Las creencias médicas o de cómo el futuro que imaginé no fue tan terrible, después de todo

Teresa González Arce

Teresa González Arce (Guadalajara, 1971). Autora de Días hábiles (Universidad Nacional Autónoma de México, 2012).

para Luis,
      en todas nuestras vidas

Si me preguntaran por qué voy al médico pese a las malas experiencias que he tenido, probablemente diría que pedir consejo a alguien que ha estudiado de manera seria las formas de prevenir, tratar y curar una enfermedad no me parece una mala idea. Confesaría también que soy lo bastante ingenua para seguir creyendo que un buen especialista podría conseguir que mi vida, ya libre de dolencias, mejore.

Hay que decir que en México, al menos donde yo vivo, el acto aparentemente simple de tomar el teléfono para concertar una cita con un profesional requiere una tremenda concentración de voluntad. No es fácil elegir un doctor: una vía fácil y más o menos práctica es dejarse guiar por un médico de confianza, por un internista, o bien por otro paciente que pueda dar testimonio de sus competencias profesionales y humanas. Otra opción es dejarse llevar por ese oráculo de la vida cotidiana que es el buscador de Google y lanzar preguntas al espacio cibernético en busca de orientaciones verosímiles sobre la afección que nos aqueja.

Pero los esfuerzos que necesita quien insiste en recuperar la salud no se agotan en la búsqueda de un buen especialista. Antes de llegar a ese punto habrá que sortear una infinidad de obstáculos, que van desde la dificultad para aceptar que uno tiene un problema de salud, grande o pequeño, hasta la desidia que, con mucha frecuencia, se asocia con el miedo irracional a escuchar noticias funestas. Otro escollo puede ser el costo generalmente desproporcionado de las consultas médicas y de todo lo que conllevan: medicamentos, exámenes de laboratorio y tiempo gastado en salas de espera.

Es fácil entender a quienes desde un principio se niegan a seguir la ruta indicada por la llamada «medicina occidental» y se aventuran por los atajos de las prácticas alternativas: homeopatía, herbolaria, acupuntura, biomagnetismo, orinoterapia, terapia regenerativa con plasma rico en plaquetas… Las opciones son infinitas, pero todas pueden suscitar en los pacientes una fe tan poderosa o más que los fundamentos de cada una de ellas.

Más complicado es aceptar que entre los médicos convencionales, practicantes de una medicina occidental moldeada por la Ilustración y por el positivismo, aparezcan de vez en cuando algunos doctores tocados por un fervor religioso exacerbado, cuando no por espiritualidades típicamente new age. No me parece extraño que los médicos alópatas alternen o combinen sus saberes, como un intento de ensanchar sus horizontes curativos. Muchas veces me han recomendado homeópatas o acupunturistas que, a juicio de sus pacientes, no son charlatanes porque «también son médicos-médicos», es decir, practicantes de la medicina de bata blanca. Ese detalle, al parecer, tiene la virtud de tranquilizar a la gente que acude a verlos, pues funciona como una garantía adicional: en caso de que falle una de las dos prácticas, el médico siempre podrá sacarse un as de la manga.

Dos de los muchos médicos que, en calidad de paciente, vi el año pasado, me sorprendieron por la franqueza con la que me hablaron de sus creencias. El primero de ellos, un infectólogo a quien consulté como parte de un tratamiento neurológico bastante delicado, estuvo atendiéndome con mucho profesionalismo hasta que, después de algunos meses bajo tratamiento, me preguntó si mi neurólogo ya tenía un diagnóstico firme sobre mi enfermedad. Como en ese momento no había ninguna certeza, pero sí algunas hipótesis bastante terroríficas, en vez de responder a su pregunta comencé a llorar. Mi reacción conmovió al médico, quien empezó a hablarme de su creencia en los milagros.

Me hubiera gustado que la conversación terminara ahí y que no abundara en el tema. La verdad es que en el fondo de mi alma yo también creo —o quiero creer— en los milagros, pero no en los prodigios que él comenzó a describir. En su caso, le interesan los milagros eucarísticos que consisten, por ejemplo, en imágenes religiosas que sangran o en hostias convertidas en pétalos. Me contó que frecuenta en internet a un psicólogo sudamericano que alguna vez fue ateo, pero que se convirtió cuando un sacerdote le devolvió la vista tras una ceguera repentina. Desde entonces da conferencias sobre el tema, y el infectólogo que me contó su historia lo sigue en YouTube porque se niega a aceptar que su hija de dieciocho años «le haya salido atea», pese a que tanto él como su esposa son intensamente religiosos y rezan el rosario cada noche.

Inmediatamente quiso mostrarme en su computadora el poder de ese mensaje, así como la excelencia oratoria del expsicólogo, pero, al advertir que yo no compartía su emoción, se disculpó por haberme hablado de esas cosas. Él sólo quería, me dijo antes de despedirse de mí, que me curara «sin hacer esfuerzos». Salí del consultorio muy conmovida por la intención del doctor, pero me hice muchas preguntas sobre la compatibilidad del pensamiento científico que atribuyo a los médicos y la tendencia que tienen a apostarle a la religión.

