menos en el caso de mis abuelos, cada pliegue de su piel los volvía más suaves y cariñosos, más sabios y comprensivos. De la piel chinita, confieso que en mi caso se debe a las historias de terror y no tanto por el frío, mientras que lo del color de la sangre es un misterio alucinante, pues aunque todos sabemos que es roja, sucede que en realidad es azul o morada, pero se vuelve roja en cuanto sale de las venas y de la piel, al mezclarse con el oxígeno que nos rodea. Ya entrados en detalles, sería mentiroso si no menciono que también me intrigan las uñas y su constante crecimiento: según creo, son las únicas partes del cuerpo —junto con los pelos de mi cabellera exótica— que nunca dejan de crecer. Una vez que los huesos llegan a su tamaño no se extienden, aunque nos colguemos bocabajo desde el dintel de la puerta con la ilusión de aumentar nuestra estatura.
Para los antiguos griegos el cuerpo humano era la máxima expresión de la belleza. Por algo sus dioses tenían cuerpo. Cuerpazos, diría yo. Sería deshonesto si no declaro aquí mi infinita admiración por el cuerpo femenino y mi agradecido asombro por su exclusiva capacidad para engendrar vida dentro de su propia panza (claro está que con la indispensable participación masculina). Por lo mismo, creo que no hay nada de malo en calificar como diosas a más de alguna de las hermosas mujeres que atrapan nuestra vista, y creo que no debería haber nadie que no se emocione ante el milagro indescriptible con el que se anuncia un bebé recién nacido, aunque su vida se inicie llorando a voz en cuello.
Aunque no recuerde bien todos los detalles, cada instante y centímetro, desde que nací se forjó una íntima asociación entre mi cuerpo, mi mente y mi espíritu que describe perfectamente lo que ha sido mi vida. Aunque no puedo narrar aquí todo lo que siento, las pocas ideas que pienso o los muchos sueños que me invento, sí puedo afirmar que mi cuerpo es el estuche de lujo donde se guardan y desde donde los comparto. Mi memoria está en mi cabeza (y en las cicatrices de los dolores que no he podido olvidar); mi imaginación está en los ojos y en todo lo que han visto (incluyendo lo invisible); mis ganas de vivir ocupan todos mis sentidos (y el centro geográfico de mi tórax).
Al escribir este párrafo cumplo siete años exactos desde que dejé de beber alcohol, una de las peores enfermedades por donde navegó no sólo mi cuerpo, sino mi mente, mis emociones y todo eso que llamamos espíritu. Lo festejo en tramos conscientes de veinticuatro horas cada uno y, en realidad, sin mucho esfuerzo, pues vivo convencido de que la peor versión de mí mismo era precisamente la borrosa y engorrosa necedad del que se creía chistoso siendo nefasto, del mentiroso profesional, etilizado y ocioso, perdido en borracheras aparentemente efímeras, que en realidad eran naufragios de grandes dolores. Por si faltaran renglones al historial clínico, desde hace poco más de un año mi cuerpo reveló ser diabético y, por ende, tuve que cambiar totalmente el decurso de mi alimentación y desvelos. Adiós al azúcar en todas sus formas y medición estricta de casi toda comida, con el sincero pavor de no querer caer en insulinas ni diálisis. Así que hoy también puedo festejar que peso cuarenta kilos menos que hace un año, y que al llegar a los cincuenta de reducción más que estética, me he comprometido a entregarle al gran Mauricio Ortiz un libro para su magnífica colección Cuadernos de Quirón: La engañosa felicidad de un obeso será la crónica en tinta de todos estos enredos, de la neuralgia al cáncer, del alcoholismo a la diabetes, pasando por las caries y el tabaquismo, el insomnio incurable y las ganas de llorar… pero a la luz de una obesidad callada que se fue aglutinando en cada pliegue de mi piel.
