Durante los meses en que trabajamos la edición de este número 100-101 de Luvina, editores y escritores nos unimos bajo una condición: la temporalidad. Nunca antes el tiempo nos había instado a concentrarnos de tal manera en el momento histórico que vive nuestro planeta. Un momento crítico, de confinamiento, del quiebre de un modelo político-económico que se desvanece. No obstante, el artista es quien puede imaginar y bosquejar el porvenir.
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Mutantes
Volveré al planeta Tierra
en unos dos o tres mil años más
La guerra será un vago recuerdo
de la época cuando éramos bárbaros
Saludaré a los mutantes y les diré:
He venido hasta aquí desde el tercer milenio
En aquel tiempo los hombres construían
armas nucleares para arrasar ciudades
y aniquilar a sus enemigos
Así ocurrió en la era de las tinieblas
cuando los hombres inventaron un Ser
a su imagen y semejanza
y se dedicaron a matar en su nombre
Los mutantes me mirarán con asombro
y entrarán de nuevo a la caverna
para adorar la imagen de su dios
que es un hongo atómico
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Sala de espera, Terapia Intensiva
Quede la cuerda en el arco
flecha de vidrio dispara el paisaje lunar
acaso sustraiga el aguijón de la culpa
y en términos algebraicos le reste un sentido a la razón.
No rezongues ni te aqueje, Dios paciente e insomne,
quien desata una luz de segunda o tercera hebra
te busca en un signo que alude al vértigo de aislar la sombra,
transita artificios que religan heredad y fastidio
cuando punzante, creyente, nítido, el dolor
y la utilería del ritmo cardiaco
desquician la instancia audible en la vigilia.
Distraído linaje, a tu designio se atiene,
algo dice, algo sabe de anzuelos y rumbos perdidos,
de luciérnagas y del rasgo conceptual de la alianza.
Cuando por fin duerme, a tu perdón le tira.
Encamino —ripiosa y bienintencionada— una plegaria.
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Carecemos de los poderes propios de augures, vates, adivinos y sibilas.
El deplorable estado de nuestra relación con la Naturaleza y sus potencias, con los dioses paganos y con el omnipotente dios semítico nos impide una compenetración orgánica con el dinamismo del mundo, lo que hace imposible la videncia de lo que ha de venir con el tiempo. Una pseudoadivinación excéntrica, pícara, desvergonzada y pesetera, acotada a la satisfacción de crédulos desesperados —el submundo de los astrólogos, lectores de cartas, quirománticos y afines— ha llevado al plano de la caricatura lo que para nuestros antepasados más remotos se apreciaba como una ciencia, sin cuyo oportuno auxilio nadie daba un paso en la política, en la guerra, en la producción de riqueza y hasta en la poesía.
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Si me preguntaran por qué voy al médico pese a las malas experiencias que he tenido, probablemente diría que pedir consejo a alguien que ha estudiado de manera seria las formas de prevenir, tratar y curar una enfermedad no me parece una mala idea. Confesaría también que soy lo bastante ingenua para seguir creyendo que un buen especialista podría conseguir que mi vida, ya libre de dolencias, mejore.
Hay que decir que en México, al menos donde yo vivo, el acto aparentemente simple de tomar el teléfono para concertar una cita con un profesional requiere una tremenda concentración de voluntad.
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Escribo estas páginas para que sean leídas durante el recorrido de un tren de alta velocidad hacia una ciudad del Norte. Las escribo para que las lea el hombre de gabardina verde que se sentó en uno de esos asientos a la mitad del vagón, ahí donde confluyen los asientos que miran para adelante y los asientos que miran para atrás. En ese espacio de encuentro, se abre una mesita doble en ambos sentidos, que parece una cosa doméstica colocada en medio del tren, algo comunitario. En esa superficie él debía colocar sus pertenencias, abrir sus dispositivos electrónicos, quitarse la gabardina, guardarla. Pero no fue eso lo que sucedió. Es temprano todavía para que el tren parta. Él necesita mirar a su alrededor, después de sentarse.
«Perfectamente», pensó.
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«En sangrientos combates los viste
Por tu amor palpitando sus senos,
Arrostrar la metralla serenos
Y la muerte o la gloria buscar.
Si el recuerdo de antiguas hazañas
De tus hijos inflama la mente,
Los laureles del triunfo tu frente
Volverán inmortales a ornar.»
Estrofa II del Himno nacional mexicano
(Letra de Francisco González Bocanegra y música de Jaime Nunó)
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