López Velarde: poesí­a que no decae Entrevista con Martha Canfield / Fernando Fernández

Estos días empieza a circular La provincia inmutable. Estudios sobre la poesía de Ramón López Velarde. A pesar de ser uno de los libros más intensos y agudos que se han escrito sobre la obra del poeta zacatecano, nunca había sido publicado en México y es prácticamente desconocido entre los expertos en el tema. Su autora, la poeta y profesora universitaria Martha Canfield, nacida en Uruguay en 1949 y radicada en Florencia, Italia, desde 1977, es una conocida especialista en la obra de algunos autores hispanoamericanos, como Jorge Eduardo Eielson y Álvaro Mutis. Hace unos meses ganó el premio Ramón López Velarde por aquel estudio, que se publicó por vez primera y única hace casi treinta y cinco años en Italia, por cierto en lengua española, como parte de las ediciones de la Facoltà di Magistero de la Universidad de Florencia. El Instituto Zacatecano de Cultura y la revista de poesía La Otra ponen por fin remedio a esa omisión del ámbito velardiano mexicano publicando el libro, acompañado de un prólogo de quien esto escribe. Cuando trabajaba en mi texto introductorio le hice algunas preguntas a la autora por correo electrónico; esta entrevista está armada a partir de sus respuestas.

 

¿Cómo llegaste a López Velarde y cómo y en qué circunstancias decidiste trabajar su poesía?

Todo empezó en un seminario de mi viejo y querido profesor Oreste Macrí en la Universidad de Florencia. Éramos unos diez alumnos, no más, y todas las semanas cada uno de nosotros debía presentar a un autor ubicado entre modernismo y vanguardias y analizar su obra en base a la metodología propuesta por él, en la que había sobre todo contexto histórico y análisis estilístico y métrico. Yo pensé en López Velarde, como autor en un punto de transición entre modernismo y posmodernismo. Me pareció que su obra se prestaba a una disección despiadada, como las que hacía Macrí, y que eso todavía no se había hecho. Lo propuse en unas tres clases seguidas, y ya desde la primera el profesor me dijo que ese trabajo merecía ser desarrollado y publicado. Y así empecé a escribir el libro.

 

¿Cuáles son las principales enseñanzas que te dejó tu trabajo al lado de Macrí?

Oreste Macrí fue mi verdadero maestro. Creo que lo que aprendí de él no tiene límites; me abrió caminos, me iluminó, me estimuló. Te cuento que incluso después de que se jubiló, yo lo visitaba regularmente (y lo hice hasta su muerte). Ya nos veíamos todas las semanas, el día jueves, en lo que él llamaba con un término español «la tertulia»; era un lindo grupo de escritores y profesores y nos encontrábamos en la librería Seeber a eso de las seis de la tarde, para ver las novedades, y de ahí nos íbamos al Café Doney —un café famoso en la misma calle Tornabuoni donde estaba la librería—, y allí nos tomábamos un aperitivo y nos quedábamos de charla hasta las siete treinta, ocho de la noche, hablando de todo un poco. La tertulia había nacido en tiempos remotos, cuando Eugenio Montale vivía en Florencia y era director del Gabinete Vieusseux (antes de que lo echaran por no querer inscribirse al partido fascista) y Macrí era un joven estudioso que se había trasladado a Florencia desde la Puglia, de donde era originario; los miembros históricos de la tertulia eran los grandes poetas florentinos Mario Luzi, Piero Bigongiari, Alessandro Parronchi, a los que luego se agregaron otros profesores y escritores. Cuando Macrí me invitó a participar en esas reuniones yo me sentí muy honrada, como comprenderás, y no falté un solo jueves. Allí pude conocer de cerca a Luzi, a Bigongiari, entrar en confianza con estos escritores, leer poemas en borrador, asistir a discusiones que hoy podrían considerarse históricas… Pero con Macrí había una relación muy profunda, de maestro a alumna, casi de padre a hija. Y yo iba también a su casa, y cada vez que escribía algo, lo primero que hacía era hacérselo leer y esperar con ansia sus comentarios, que él no se demoraba en pasarme. Un día me dijo algo que no puedo olvidar: me llamó «su única verdadera alumna».

 

Las referencias para el desarrollo de tu estudio sobre López Velarde (algunas: Bachelard, Freud, Bataille) ¿serían otras si lo emprendieras el día de hoy?

Lo que yo he aprendido de la mente humana leyendo a Freud, a Jung y a algunos de sus mejores discípulos, como Norman O. Brown, por ejemplo, es definitivo y no tiene pérdida. Y lo mismo puedo decir sobre lo que he aprendido a través de algunos teóricos de la literatura como Bachelard, Bataille o Todorov. Creo que no podré liberarme nunca más de la influencia que me han dejado.

 

¿Sigue siendo útil la crítica literaria que trabaja a partir del psicoanálisis, como lo fue para ti al aproximarte a López Velarde? ¿Es posible usar ese método de trabajo treinta y cinco años después de que lo usaste tú?

