Barcelona, Cataluña, 1940. Uno de sus libros más recientes es Guardar la casa y cerrar la boca (Siruela, 2015).
Praga es la luz del ocaso cruzando los altos árboles de la orilla del río Moldava y una bandada de pájaros posándose en sus ramas para quedar inmóviles mientras cae la hora. El agua avanza apacible por su cauce y se ramifica siguiendo el canal, el ertovka, donde se halla un molino de madera, redondo y firme como un corazón o centro de un espacio mágico. El espacio es la isla de Kampa, y a ambas orillas del río se distribuye la ciudad, de un lado el Castillo, los jardines de Wallenshtein, los barrios de Malá Straná, Bevnov y Smichov, y del otro, el casco antiguo, Vyšehrad, Vynohrady… siglos de historia desde que la reina Libuše, a principios del séptimo, fundara la ciudad dejándose guiar por su caballo. Los de su dinastía, los Pemislidas, levantaron la fortaleza, convertida luego en residencia real, con dos iglesias, restauradas por Carlos IV, que añadió otra, gótica, destruida por los seguidores de Jan Hus.
Praga es un atardecer en Kampa y también un ir y venir entre las dos casas donde vivió el poeta Holan, una tormenta súbita que azota las rosas rojas de su terraza, su voz nacida de la entraña de la tierra diciendo: «cerrad la puerta, para que no entre el rayo», y la conciencia del río que está al otro lado de las rosas, bajo ese Puente de Carlos ante cada una de cuyas estatuas se detuvo él una noche de nieve y ebriedad, para deshacer el trayecto y regresar, y, acaso, ofrecer un vaso de vino a su ángel de la guarda, reunirse con el espectro de Hamlet o permitir que la mano escribiera este verso: «Ya nada presentimos / y luego nos quedamos asombrados», sorprendente en quien llevaba tantos años encerrado, aislado, morador solitario de la noche.
A través de los poemas de Holan se conoce la Praga más enigmática, la que se abre paso entre las sombras inquietantes de los faroles de gas, sube la calle Neruda o las escaleras hasta la colina, y vuela desde lo alto extendiéndose en las cien torres. A altas horas, la ciudad es una capa de silencio sobre las piedras del antiguo cementerio judío, los recortados perfiles de las sinagogas, la solemne forma del Teatro Nacional o las calles Bartolomejka, Karlová o Celetná, con sus casas góticas remodeladas al estilo barroco, por donde pasaba el cortejo de coronación de los reyes de Bohemia en la antigüedad.
No muy lejos, justo en la esquina de las calles Maslová y Kaprová, nació Kafka. Los judíos se hallaban en Praga desde el siglo X y se habían anclado cerca de la Torre de la Pólvora. Allí, en 1270, fue construida la sinagoga más antigua de Europa. Kafka, ya maduro, paseaba por estos lugares deseando cambiar de casa, porque buscaba tranquilidad «para escribir».
Escribir, terrible obsesión. Toda Praga ha sido escrita de punta a punta por sus poetas, a parte de Holan, Seifert, Nezval, Orten… Hermosos poemas nos dejó Nezval sobre esa ciudad que ve «con los dedos de deshollinadores de Nuestra Señora de Loreto / con los dedos de los rododendros y las fuentes de la cabeza del pavo real / con los dedos cortados por la lluvia y la iglesia de Tyn con el guante del crepúsculo».
Ciudad a la que dedicó también un ondeante poema sobre sus campanas:
Las campanas de Praga te hacen señas con la mano para que
abandones tus armarios
Las campanas de Praga te hacen señas con la mano para que bajes a las calles
Donde me pierdo y busco compañera
Las campanas de Praga escoltan tu entierro
En mi corazón que ya no espera a nadie
Las campanas de Praga me guían a lo largo de tendidas trampas
Las campanas de Praga os están llamando a todas
Estáis en mi corazón aunque ignore vuestro nombre
Las campanas de Praga llaman a todos los ojos de los gatos que seguí
Y por los que crucé el umbral
Donde hace siempre muecas aquel ciego jorobado
Las campanas de Praga llaman a todos mis amigos
Las campanas de Praga llaman a todos mis recuerdos
Las campanas de Praga llaman a aquel tiempo en que la muerte no era un mal
Las campanas de Praga llaman a todos los puños
A todos los puños para que golpeen los cristales milagrosos
Las campanas de Praga llaman a todas las monjas
Para que enseñen sus rodillas blancas apartadas del amor
Las campanas de Praga llaman a todas las pecadoras
Bajo cuyas ventanas pasan los sonámbulos
Las campanas de Praga llaman a todos los niños
A todos los niños para que juntos manifiesten su porqué
Sobre las estrellas o sobre el ruiseñor
Sobre una cosa horrible que parece un lecho de plumas
Las campanas de Praga llaman a todos los locos melancólicos
Las campanas de Praga llaman a todas las estrellas que vierte
una noche entristecida
En la iglesia de San Jakub o en cualquier otra, se pueden oír conciertos. Y es agradable, sobre todo, oír música de Mozart en la Villa Bertramka donde el compositor vivió varias veces como huésped y compuso, en el clavecín blanco con incrustaciones doradas que todavía se conserva, intensas obras.