No será —ni lo esperen— como libro de autoayuda. Los detesto y desdeño, empezando por la sincera consideración de que los mejores libros de autoayuda deberían ser tratados y manuales sobre el bello arte del suicidio. La engañosa felicidad de un obeso no es más que una bitácora sincera de gorduras y por ende un divertido recorrido por estragos y asfixias: la penosa realidad de quien tiene que ocupar dos asientos en vez de uno en aviones de cierto prestigio, o la vergonzosa escenita de romper asientos en cines de dudosa reputación. Pero también es el libro para exorcizar la necia compulsión de comer tacos al pastor como si ya hubieran anunciado el fin del mundo por CNN y la inexplicable manía de retacarse el vientre con donas de chocolate y pan, puro pan, a altas horas de la noche, ¡luego de haber cenado! Tanta mala costumbre llegó a congestionar mis arterias, e incluso a taparme una arteria coronaria, por lo que tuve que someterme a una angioplastia: una cornada programada, que entró a mi cuerpo por el sitio exacto donde Islero de Miura corneó a Manolete. El tubo de plástico navegó por mi tórax hasta llegar al corazón, para abrirle la cañería con una cámara de video que me permitía, entre nubes de anestesia deliciosa, volverme testigo de mi propia carnicería, al tiempo que se cumplía el viejo sueño que me hipnotizaba desde la infancia: la fantástica película con Raquel Welch y quién sabe quién más, donde unos científicos se volvían microbios para navegar en una nave espacial nada menos que entre el jardín azul de los pulmones, el túnel de la tráquea anillada, las vísceras vivas, para al fin salir triunfantes de un cuerpo de gigante entre las olas saladas del lagrimal.
Lo de mi angioplastia fue un aviso serio y no lo tomo a broma. Efectivamente, antes del quirófano aluciné el túnel de luz, el largometraje instantáneo de todos los recuerdos de vida, la música feliz que nadie escucha y demás confirmaciones de lo que podría sentirse al Final. Pero desperté a la contemplación de un ente horroroso, un camillero que bien podría estar expuesto en un museo, e inmediatamente tomé conciencia de que no me hallaba en el más allá, sino en una muy mundana clínica, a escasas cuadras de Tacubaya. Lo cierto, al parecer, es que me cambió la vida y pasan los años y, por lo visto, no tengo empacho en publicar sanamente todos estos enredos.
Hoy, más que nunca, me dedico a leer y escribir; es decir, me alimento de historias verídicas o inventadas —cuentos o anécdotas— casi igual que de proteínas, carbohidratos, minerales, grasas, legumbres, frutas, verduras, postres y golosinas. Aunque no quiera renunciar a ninguno de esos manjares, tendré que cuidar mejor todo lo que como, y lo que leo; todo lo que se me antoja, y lo que escribo. Pero que no cunda el pánico y que no se aceleren los chismes: declaro formalmente que no pretendo convertirme en metrosexual ni afiliarme a algún club de depilación con láser. Por lo mismo, deseo dejar en tinta mi renuncia formal a los próximos Juegos Olímpicos a celebrarse en Pekín, en solidaridad con Ana Guevara y el equipo mexicano de futbol. Soy consciente de que para muchos esta noticia resulta decepcionante, y más considerando que no era ningún secreto que llevaba yo varios años aspirando al honroso papel de solista en el bello arte del nado sincronizado —entrenando todos los días, bajo la ducha, mi personal coreografía del Huapango de Moncayo (gorro y pinza nasal incluidos)—, pero si se considera que hace apenas unos años mis hijos sólo podían jugar conmigo en la tina la recreación de Keiko, en esa bella escena de Free Willy donde la orca asesina salta del agua hacia la libertad, se comprenderá entonces el resignado trasfondo de mi renuncia olímpica. Es decir, antes mi cuerpo deambulaba como testigo de andanzas y mudo, lastimado de horrores; ahora se ha vuelto protagonista de una renovada digestión, denunciante instantáneo de cualquier exceso, reclamador de descanso y sosiego, participante activo de serenidad silenciosa y miembro activo de la vida.
Que conste: no es ésta la cursi declaración de un freak arrepentido ni el vademécum contagioso de una nueva verdad. No son más que descarados y atrevidos párrafos que intentan dejar en tinta el ánimo renovado de un cetáceo cansado que podría volverse delfín, es el barritar feliz de un elefante que no se pelea con el peso de su memoria y la carrera más rápida que puede intentar un oso polar en pleno calentamiento global. Antes de que se derrita el mínimo iceberg donde leo, me atrevo a escribir estas confesiones, para que no me falte un salmón… Antes de dejar estas líneas para subirme a la bicicleta, declaro que solamente así podré quitarme de encima el pesado disfraz de mi gordura y dejar salir al hombre delgado que llevo adentro. Es decir, al verdadero habitante de mi cuerpo.