Las leyes del tiempo III / Ernesto Carrión

Dice mi padre, enterrado en su insaciable criatura, precioso como la gota brillante de un hueso de gato perforado en la pecera desconocida de la hipnosis nocturna: qué sueño anima la oreja decorada con la ceniza, qué sueño lava el muñón extravagante, el cuello atado con los llantos de un monstruo incurable de 190 libras. Qué sueño te conoce como tu mejor enemigo. Qué sueño se desprende de tus testículos y hace tu nombre en la niebla. Finge el cascajo.

Dice mi padre muerto, delicioso como la barba amarilla del agua en la mañana impetuosa del chivo curioso: todas las lenguas son la misma lengua, la de la muerte. Pero mi fórmula para extraviarla es este cuerpo. Un cuerpo que es un cielo donde todos pueden aplastar sus sílabas incendiarias, mover sus dedos en círculos hasta limpiar su polvo, donde todo es deseo aturdiendo los preparativos del espejismo de mi propia cabeza.

¿Has visto un atardecer cuando estás a punto de arrojarte al vacío desde tu propia cabeza? ¿Has visto tu propia cabeza —hijo— helada por las confusiones como si nunca hubieras nacido? —sigue mi padre hablando (su guante y su bate de béisbol respiran furiosamente irritados por cierto desamparo, bajo esa embestida de vidrio que atrapan algunos de sus posibles rostros futuros dentro de unos pedazos de ropa, en el fondo de su cuarto, donde él desapareció)—. ¿Has visto la cadena de colores moviendo la noche hecha anaquel de lenguaje, de lamentable lenguaje, puro veneno? No se hace con frío el infierno aquí en la tierra. No se hace con calor ninguna forma tampoco. No tuve mi propia cabeza en mi cabeza, sosteniéndome el trapo desteñido y la barba gastada. Pero tuve el atardecer en otro cuerpo.

Dice mi padre, apareciendo y desapareciendo frente a mí, como un circuito de lava enamorada, como un gitano inflándose entre metros de telas relampagueantes cual vísceras en manos hermosas, hilando con palabras el origen de cierta urbanidad descascarada en su rostro de oso revolucionario: yo ahora existo en el momento en el que no hay idioma. Mi cielo es un espejo engomado, definitivo. No habito en el silencio en formato de libro. Habito en tu reclamo en formato de hombre, de acantilado abnegado al que le falta vivir. Nace otra vez en paz y en lo creado. Olvídate del nombre que te puse, como quien desprende de sus propios testículos la nueva niebla. Construye un cielo entero, diferente. Abre tus manos

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