Ya cuando escribí el libro sobre López Velarde no había una adhesión absoluta a la crítica psicoanalítica de la literatura. Incluso —creo que lo digo en el libro— yo misma quise servirme de las teorías de Bachelard para ciertas interpretaciones y para la aclaración de ciertos símbolos, a pesar de que Bachelard era muy contrario a la lectura freudiana. Pero entonces consideré que la crítica literaria puede y debe servirse de todos los métodos posibles, sin asumir una línea única de interpretación. La obra es abierta, como ha enseñado Umberto Eco, y por tanto también la crítica lo debe ser. El psicoanálisis nos ha revelado pliegues y sombras de nuestra psiquis, y no tomarlo en cuenta es perder un instrumento fundamental. Cierto que Freud fue rígido en ciertos conceptos y luego otras escuelas lo moderaron o modificaron, empezando por Jung, en quien también me he inspirado en otros estudios literarios. Sigo pensando que lo importante es proveerse de la mayor cantidad de armas posibles para «desarmar» la obra literaria y poder hurgar entre líneas. Sólo así podemos llegar a descifrar el mundo que se esconde detrás de una composición.

 

¿De dónde proviene el concepto de «matria» que utilizas para describir la provincia velardiana, y que, según explicas, se confunde en López Velarde con la idea misma de mujer?

Más que con la idea de mujer es con la idea de madre, y por tanto también de mujer, de lo femenino. En «La suave patria» describe a México como una tierra cálida, protectora y generosa, que él mismo define «impecable y diamantina», dos adjetivos que ha usado muchas veces para referirse a Fuensanta y a las provincianas. México, la «suave patria», se configura en la imaginación de López Velarde de manera femenina, no masculina. Eso me hizo pensar en el concepto de «matria» (como figura materna) por oposición a patria (como figura paterna), en el sentido en que lo proponía Sergio Salvi, un historiador florentino, en varios de sus libros de finales de los años setenta. Yo había leído, en la época en que estaba estudiando a López Velarde, algunos de estos trabajos: Le nazioni proibite, del 73; Le lingue tagliate, del 75, y sobre todo Patria e Matria, del 78. En este último, Salvi explicaba cómo todos tenemos una nacionalidad y pertenecemos a un Estado, pero no siempre ambos conceptos coinciden. El Estado o Patria está ligado al poder central, mientras que la nacionalidad es algo más complejo que tiene que ver con la lengua, las tradiciones, la historia. Salvi analiza muy claramente el problema de «las lenguas cortadas» en España, donde el Estado ha impuesto una lengua oficial, el castellano, que sofoca las lenguas de varias nacionalidades existentes dentro del territorio, o sea la vasca, la catalana y la gallega. Entonces contrapone al Estado, que es la Patria, la nacionalidad que llama Matria, con una palabra inventada pero sumamente expresiva. Creo que López Velarde había intuido la existencia de estos conceptos contrapuestos y oponía el poder central de la Ciudad de México a la nacionalidad zacatecana, así como contraponía el oro de los cultivos y de las minas, don divino, al negro petróleo, siniestro regalo del diablo. Por lo mismo le fascinaba la historia de la región de Provence en Francia y su relación con el poder central y opresivo —el Estado francés—, pero al mismo tiempo la literatura que reivindicaba una nacionalidad, una lengua, una historia. Él conocía perfectamente el movimiento felibrista y la obra de Frédéric Mistral. Por eso llama «Mireyas» a las provincianas de su tierra, como la protagonista del poema de Mistral. El dolor de López Velarde nacía de la impresión de que el alma provincial estaba muriendo, como sus «provincianas mártires».

 

¿Ha cambiado tu apreciación de López Velarde en estos años, los treinta y cinco que han pasado desde que publicaste La provincia inmutable?

No, no ha cambiado. Al contrario. Creo que es un poeta que quedará en la memoria de los tiempos futuros. Su poesía no decae.

 

No encuentro alusiones a tu estudio en la gran edición de las Obras de López Velarde, cosa que llama la atención porque José Luis Martínez no dejaba pasar ningún hecho de importancia que tuviera que ver con el poeta al que editó con tanto celo. ¿Estoy en lo correcto o estoy buscando mal?

Yo creo que José Luis Martínez no llegó a conocer mi libro. Yo obviamente quise mandárselo cuando salió, pero quién sabe si le llegaría, en aquella época en que había que confiarse en un servicio de correo que muy a menudo era deficiente. Allen W. Phillips sí recibió mi libro y lo leyó y me escribió una carta muy amable y elogiosa que conservo. Pero, que yo sepa, no publicó nada al respecto.

 

¿Hubo en México reacciones (reseñas, comentarios, propuestas de entrevistas, crítica), al aparecer tu libro en 1981?

