Nada interesante pasó durante mi infancia / Luis Zapata

Siempre me gustó leer biografías y memorias; siempre me parecieron alentadoras, o al menos divertidas: nada más estimulante que enterarse de la vida ajena: no a otra razón obedece nuestra afición por el cine, el teatro y la literatura. Pero es en las biografías donde uno puede darle más vuelo a su vocación de chismoso, ya que se tiene la certeza de que todo efectivamente sucedió en la real realidad, aunque con el correr de los años he llegado a darme cuenta de que los autores de memorias, como dije antes, no siempre cuentan la verdad, y los biógrafos con frecuencia se equivocan y hacen deducciones apresuradas que muchas veces no se toman la molestia de corroborar. Pero, como quiera, me apasiona ese género literario, y muchas noches y días dediqué a su lectura.
    Sin embargo, he de confesar que la mayoría de las veces hacía una pequeña trampa: empezaba a leer los libros en la parte en que el sujeto en cuestión había alcanzado ya la edad adulta, o de perdida las postrimerías de su adolescencia: su niñez, por lo demás tan parecida a las de otros, me resultaba tremendamente aburrida… El buen Caetano Veloso, en su autobiografía Verdade tropical, dice que, según no me acuerdo quién —en este momento no tengo el libro a la mano, ni la paciencia para buscarlo—, en todos los artistas predomina una etapa de su vida, que marcará toda su creación posterior: la infancia o la adolescencia. Los artistas que privilegian su infancia no hacen más que regresar a ese paraíso perdido en sus escritos, o lo que sea que hagan; aquellos que prefieren la adolescencia se caracterizan por su rebeldía, su gusto por la provocación y porque siempre echan de menos esa etapa en que todas las libertades y descubrimientos parecen estar al alcance; de más está decir —mis pocos aunque fieles lectores lo saben desde siempre— que yo pertenezco a la segunda categoría, lo que probablemente explica el hecho de que las infancias de los demás me sean en general bastante indiferentes.
    Claro, cuando admiro al biografiado o autobiografiado, vuelvo después a esas primeras páginas del libro, que leo entonces con cierto interés, aunque nunca con el que me producen las partes en que el personaje es ya un creador hecho y derecho.
Pero no sería justo para aquellos que sí disfrutan de las infancias ajenas brincarme, como solía hacerlo al leer, esta parte y no escribir nada; tampoco merecería este desaire mi ahora menos odiado San Mateo del Río, que cobijó mis primeros años y despertó, aunque indirectamente, mi temprana vocación literaria. Vayan, pues, estas escasas páginas escritas a vuela pluma, para satisfacer ciertos gustos y cumplir ciertos deberes. Seré breve, como dijo el buen Augusto Monterroso antes de pronunciar un discurso.

 
No nací en pañales de seda, que por lo demás han de ser muy incómodos. O al menos desagradables, chirriantes y resbalosos. Pero tampoco fue mi cuna humilde, como la de muchos otros hombres ilustres.
    Nací en el seno de una familia de comerciantes, en un pueblo de comerciantes y burócratas: sólo había en San Mateo del Río oficinas, las de los poderes estatales y municipales, y tiendas, expendios, estanquillos, restoranes y algunos prestadores de servicios, como zapateros, sastres, herreros y costureras, nada más: compras, ventas, pagos, timbres y sellos. En eso podría resumirse la actividad sanmateana.
    En mis recuerdos más remotos, mis padres ya eran propietarios y empleados de Abarrotes y Ultramarinos Zamudio, que, a pesar de su pomposo nombre, no vendía nada de ultramar, aunque, ahora que lo pienso, quizá sí: una que otra lata de angulas, que entonces se comían, como el abulón, no diré que con frecuencia, pero sí ocasionalmente en los hogares y días de campo (tal vez las sardinas eran también importadas y acaso algún otro producto enlatado).
    Pero me aburre enormemente este tipo de consideraciones y remembranzas: ¡qué hueva!, como dice para todo otro de mis más célebres amigos. Pasaré, pues, a cosas más sustanciosas: las que me conciernen directamente.