Mozart inspiró al Nobel Seifert uno de sus ciclos poéticos más hermosos, donde dijo de su muerte: «Así sabe morir tan sólo el pájaro / cae en picado sobre el rocío de la hierba».
Seifert nació en un barrio obrero de la ciudad, en Žižkov, pero en sus últimos años vivía en Bevnov, en un espacio ordenado, lleno de cosas bien colocadas, amplios ventanales por los que se veían grandes árboles intensamente verdes, y él con sus ojos claros y con una gran afabilidad. Sí, aunque era amigo de Holan, él vivía de día.
De Holan dijo que «tiraba con desprecio sus poemas / como trozos de carne ensangrentada. / Pero los pájaros tenían miedo».
Los pájaros, en cambio, nunca temieron al poeta Jií Orten, que murió el día en que cumplía veintidós años, al no ser admitido, por judío, en ningún hospital de la Praga bajo los nazis. Él dejó en sus diarios el estremecedor retrato de la Praga ocupada. Sus restos yacen rodeados de frondosos árboles poblados de aves. Toda la obra de Orten es una elegía y un canto al amor.
Pero Praga son también las cervecerías frecuentadas por Hašek y Hrabal, y el recuerdo de Hrabal que, sin conocerme, a una pregunta mía —público anónimo de una conferencia— me contó mi propia historia: mi encuentro con Holan y mi estudio de la lengua checa para traducir sus versos. Así pasa uno a formar parte de las sombras de esa Praga llena de fantasmas, como escribió Gustav Meyrink; así puede uno hallarse leyendo cierto artículo en una de sus bibliotecas y acercársele un desconocido con esta pregunta: «¿Es usted la que mandaba al poeta de Kampa rosas rojas el día de su santo?». Quien lanzaba esta pregunta había vivido cerca de la casa de Einstein, quien dio en la ciudad un hermoso concierto de violín, además de encontrar un día a Kafka en el Café París, y aún lo recordaba.
Otra aparición extraordinaria fue el misterioso hermano de Jií Orten, Ota, que me contó mínimos detalles sobre el carácter de de Jií, y con el que mantuve contacto hasta que desapareció.
Kafka vivió, sí, en Praga y Praga absorbió la forma en que sus ojos la vieron, de modo que ahora el que va a esa ciudad ve una ciudad fundamentalmente kafkiana. El ya mencionado Gustav Meyrink, escritor vienés y amigo suyo, dijo que ninguna otra urbe atrae al hombre de modo tan enigmático como Praga. Y así, entre lo laberíntico y lo enigmático, se alza la que el autor de El proceso y El castillo llamó «mamaíta» porque la amaba pero necesitaba también desligarse de ella. Judío de lengua alemana, rebelde en un mundo eslavo, se sentía en él, en parte, como forastero y, en parte, como hijo legítimo, una situación inquietante que se identifica con los rasgos de la cuidad que fue testigo de su vida.
Kafka nació en la esquina de las calles Maslová y Kaprová, en pleno barrio antiguo, muy cerca del ayuntamiento. En una casa gótica a la que se añadió en 1364 una torre cuadrangular y, a principios del siglo XV, se dotó de ese portentoso reloj astronómico que todavía funciona.
Sin duda, de niño, Kafka se admiró de este reloj, su juego de figuras, su esfera y su calendario. Asombrado vio aparecer el esqueleto que tira de la cuerda de una campana y el desfile de los apóstoles que acompaña los toques, rematado por el cacarear de un gallo que asoma por una ventana en el momento de dar la hora, y observó también los movimientos del Sol, la Luna y el zodíaco medidos por la esfera circular que hay en su parte media. El futuro escritor se fijaría igualmente en la puerta y la ventana de estilo gótico flamígero con las que se renovó el edificio entre 1470 y 1480 por obra de Matej Rejsek, autor de la Torre de la Pólvora, ese lugar que sería luego el de su cita diaria con Max Brod.
