La bóveda del zoológico / Karen Elizabeth Camacho Buenrostro

Preparatoria 17 / 2015A

Si había algo que Alicia, a sus veintitantos años, no podría entender, era el destino extraño que envolvía a su abuela. Año tras año, siempre le sucedían una serie de eventos que no ocurrirían a los ancianos normales, o al menos a los que ella conocía. Incluso cuando la abuela tenía ya cuatro años de muerta, los eventos extraños seguían sucediendo en su nombre, como si la persiguieran a donde quiera que estuviera su alma.
     Bueno, eso era cosa de espíritus ¿no? Entonces ¿por qué tenía que arreglar ella cada extrañísimo caso que surgía en relación a su abuela? Sí, era su único familiar. Sí, estaba ya acostumbrada. Sí, le “pagaban” por ello, pero ¡hey!, ella no había pedido eso: no era una detective, una cazafantasmas o alguna tontería por el estilo. Solamente había crecido al lado de una viejecilla peculiar. Sólo eso. Nada de dones espirituales, ni de conexiones con el más allá. Sólo una chica de veintitantos normal. “Por eso mismo, sólo una persona con dones especiales será capaz de calmarlo, ¿no? ¡Haga el favor de ir a visitar el lugar!”
     Pero, claro, la gente no entiende eso de “normal” muy bien. “Lo siento, pero ahora estoy estudiando en la universidad y no tengo tiempo para esas cosas.” Lo dijo de la forma más calmada que pudo encontrar. Además… un estrépito la interrumpió. Aquel hombre, horriblemente calvo y poseedor de la apariencia más frágil que había visto, dueño de un zoológico a las afueras de la cuidad, se arrodilló, juntó sus manos en oración y volvió a suplicar. “¡Por favor! ¡Si no es usted, esto nunca se detendrá!” Titubeó. “Pero yo, cómo decirlo… justo hace dos días… me acabo de retirar del negocio… Es una decisión que quisiera respetar. Si le soy sincera, estoy cansada de tantos problemas.” “¡Pero su abuela…!” “¡Ya sé, ya sé!, mi abuela siempre causa problemas, lo entiendo”. Pero aquel hombre no lo entendía. Bastaba con ver sus lánguidos ojos, el sudor cayendo por la frente, su expresión preocupada. Por más que discutiera con él, nunca se iría. Ya llevaban así una media hora y comenzaba a cansarse. Terminó por suspirar. Murmuró, bajito, un “bueno, acepto”. Al anciano se le iluminaron los ojos. De inmediato tomó sus manos entre las suyas agradecido. Incluso se arrodilló varias veces. Cuando sonreía de esa manera se veía muy extraño, casi irreal. Al final no soltó ni una palabra mientras se iba. “¡La estaré esperando a las 3 de la tarde el sábado afuera del zoológico! No llegue tarde”. Gritó, desde la entrada, con alegría antes de desaparecer.
     La chica soltó una especie de gruñido mientras murmuraba: “No decida mis horarios por mí”.
     Esa fue la semana más infernal de su vida. La universidad era difícil si tenía que ir a trabajar desde temprano a una pastelería cercana. Además de eso tenía que hacer todas las actividades sin falta y se acercaba la época de exámenes. Se preguntó qué demonios hacía tomando un camión para llegar al parque zoológico. No tenía tiempo para eso. La idea de irse directo a casa y tomar un baño relajante le parecía más que tentadora. Pero no había más qué hacer: ya había hecho una promesa y no podía irse sin más. Pensándolo bien: ¿qué era lo que estaría pasando en el parque zoológico? Cuando era pequeña solía ir ahí con frecuencia porque su abuela trabajaba como guía de un pequeño recorrido para niños. Era un trabajo por demás normal. No recibía mucho sueldo, pero se divertía y nunca la había oído quejarse. No podía pensar en algo que esa pobre anciana hubiera hecho para tener así de aterrado al dueño. Aunque, viniendo de su abuela, siempre pasaban las cosas más extrañas.
     Se bajó una parada antes, pues aún era muy temprano para caminar hasta el zoológico. Al principio pensó que era su imaginación, pero cuando llegó al lugar lo confirmó: nadie se le quería acercar. Usualmente todas las calles de alrededor estaban llenas de puestos de comida y locales comerciales, pero ahora todo estaba cerrado, silencioso. Parecía que nadie quería respirar el aire del lugar. Mientras más caminaba más vacío estaba todo. Un gato negro con unos intensos ojos verdes y una cola muy rara (que parecía ir como en zigzag) se le acercó en la entrada y la miró directamente a los ojos por un rato. Ella no parpadeó. Siguieron así un rato. El gato se sentó justo enfrente, mientras la seguía mirando. No hacía nada en especial, simplemente la observaba.