Ahora puedo decirlo: siempre sentí un ligero desprecio por mis padres; siempre les reproché (aunque, claro, nunca lo exterioricé, ni mucho menos ante ellos) no ser como los personajes de las películas: me disgustaba, por ejemplo, que mi madre usara rebozo para salir a la calle, y no vestidos escotados, o que mi padre careciera de automóvil y nunca se hubiera puesto un traje (creo que ni siquiera tenía). Me habría encantado verlos salir de noche a un centro nocturno, ella, con su abrigo de pieles, y él, con el ya mencionado traje y con sombrero: Libertad Lamarque y Arturo de Córdova preparándose para una noche de diversión. Pero en San Mateo del Río no había centros nocturnos; a lo más, cantinas, y en esa época, a las mujeres no se les permitía la entrada. Además, en caso de que hubieran existido ese tipo de sofisticados lugares, mis padres no habrían tenido en qué irse, y mucho menos en qué regresarse, pues entonces San Mateo carecía de taxis, y el camión, llamado «Circunvalación» porque daba la vuelta al pueblo («Áhi viene el Circunvalación», decían), dejaba de pasar a las seis de la tarde: ¡pinche pueblo bicicletero!
    Volviendo a mis padres, no es que fueran desharrapados o que vistieran de una manera humilde, pero sí carecían de elegancia, y desconocían por completo la palabra «moda», que otras personas de mi pueblo (yo, por ejemplo) no parecían ignorar, aunque fuera con cierto retraso, debido a que las películas llegaban uno o dos años después de haberse filmado. Pero también estaban, claro, las revistas, que en mi casa consideraban un gasto inútil.

 
Como mi familia era de comerciantes, no había otro tema de conversación en la casa que el dinero: cuánto costó esto, cuánto costó lo otro, qué tanto ganó Fulano, qué tanto Mengano. ¿Es posible imaginar algo mas aburrido? Sí, claro: los diarios de Andy Warhol. Pero también el buen Warhol no hacía más que hablar de dinero: «Tomé un taxi (20 dólares)». Sólo el dinero es capaz de empobrecer así a la gente. ¿Y quién tenía que ser mudo testigo de esas banales pláticas, porque no le quedaba de otra? Adivinaron, mis queridos amiguitos y mis pocos aunque fieles lectores: yo. Afortunadamente, en el cine y (luego) en los libros, las conversaciones eran sobre otros temas.
    Sobra decir que poco o ningún interés suscitaron en mis padres y hermanos los primeros textos que escribí, de los que más bien se burlaban. (Pero ya estoy adelantándome en el tiempo; perdóneseme, pues, este pequeño flash-forward, y volvamos a la linealidad).

Nada,
nada,
          nada me gusta de mi infancia, la época más aburrida que viví. Afortunadamente, como la madre, niñez sólo hay una. Pero, por desgracia, es la etapa más larga, o al menos esa impresión da.

 

¡Qué chinga pasar en San Mateo los años de la primaria, los de la secundaria, los de la preparatoria! ¡Y no cuento los del kínder! ¡Qué chinga, qué aburrición! Sobre todo porque son los años que más lentamente transcurren. Seis antes de entrar a la primaria, y luego seis de la primaria, y tres de secundaria, y (en mi época) dos de la preparatoria. Sí, ya sé que todos saben lo que duran los estudios elementales. Y no escribo esto para mis p. aunque f. l. del extranjero, que ignoran todo sobre nuestro deficiente sistema educativo (aunque, dicho sea de paso, el de ellos tampoco ha de estar mucho mejor). Simplemente lo menciono porque quiero enfatizar lo excesivo, lo pesado y lo lento de esos años, en que no tuve, como otros que llegaban a pasar periodos más o menos largos en otras ciudades, ninguna tregua. Sí, un fastidio, un engorro, una chinga.
    Si alguna noche, en una de esas fiebres repentinas que acometen a los niños y adolescentes, me hubieran dicho que tendría que pasar todavía tantos años más en San Mateo del Río, me habría dado una gran ansiedad, como la que experimenta uno en esos estados de delirio al pensar en tener que llevar a cabo una tarea que nunca acaba, o contar una cantidad infinita de cosas. Sí saben a lo que me refiero, ¿verdad? Es una sensación por demás propia de la humana condición, que sólo en esas circunstancias de indefensión se da cuenta cabal de sus límites y su debilidad.

