Qué palabra tan honda. Cuatro poetas nacidos en los ochenta / Gustavo Íñiguez

Sida.
Qué palabra tan honda
que encoge el corazón
y nos lo aprieta.
Abigael Bohórquez

La pregunta que detonó mis obsesiones fue: ¿en el nombre de qué escriben los poetas de mi generación? Y esta obsesión se renovó al recordar que había encontrado un tema que recorría la idea del cuerpo en cuatro poetas que me interesan particularmente. Y que es un tema que me causa miedo. Así, antes de poder dar con una respuesta, acudí a la idea que tengo de mis excesos, tuve que reconocer la imagen del placer como una vía que conduce a un estado de culpa. Recordé el primer concepto de límite (¡no poca cosa!): las siete acciones (capitales) que me pondrían en un camino seguro hacia la perdición. Desenfrenos que, ejecutados a cabalidad, me dejarían sin duda en la puerta del infierno, espacio que mi familia se había encargado de recrear con mayores detalles que el descrito por el mismo Dante. Aún ahora tengo mis recelos de aspirar a la saciedad, porque la identifico como un síntoma del exceso. Es así que me explico por qué de pronto me abrumo cuando he comido un plato abundante o cuando percibo una atención desbordada de otras personas, y sobre todo esa sensación de hastío postcoito. Después del orgasmo quiero que desaparezcan enseguida mis amantes. El exceso de ira es el único de los siete que aún no ha repercutido en el sentimiento de culpa.

      He tenido un deseo constante de sentirme reconfortado y me satisface que alguien permita que eso que lo aterra se perciba, por ejemplo, en un texto con transparencia. De pronto una línea sobresale para que el sentido del poema se desborde y uno experimente lo que ingenuamente he llamado el júbilo silencioso. No me levanto a dar gritos de alegría, pero me siento pleno. Ese júbilo lo experimenté al leer este poema de Abril Medina (Guadalajara, 1985): «Indetectable / Entonces la sal de la que yo venía pareció indisoluble / Me permití las aguas de todo cuenco / Una vez que el ruido / campana ciega / tañó una nueva luz / me acomodé la sangre / quieta en el tártaro del corazón / y todo el órgano sintióse a salvo / sin la vida».
      Pensé: sí, yo también me he permitido las aguas de todo cuenco. Y el temor de saber que uno de los cuencos podría estar contaminado, que el castigo vendría para el insaciable que se acomodaría la sangre para que el órgano se sienta a salvo sin la vida. A partir de esta idea, resonó el conmovedor poema «Desazón», de Abigael Bohórquez, y entonces la palabra indetectable tomó su lugar y el texto de Abril revelaba un sentido más hondo y, por lo tanto, más doloroso. Qué palabra tan honda, dije, y se tendió un puente lógico: 1985, año en que se aísla el virus del sida y el año en que nació la poeta. Me pareció natural pensar que la conciencia del cuerpo se modificó de modo irreversible a partir de la pandemia, que el miedo con el que nos entregamos detonó la aséptica precaución con la que nos protegemos y, por supuesto, el temor a ser castigados por nuestros excesos.
      «¿Te acuerdas? / un par de vertebrados / discordantes / siendo complementarios, / pero nosotros no / en la sangre / contra ningún abismo // el cuerpo es una herida / que migra, / fisura por donde / recibimos / la conciencia // clausurados para la comunión, / nos parecemos / al pez / guillotinado». Estos versos del poema «El pez que se da cuenta», de Ángel Vargas (Acapulco, 1989), establecen una conciencia del cuerpo separado del yo como la misma Abril, quien había escrito en otro poema de su libro Paralipsis (Mantis Editores, 2017): «el cuerpo es un abismo en el que se ha caído desde el cosmos». Me interesó la distancia entre ser y cuerpo, una forma de retirar el daño de la conciencia, un contagio en el cuerpo que ya es herida y abismo.
      De un modo distinto, Daniel Wence (Michoacán, 1984) integra el cuerpo, a partir de un tema que, sobre todo en los homosexuales, se ha entendido como un castigo merecido por «la desviación de sus fines sexuales». En un capítulo que con mucha franqueza titula «Discordantes», Daniel disuelve con sensibilidad el cuerpo de ese «yo, lo que al principio pensé como anacrónico»: «Córtame la piel, la precisión es lo tuyo. / Córtame, plántame las alamedas / haz un árbol de mi verga / que te crezca, te florezca. / Mátame de una vez». Parece una visión anterior al momento en que el vih fue considerado una enfermedad crónica y plantea, a pesar del estado indetectable, el temor de la muerte: el cáncer rosa. Es el mismo poeta que enuncia: «nuestra vida se parece a una camilla que avanza». Aquí, ese aterrador concepto de excederse parece más asumido, mejor librado el sentimiento de culpa con la aceptación amorosa de un contagio para deshacer el estigma social.
      Y en la idea unitaria, del cuerpo integrado, más realista por menos romántica, Saúl Ordónez (Toluca, 1981) ha escrito: «lo peor que puedes hacer dios es penetrarme / porque somos muerte bebé / sí bebé somos muerte / que camina / y te daría la muerte // los antirretrovirales son frutos del árbol de la vida / enraizado en la muerte / en el virus que es muerte que camina / común unión en la muerte / común unión». Con una perspectiva más contundente del virus como un acontecimiento letal, en la visión de Saúl, el cuerpo y el contagio se unifican para encarnar la muerte, con un lapso para esparcirla en la común unión. Y nombra, con una imagen reconfortante, el antídoto temporal: sí, ahí están los antirretrovirales, como frutos del árbol de la vida, para disminuir el miedo al contagio, el terror de ver, en los otros, emisarios aleatorios de la muerte.
      Los textos, o mejor dicho, algunas de estas líneas se han convertido en brevísimos talismanes de pensamiento a los que vuelvo para lidiar con el miedo provocado por la estigmatización heredada de mis propios excesos y modificar las rutas del imaginario íntimo para el entendimiento ¿estético? del sida, qué palabra tan honda.

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