Meses después visité a un dermatólogo a quien veo dos veces al año. Debo decir que, al igual que el infectólogo, este médico nunca renunció a prescribirme medicamentos ni a recomendarme las rutinas profilácticas que venían al caso. Hablamos durante algunos minutos de mi profesión y de su afición por la literatura. Me dijo que hacía mucho que no leía obras de ficción, no porque no tuviera tiempo de hacerlo —como yo creí al principio— sino porque hace algunos años había leído un libro que le cambió la vida. Al parecer, algo vio en mi rostro fatigado por las horas previas de espera, pues se sintió invitado a hablarme de ese libro y de sus creencias. Afirmó que de cincuenta pacientes que veía cada día, sólo hablaba de esas cosas con muy pocos (incluso aventuró una cifra: el uno por ciento, que, si mis matemáticas no fallan, equivale a medio paciente).

Después de mostrarme en su computadora las portadas de los libros escritos por ese autor norteamericano y de explicarme cuáles eran los temas que abordaba —básicamente, la reencarnación y la iniciación por medio del perdón—, buscó en su teléfono la foto de una niña recién nacida cuyo gesto parecía ser el resultado de una gran decepción y de un hastío inconmensurable. La foto no explicaba el origen de esa expresión, pero, en su afán didáctico, el doctor la usaba para ilustrar el cansancio que un ser podía sentir al darse cuenta de que su destino ineludible sería volver a pasar por todas las mentiras, ilusiones y patrañas por las que ya había pasado en sus vidas anteriores.

Como la niña de la imagen no había tenido la suerte de los «maestros ascendidos», suponía el médico, nadie le había revelado los milagrosos poderes del perdón, y no sabía cómo podía regresar a la «fuente» para romper con ello el círculo de reencarnaciones. Salí de ahí bastante cansada, un poco divertida y preguntándome cómo podía ser que un médico exitoso, joven y con tantos conocimientos como él, despreciara tanto la vida al punto de considerarla un castigo interminable.

Hoy, cuando han pasado varios meses desde aquellas citas, ya no pienso tanto en el choque entre mi creencia en la infalibilidad científica de los médicos y los testimonios de fe que me fueron otorgados por cada uno de ellos (aunque tal vez debería seguir reflexionando en ese asunto, puesto que he advertido que mi confianza en el espíritu científico no era muy diferente a la fe). En lo que sí he pensado, en cambio, es en el significado que esos relatos han tenido para mí. En aquellos días yo pasaba por una etapa de miedo profundo ante un futuro que me parecía incierto algunas veces, y aciago casi siempre.

Tal vez la confesión más sincera que pude hacerle a una persona no inmediatamente cercana a mí en aquella época fue mi llanto en la consulta del infectólogo. Y debo decir ahora que, pese a la incomodidad escéptica que me causó el tema de los milagros, creo que las palabras con las que el médico se despidió de mí terminaron siendo un regalo inesperado que me inspiró un genuino sentimiento de paz al salir del consultorio. Desde el futuro que tanto temí aquellos días, valoro ese buen deseo como un vaticinio que fue casi como la anticipación de un milagro: el futuro no resultó ser tan terrible como yo lo imaginaba entonces.

Desde este presente en que se convirtió el futuro que antes imaginé, puedo decir también que, a diferencia del dermatólogo, a mí no me molestaría volver a recorrer los instantes, los días y los meses de mi vida. Porque, aun estando enferma, muchas veces he experimentado esa sensación de plenitud que la poesía expresa tan bien, y que se verifica en la contemplación de las cosas simples y hermosas. Un ejemplo de eso es lo que ocurre en ese poema de Anna Ajmátova que es en realidad una plegaria al rayo de luz que irrumpe al caer la tarde:

En mi aguamanil
el cobre ha enmohecido
y el rayo juega con él.
¡Qué alegre es verlo!

Tan inocente y sencillo
en el silencio nocturno,
en esta casa vacía
él es una fiesta áurea
y un consuelo para mí.

Esa alegría sucede también cuando, en medio de la cotidianidad con el ser amado, quisieras que los días que estás viviendo no llegaran a su fin. Como en la canción «Days Aren’t Long Enough», del cantante norteamericano Steve Earle, donde quien canta dice que los años se suceden uno tras otro, la Tierra da otra vuelta alrededor del Sol y caen mil lágrimas cada vez, pero que nunca se le ocurriría contar años y lágrimas porque está rodeado de amor, y los días nunca son lo suficientemente largos:

Another year has come and gone
Another circle around the sun
Another thousand tears have fallen
I don’t ever count them because
I’m surrounded by your love
And days are never long enough

Entre esas repeticiones diarias, que yo no suelo contar pero que cada vez que ocurren confío en que van a seguir ocurriendo en días futuros, está ese instante previo al sueño que siempre me parece como encontrar mi verdadero lugar en el mundo. Digo «verdadero» porque siento que ese pequeño rincón del universo fue creado especialmente para mí. Hace casi un siglo, la poeta rusa Marina Tzvetáieva describió esa experiencia íntima tal como yo la he vivido:

Un nido me procuro. Tibio
es el costado —me acurruco.
Ni antes ni después: 
el lugar de una chispa.

Ni manos ni pies, mis huesos
lo confirman: sólo en tu costado
cobra mi costado
vida.

Después de recordar los meses en que estuve enferma y de valorar ese buen deseo que recibí de uno de mis médicos, siento que debería hacer por otros lo que alguien más hizo por mí y desear con todas mis fuerzas que al otro doctor, el que siente tanto miedo al imaginar un futuro en el que su existencia se repetirá eternamente, le sea concedido disfrutar cada instante de su vida, o al menos unos cuantos minutos de ella. ¿Será esto lo que debería hacer todo el que viva un milagro? Espero que sí

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