Nada,
nada,
          nada interesante pasó durante mi infancia. O quizá sí: uno que otro terremoto y muchos temblores, alguna huelga universitaria, el derrocamiento de algún gobernador. Pero otros han narrado eso mejor de lo que yo lo haría (bueno, quién sabe si mejor, pero en todo caso ya lo han narrado), y, además, cuando digo que nada interesante pasó durante mi infancia, me refiero a mi vida, a lo personal.

Claro, exagero: también a veces los muertos nos ponemos negativos: ¿qué se creen, que esto de estar acá, sólo un poco acá, es puro relajo y buen humor?
    Hubo, desde luego, cosas buenas, aunque quizá pocas: juegos, paseos, excursiones… Ya he mencionado esas cosas buenas cuando he hablado de mi infancia, de la que he dado una versión más bien idílica, en entrevistas y en conversaciones privadas. Sí, a veces no la pasaba tan mal. Pero sin duda lo mejor de todo, hasta antes de descubrir la escritura, fue el cine (no cuento la literatura porque en San Mateo no había librerías ni bibliotecas, y en las casas, cuando mucho se leía el periódico, el Jueves de Excélsior y el Jajá), el cine, el cine, toujours recommencé, alivio de espíritus aburridos y deseosos de evasión; el cine, que no sólo significó una educación sentimental, como dijera el buen Flaubert, sino también un aprendizaje de actitudes, de maneras (¿cómo, si no, pude percibir la hosquedad de la gente de mi pueblo?), de modas, de gestos, de respuestas.
    ¿Y la televisión? A pesar de sus limitaciones y de su marco más bien doméstico, habría sido un gran alivio y una excelente ventana para asomarse a otras realidades. Pero desde luego que no llegaba a San Mateo del Río, como no llegaban muchas otras cosas: no llegaba el té negro, no llegaban los camiones de primera, no llegaban los adelantos médicos, ni los libros, ni muchas razas de perros, ni la ropa elegante, ni la ropa sport, ni fotografías postales de las estrellas de cine, ni todas las revistas, ni todos los periódicos, ni los hot cakes, ni las hamburguesas, ni los hot dogs (lo más sofisticado, en ese sentido, eran los triangulitos de pan Bimbo con jamón que daban en las fiestas), ni algunas frutas, ni todos los álbumes, ni todas las estampitas para los susodichos álbumes, ni los coches último modelo…, viéndolo bien, casi nada llegaba a San Mateo del Río, fuera de los ya mencionados terremotos y de una que otra inundación en época de lluvias.
    Quedaba, pues, el cine, que mis padres afortunadamente me permitían frecuentar. Si hubieran sabido la de cosas que gracias al séptimo arte conocería y experimentaría; si hubieran sabido que también iba a sustentar desde muy temprana edad el rechazo por mi familia, habrían limitado o prohibido por completo mi asistencia a esa no tan sana diversión.
Puedo decir, también, que el cine fue mi primer contacto con la literatura, no sólo porque algunas películas eran adaptaciones de cuentos y novelas, sino porque me dio, acaso sin que yo me percatara, un acercamiento a formas y estilos de narrar, así como un sentido de la estructura, elemental en toda creación (aunque para elementales, yo, mi querido Watson, que al parecer estoy señalando obviedades).