En sus paseos, acompañado por Max Brod o por otros amigos, Kafka recorrería la ciudad antigua, el barrio judío y, cruzando uno de los puentes, emprendería el ascenso hacia el castillo, el Hradany. Los judíos, que se hallaban en Praga desde el siglo X, se habían anclado precisamente cerca de la Torre de la Pólvora donde pronto un mercader, interesante por sus precios y productos, hizo que a su alrededor aumentaran las casas hasta formar un conjunto rodeado de murallas en torno a la sinagoga. Junto a la «vieja-nueva» sinagoga, la más antigua de Europa, que fue construida en 1270 en estilo gótico primitivo; otras sinagogas, la llamada «alta», la de Pinkas o la española regían la intensidad de la vida del barrio, que en 1848 se incorporó a la ciudad con el nombre de Josefov, tras concederse a sus habitantes derechos cívicos y políticos.
Por todos estos lugares paseaba Kafka, quien también vivió en la calle Celetná, de casas góticas remodeladas al estilo barroco, por donde pasaba el cortejo de coronación de los reyes de Bohemia en la antigüedad y, cómo no, por el antiguo cementerio, que data del siglo XV, de aquel momento en que se abolió el que existía extramuros y se obligó a los judíos a enterrar sus muertos dentro de la ciudad.
Estas andaduras llevaban a Kafka a duras reflexiones, no necesariamente sobre el viejo cementerio, sino sobre los inmuebles y las mismas callejuelas llenas de edificios a veces sórdidos, como describe en una carta a su novia Felice Bauer en 1914, en los días en que buscaba piso para casarse: «Ya desde la escalera se debate uno contra diversos olores, hay que entrar por la sombría cocina, en un rincón lloran un montón de niños, una ventana enrejada tiene el fulgor del plomo y del vidrio y las cucarachas aguardan le llegada de la noche para salir de sus agujeros. Casi no se puede entender la vida en semejantes pisos más que como el efecto de una maldición».
En 1915 aún seguía buscando piso y escribía: «¡Qué habitaciones he visto ahora también! No hay más remedio que creer que la gente, sin saberlo o adrede, se entierra en la mugre. Al menos aquí es así, se llenan de suciedad, quiero decir aparadores sobrecargados, alfombras al pie de las ventanas, construcciones de fotografías sobre los escritorios destinados a un uso impropio, cantidades de ropa blanca amontonada dentro de las camas, en los rincones palmeras de las que se ponen en los cafés, todo esto se concibe como un lujo. Pero la verdad es que a mí ninguna de estas cosas me importa nada. Yo sólo quiero una tranquilidad de la que estas gentes no tienen noción. Es muy comprensible, nadie necesita la tranquilidad que yo necesito en el hogar habitualmente para leer, para estudiar, para dormir, para nada de esto necesita nadie la tranquilidad, esa que yo necesito para escribir».
Otro de los lugares donde vivió Kafka, la callejuela del Oro, había sido el lugar, según cuenta la tradición, donde habitaban los alquimistas. Ripellino en su Praga mágica, dice: «la explicación histórica no es, sin embargo, menos atractiva que la leyenda, porque nos ofrece la imagen kafkiana de un mundo parasitario en los márgenes de un misterioso Castillo. No es casual que Kafka viviera durante algún tiempo (1916) en un “revoltijo de casuchas” miserables, pegadas la una a la otra. Pero está claro que nadie podrá borrar el vínculo legendario entre los alquimistas y la estrecha calle».
Pero Kafka sigue cambiando de casa. En una ocasión se siente deslumbrado por la magia de la ciudad. Encontró una habitación en la calle Dlouhá, en un quinto piso, con un balcón desde donde veía los tejados y las torres. La Staré Msto hasta el Monte San Lorenzo. Entonces anotaba: «sin todo esto soy un ser mísero y oprimido». A pesar de ello continuó buscando sin cesar y dio luego con un sitio más agradable, un palacete en mal estado, el de los Schonborn, en la calle Trziste, lindante con Malá Straná. Alquiló uno de sus pisos más hermosos, desde cuyas ventanas veía las torres del castillo y las agujas de San Vito. Nos hallamos ya en Hradany, cuyo ascenso no había llevado al escritor, sino, según observa Ripellino, al agrimensor de su novela a «Echar raíces en el mal, en la servidumbre, en los horrores del “laberinto del mundo”».
En ese laberinto del mundo se movió Kafka cuarenta y un años hasta que murió de tuberculosis en Viena, en 1924. Sus restos, sin embargo, están en Praga, en el nuevo cementerio judío situado en la colina de Strašnice. Allá, cubierto de helechos de verde intenso y frescor vital y rodeado de piedrecitas blancas que significan la devoción y compañía de los que creen en él, prosigue acaso sus paseos por el aire, entre las hojas de los castaños y los arces que rozan delicadamente el cielo de Praga.