Libros / Los quebrantahuesos / Ángel Ortuño

«La muerte de la señorita Garbancera», el primero de los textos de Los quebrantahuesos, tiene para mí ecos de los cuentos de Juan José Arreola. La pirotecnia verbal sustentada en un fino oído para organizar voces populares es empleada para referir un hecho que parece imposible pero que es, simple y llanamente, porque ocurre. En un ambiente entre grabado del taller de gráfica popular y teatrino de compañía de títeres ambulante, asistimos al retablo de la muerte de la muerte. Asoman, ominosos, algunos elementos no tan risueños (policías, soldados) pero en general todo pareciera resolverse en una fantasmagoría tan colorida como los gallos de Chucho Reyes… si Jesús Reyes Ferreira hubiera pintado calaveritas para un altar de Día de Muertos.La muerte de la señorita Garbancera», el primero de los textos de Los quebrantahuesos, tiene para mí ecos de los cuentos de Juan José Arreola. La pirotecnia verbal sustentada en un fino oído para organizar voces populares es empleada para referir un hecho que parece imposible pero que es, simple y llanamente, porque ocurre. En un ambiente entre grabado del taller de gráfica popular y teatrino de compañía de títeres ambulante, asistimos al retablo de la muerte de la muerte. Asoman, ominosos, algunos elementos no tan risueños (policías, soldados) pero en general todo pareciera resolverse en una fantasmagoría tan colorida como los gallos de Chucho Reyes… si Jesús Reyes Ferreira hubiera pintado calaveritas para un altar de Día de Muertos.

 

Luego ocurre —el verbo no es trivial— una pequeña estampa, el texto titulado «Moscas de fruta», que pareciera apenas un bodegón con mangos y pistola calibre .45. El final —o lo que yo creí en ese momento que lo era— resultaba también perfecto. Cierra con la pregunta: «¿Por qué las frutas llevan a todas partes sus moscas?». Me llamó la atención la música asimétrica de la frase. Un heptasílabo seguido de un octosílabo (y, bueno, éste es el momento en que añado la confesión de que mi incapacidad para fabular me ha llevado a escribir versos). Pero justo aquí, cuando reconocía un patrón que me era más familiar, tuve que retroceder. Concretamente, irme a los epígrafes del libro.

El primero de ellos es de Antonio Liberal y se refiere a una metamorfosis. El segundo, de Ovidio, no es —como la inercia pudiera llevarnos a anticipar— de sus metamorfosis, sino de Los amores. Ambos tienen en común el hecho de referirse a un ave, a un quebrantahuesos. He ahí el título del libro, pensé. ¿Un hilo conductor, tal vez? Aprovechando el ánimo mitológico de los epígrafes y el atisbo curioso de una Ariadna.

El cambio de tono entre el primer y el segundo texto era tan manifiesto que, supuse, la metamorfosis sería un principio de composición del conjunto. No me equivoqué del todo, pero sí me equivoqué. Conforme seguía la lectura, caí en la cuenta de que esa primera estampa, ese texto que supuse casi un koan con mangos y pistola calibre .45, se repetía en otros, daba más golpecitos en los ductos del libro. Nuevamente, regresé. Ahora, a la tabla de contenidos para encontrar algún otro asidero. Vi que, alternados, aparecían los títulos. Primero uno en redondas y al límite izquierdo de la caja y luego otro en cursivas, con un sangrado como de párrafo. Nuevamente asumí saberlo todo: esa estampa no era sino un hilván —aquí, ay, asomaba discreta y dulce Ariadna— respecto al cual los textos que parecían independientes unos de otros (es decir, cuentos) se ensartarían como cuentas de un collar.

Más allá de mis problemas para percibir diferencias entre géneros literarios, el paso de cuentos a cuentas me produjo la impresión de ya no saber distinguir ni siquiera el género gramatical. De pronto, recordé que Miguel Mihura, escritor español, había dicho en sus memorias que se casó muy joven, jovecísimo e inexperto en una sociedad tan refractaria a tratar los asuntos sexuales, que a él le resultaba muy difícil saber si una persona era señor o señora… y terminó casándose con un asistente contable, barbón y muy serio. Me imaginé al feliz matrimonio de Mihura y su barbado contador, riéndose de mí por hacer el ridículo de escribirles «vengo a reseñar una novela» y que todos respondieran: «¿Pero es que no se da cuenta de que es un libro de cuentos? Ni siquiera lo ha de haber leído, ¡vaya impostor!».

A despecho de lo cual, y a pesar de la facilidad vergonzosa con la que me sonrojo, continué la lectura y estas notas.

Y aquí me esperaba otro revés: «El funeral», tercer texto del volumen, desarrolla todavía un humor que, poco a poco, se va descomponiendo. El elemento ominoso que era apenas un trasfondo, se acentúa. Diríamos que se desliza de Arreola hacia Rulfo.

En «Dos balas», el siguiente texto breve, una mujer no sabe si oyó o soñó el ruido de dos balazos. Igual nos ocurrirá a nosotros como lectores. Tan es así que ya habían sonado esos tiros pero apenas caemos en cuenta de ello. Y su eco se prolongará a lo largo del libro, cuando sean el bajo continuo de un crescendo de violencia brutal y, de algún modo extraño, conmovedora.

Hablábamos de Arreola y Rulfo; pues aquí —como bien se anota en la cuarta de forros— se suma también José Revueltas. Todos sobre un fondo de grabado de José Guadalupe Posada.

A partir de este punto de no retorno, los quebrantahuesos desafiarán su prestigio de aves de buen agüero y no hablarán de empresas favorables —como en el epígrafe de Liberal— sino de horcas, colgados, cruces infames, sombras funestas y nidos de buitres —como en el epígrafe de Ovidio.

Yo, se lo advertí, no sé contar historias. Ignoro siquiera cómo terminar esto que oscila entre apuntes diversos de lectura y pregón de merolico. Ustedes quedarán con mucho por averiguar. Por eso es que me detengo aquí: no pierdan el tiempo releyendo comentarios que no van a parte alguna. Lorel Manzano, en cambio, sí sabe contar historias. Lo hace magistralmente. Y ustedes están a punto de constatarlo, además, en una bella edición. Si piden más, diosito los castigará por ambiciosos.

 

Los quebrantahuesos, de Lorel Manzano. Pollo Blanco, Guadalajara, 2015.

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