     Como se sintió extrañamente cómoda, tomó al gato y se sentó con él a esperar en una banca afuera del lugar. El dueño llegó con cinco minutos de retraso. Todavía se veía cansado, quizá incluso un poco más viejo. Ahora que no llevaba un traje, se veía de alguna manera más calvo que la vez anterior. “Lamento mucho mi retraso, tenía unos pendientes en la oficina y el tiempo se me pasó volando. Discúlpeme.” Entornó los ojos un momento, pero le dijo que no sucedía nada. No era para exagerar. El gato a su lado miraba fijamente al hombre mientras que este seguía disculpándose. “¡Y ahora le estoy quitando su preciado tiempo.” Se disculpó otra vez. “¡Pase, pase!” Asintió y se levantó enérgica. Durante un segundo dudó sobre qué hacer con el gato, pero él simplemente arrastró su cola en zigzag y la siguió. “Es ahí”, dijo el anciano al tiempo que señalaba una pequeña bóveda. El zoológico estaba tan silencioso y lúgubre que, incluso en verano, se te helaba la piel. No había nadie aparte de ella, el anciano y el gato. “Verá, este lugar siempre ha estado lleno. Todos los días, de lunes o domingo, da igual qué día sea. Es un gran negocio ¿sabe? Así que hace dos semanas quisimos comenzar una nueva obra: realizar un centro recreativo para niños. Decidimos que demoler esta bóveda sería lo mejor.” Calló de pronto, como inmerso en sus recuerdos. “Y mi abuela, ¿dónde entra en todo esto?” Él no respondió de inmediato, pareció pensar las palabras exactas que pronunciar: “Todos los casilleros de los empleados están en la sala principal.” Comenzó. “Por falta de espacio, cuando su abuela trabajaba aquí, se le hizo un casillero aparte, dentro de la bóveda. Ella nunca se quejó de eso; por el contrario, parecía disfrutar mucho tener un espacio para ella sola. Quizá esté mal que yo se lo diga, señorita, pero yo apreciaba mucho a su abuela por ese ambiente tan extraño que la rodeaba. Por eso mismo, me sorprendió mucho su muerte hace cuatro años. Una lástima, en verdad.” Alicia se quedó en completo silencio afuera de la bóveda, observándola. Se imaginó a su abuela recogiendo sus cosas de un casillero silencioso. Se tomó su tiempo para hablar también. “¿Qué sucedió con lo de derribar el edificio?” Cuando el anciano suspiró, su calva se hizo más evidente. “Pues, como verá, no pudimos realizarlo. Teníamos todas las herramientas aquí, justo enfrente. Habíamos cerrado el zoológico por ese día para que no ocurriera ningún accidente. Teníamos el personal necesario y una máquina demoledora grande. Yo vigilaba a unos jóvenes trabajadores cuando sucedió. Tomaron la maquinaria, apuntaron al edificio y soltaron la gigante bola de acero. Pero el muro, que debería ser partido a la mitad, no se partió. Simplemente surgieron una o dos grietas. Todos nos sentimos muy extrañados.” Se detuvo un momento y la chica miró con atención el edificio, dándose cuenta de que había grandes grietas en las paredes. “¿Las paredes…?” “Son de ladrillos comunes y corrientes. Nada especial. Extraño, ¿no? Todos pensaron que era culpa de quien manejaba la máquina pues era joven e inexperto, pero sin importar quién la utilizara ni desde dónde lo golpeara, el muro sólo sufrió rasguños. Al final decidieron que lo harían con picos y palas al día siguiente. Simplemente romperían las paredes con fuerza bruta, pero tampoco pudieron hacerle mucho daño afuera. Los hombres terminaron agotados y sus esfuerzos fueron en vano. “¿Se rindieron entonces?” “Ojalá… lo cierto es que al tercer día llevaron explosivos. Estaban hartos de esa bóveda. A mí tampoco me resultaba una mala idea. Era una bomba pequeña, no haría mucho daño. Eligieron para la empresa a un hombre alto y regordete, experto en demoliciones. Después de que la bomba fuera colocada y todos estuvieran en un lugar seguro, intentaron detonarla… pero no explotó.” El silencio se apoderó un momento del ambiente gélido. “Al final tuvieron que entrar a la bóveda y revisar la bomba para saber cuál era el problema. Apenas la sacaron de la bóveda, la bomba