No me gustaban los melodramas familiares, por más urbanos que fueran; detestaba los lloriqueos y las angustias de las madres preocupadas por sus hijos descarriados. No me gustaban lo pleitos, y mucho menos las reconciliaciones, de los enamorados, aunque de eso a nada, prefería eso, desde luego: siempre me pareció mejor el mal cine que la ausencia de cine. Lo que realmente me interesaba eran las historias en que se insinuaba el sexo, o en las que se aludía a él de manera más o menos abierta (nunca, por supuesto, se mostraba en forma explícita), por lo que no es difícil deducir que mis películas favoritas eran las de rumberas, que en esa época no estaban clasificadas como tales: las protagonizadas por Ninón Sevilla, Rosa Carmina y Mary Esquivel, que exhibían con mucho retraso. Me simpatizaban especialmente esas mujeres chichonas y desbordantes de sensualidad como las mencionadas rumberas y otras que no bailaban, o sólo lo hacían en la cama, como Lilia Prado, Emilia Guiú, Kitty de Hoyos, Ana Luisa Peluffo, Ana Bertha Lepe, Aída Araceli, y, del extranjero (aunque eso fue después, y a varias de ellas las conocía sólo por las revistas), Jane Mansfield, Mamie Van Doren, Zsa Zsa Gabor, las tremendas argentinas Isabel Sarli y Libertad Leblanc, Zoe Laskari, la famosa griega de La basura, la muy pechugona Elizabeth Taylor, que no siempre hacía papeles atrevidos, pero era dada a mostrar en parte sus atributos físicos mediante grandes escotes. Para mi buena suerte, ni los que vendían boletos ni los que los recibían ejercían ningún tipo de censura, por lo que me podía dar vuelo viendo ese tipo de cine, si bien es posible que algunas de las películas estuvieran cortadas (se decía mucho que los proyeccionistas —id est, los famosos cácaros, a los que ante cualquier interrupción había que silbarles y gritarles «¡Cácaro, deja la botella!»— cortaban grandes trozos de celuloide que contenían desnudos, los cuales coleccionaban, aunque me imagino que hacían algo más con ellos que coleccionarlos), pues no recuerdo haber visto nunca algo demasiado atrevido. Por lo demás, creo que la putería fue un eficaz antídoto contra la cursilería: siempre deseé el sexo; nunca el amor y las lágrimas. (No me desagradaban los melodramas en que las mujeres engañaban a sus maridos, aunque luego se arrepintieran —al fin que lo bailado ya quién se lo quitaba—, o sufrieran castigos severísimos: eran al menos mujeres modernas, que manejaban automóviles y asistían a teatros y centros nocturnos. Y me encantaban las comedias de secretarias cogelonas, vedettes cogelonas, prostitutas cogelonas: la putería, en mi humilde e infantil opinión, las redimía).

Aunque la censura era bastante rígida en cuanto a lo que se podía mostrar en las películas, no lo era en cuanto a lo que se podía sugerir, por lo que las imágenes cinematográficas, las situaciones y las historias estaban investidas de una alta carga de sexualidad:
    —las mujeres, paradigmas de limpieza, se la pasaban bañándose; claro, sólo se les veía el rostro (uno se imaginaba lo demás) o las piernas cuando se duchaban, o bien la cara, el cuello y los hombros cuando tomaban burbujeantes baños de tina;
    —esas mismas mujeres, al salir del baño, cubrían su cuerpo con una toalla que apenas ocultaba lo indispensable;
    —las parejas se besaban apasionadamente (con mayor razón si uno de los dos, o los dos, cometían adulterio) junto a la chimenea de una cabaña solitaria en una noche de lluvia (una amiga mía se tapaba los ojos cada vez que se besaban en la pantalla porque lo consideraba pecaminoso, y no le faltaba razón);
    —casi se podía ver, en los parabrisas de los coches estacionados, el vaho de las parejas calenturientas que fajaban en la semioscuridad nocturna; lo que sí se escuchaba, y claramente, eran sus suspiros, gemidos, murmullos, quejidos y jadeos de placer, así como las breves protestas de la joven casta cuando el galán, que a veces peinaba canas, trataba de ir más allá de lo que permitía el decoro.
Pero también, fuera del cine:
    —las portadas de las revistas destacaban siempre los a veces excesivos encantos de estrellas y estrellitas, y las páginas interiores no se cansaban de mostrarlas en bikinis y negligés;
    —en las revistas de chistes, todas las mujeres tenían grandes bustos y caderas, y ahí sí abandonaban con especial desparpajo el brasier para mostrar sus pechos, a los que ninguna ley de gravedad parecía afectar.
    Por supuesto que la figura erotizada era, en esa época, la de la mujer, pero a uno, diferentito desde chiquito, no le faltaban sus pequeñas sorpresas, tanto en el cine como en la vida cotidiana.

 

 

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