explotó.” “¡Oh, Dios!” “Sí, ese día tres personas murieron frente a mí. La noticia se publicó en periódicos y revistas. Últimamente los únicos que vienen al zoológico son periodistas.” Alicia asintió, pero, para ser sincera no tenía idea de para qué serviría ella. Es cierto que su abuela había estado en ese lugar, haciendo uso de un casillero que ahora estaba vacío; pero ¿y qué con ello? No sabía en qué podría ayudar ella. “Ayer vino mi hijo a visitarme”, dijo de pronto el hombre. Alicia pensaba que el relato ya había terminado. “Él vive muy lejos y aún no había escuchado lo de la bóveda. Me pareció mejor no decirle. Supongo que fue mi error. En la noche quiso jugar un poco de baloncesto, así que entró en la bóveda por un balón. Para la mañana, después de buscarlo desesperadamente, lo único que encontramos fue un gato negro jugando con un balón de basquetbol.” Miró al gato de forma culpable. Él le devolvió la mirada. Durante un momento pareció que sonreía. De alguna manera la chica pensó que era verdad. Que no era sólo una historia loca que el gato de verdad era el hijo del dueño de un zoológico silencioso en donde no se oían ni las aves y que fuera de esa bóveda habían muerto tres hombres. “Entiendo perfectamente si después de oír mi historia no quiere entrar. Incluso si me juzga, como muchos otros, de ser un hombre loco. Pero sé que esto tiene relación con su abuela.” El hombre terriblemente calvo era extraño, pero sintió que no mentía. Asintió: “Lo haré”. Eran las tres en punto cuando se metió a la bóveda del parque zoológico. El hombre a su lado parecía más nervioso que ella. Cuando depositó la llave, sus manos estaban temblando. Entró con paso decidido. El gato pasó también, pero el hombre se quedó afuera, incluso lo escuchó alejarse varios pasos. Lo entendió. La bóveda no parecía nada fuera de lo normal. Era muy pequeña. Estaba llena de cajas que se amontonaban por todos lados y una pizarra enorme y descolorida al fondo. Cuando intentó prender las luces, se dio cuenta que no había electricidad. Eso, o los fusibles estaban fundidos. Había mucho polvo y arañas por ahí y por allá. Pasó al lado de más cajas y libros abandonados, buscando quién sabe qué cosa. Al final de la bóveda, casi oculta, vio la única cosa que le llamó la atención: un casillero. Con sumo cuidado quitó las cosas a su alrededor, unas cuantas cajas que olían a moho, para ver más de cerca. Al lado del casillero había una ventana que dejaba entrar la luz suavemente.
     Abrir el casillero no fue difícil: a pesar de que tenía un candado, este se había oxidado y se deshizo casi al tocarlo. Cuando abrió la puertecilla sonó un chirrido tremendo. No había muchas cosas dentro: permanecía una fotografía de su abuela, su madre y ella; libros viejos y, justo en la parte de arriba, lo que parecía un papel grueso. Sin saber muy bien qué hacía, se paró de puntitas y tomó el papel. En el papel pudo ver unos signos rojos que durante un segundo no supo distinguir. La chica se detuvo. El sol de la tarde brilló un momento sobre el papel doblado que apretaba entre sus dedos. Volvió a mirar las letras rojas. La caligrafía era inconfundible. Con un nudo en la garganta lo desdobló por fin. Cuando terminó de leer, se sintió un tanto extraña. No era del todo lo que había esperado, pero tenía ese toque extraño de su abuela. Sólo unas cuantas palabras: “No hay tiempo para explicaciones. No digas nada. Solo sal de este lugar ¡ahora!”. Lo leyó una vez más, como si el significado no hubiera llegado hasta su conciencia. “¿Pero por qué habría que salir de aquí…?” Alicia no terminó de hablar. Una pala se estrelló contra su cabeza. El hombre, horriblemente calvo, se meció un poco en su silla mientras escuchaba la radio. Emitía noticias. La periodista parecía muy alarmada. Él sonrió.
“En otras noticias, las extrañas desapariciones siguen sucediendo en un Zoológico a las afueras de la ciudad. El dueño dice no saber nada al respecto…”

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