Yo envié por correo el libro a algunas personas que conocía o de las que tenía referencias profesionales. En aquella época no existía internet y todo se hacía por correo, o sea que las comunicaciones eran muy lentas y trabajosas. De todos modos recibí comentarios muy elogiosos de parte de José Emilio Pacheco, que siempre me siguió repitiendo que había hecho un excelente trabajo y se asombraba de que yo, sin ser mexicana y sin haber estado en México (de hecho entonces todavía no conocía México), hubiera podido entrar de esa manera tan honda —decía él— en el mundo y en el alma de López Velarde. Para mí su juicio fue siempre un gran estímulo, un verdadero regalo de la vida. Luego recibí comentarios positivos de Allen W. Phillips y otros, de los que tengo cartas, eso sí, pero ninguna reseña. La verdad es que el libro se difundió sobre todo en Italia y permaneció todos estos años como un estudio reservado a pocos expertos del sector.

 

¿Has releído tu libro? ¿Qué impresión te queda al hacerlo?

Pues sí he releído el libro. Sobre todo ahora, que se va a publicar en México. Y mi impresión es que su valor —y mira que lo que digo es en realidad objetivo, porque los muchos años transcurridos me han separado de ese trabajo y lo he vuelto a leer como si fuera de otra persona— va más allá del tiempo en que se escribió o de la bibliografía actualizada o anticuada. Mi análisis es estilístico y psicoanalítico y eso no se encuentra en otros trabajos sobre López Velarde, y creo que las conclusiones que saco tienen un rigor científico que las mantiene válidas.

¿Has estado al tanto de los nuevos libros sobre el tema, digamos desde que apareció la correspondencia con Eduardo J. Correa, que incluye cartas y poemas inéditos, en 1990? Si sí, ¿cómo te has relacionado con ellos? ¿Cambian, o siquiera matizan, tus principales apreciaciones?

Me he comprado todo (al menos eso creo) lo que ha salido sobre López Velarde después escribí mi libro, en varios viajes a México (adonde, como tú sabes, en los últimos años estoy viajando regularmente al menos una vez por año). He leído con gran interés, pero no he podido volver a ocuparme directamente del tema. Otros mil trabajos se han interpuesto entre mi querido jerezano y yo; y no sólo trabajos. Con los años se fueron intensificando ciertas amistades literarias que me han incitado a estudiar y a traducir a varios autores hispanoamericanos, empezando por los que yo llamo «mi santísima Trinidad», o sea Álvaro Mutis, Mario Benedetti y Jorge Eduardo Eielson. De este último luego quedé como heredera universal y fundé un Centro de Estudios con su nombre en Florencia, y eso me ha llevado a hacer varias exposiciones de su obra artística y a publicar varios libros dedicados a él, así como también a Vargas Llosa, directamente vinculado a este Centro. En cambio, hubiera querido publicar en italiano a López Velarde, pero a pesar del interés mostrado en algún momento por la editorial Einaudi luego no se concretizó nada y el proyecto quedó en cero. En cambio, he publicado a muchos otros autores, incluso mexicanos, como José Gorostiza, Alejandro Rossi, Carmen Boullosa…

 

¿Hubo propuestas para publicar tu libro en México? Y si las hubo, ¿por qué las rechazaste? ¿Por qué aceptas ahora?

En realidad sí hubo propuestas. Hace ya varios años me lo propuso Marco Antonio Campos, cuando estaba vinculado al Instituto Zacatecano, y, por cierto, antes de ganarse él el premio López Velarde. La verdad es que él insistió mucho. Pero yo nunca llegué a cumplir lo que me pedía, que era poner al día el libro, o sea actualizarlo. Eso, que en un principio me pareció factible, luego me fui dando cuenta que era imposible. Leerme toda la bibliografía que ha salido en un cuarto de siglo, dejando de lado otros mil trabajos que tengo siempre entre manos, me resultó imposible. Me di cuenta de que eso hubiera sido escribir un nuevo libro. Si La provincia inmutable tiene algún valor, entonces está allí, en lo que se ha publicado y no tiene sentido cambiarlo.

 

¿No ha sido extraño para ti que se te reconozca por un trabajo que se publicó hace casi treinta y cinco años?

Más vale tarde que nunca, se dice en Italia. Pero no me sorprende, la verdad, porque sé muy bien que esos libros que se publicaban en la hermosa colección fundada y dirigida por Oreste Macrí no circulaban fuera de Italia. Los conocían los especialistas, los colegas, los profesores que los ponían en la bibliografía de ciertos cursos, y por tanto los estudiantes universitarios. Pero de ahí no pasaban. Para mí fue un honor y una alegría el comentario que hizo en su momento José Emilio Pacheco. Pero no me sorprendió que Allen W. Phillips, por ejemplo, me ignorara.

 

¿Cómo te explicas el escaso interés que provoca López Velarde en otros rincones del mundo hispánico, quizás especialmente España?

Creo que ahora estamos mucho más conectados en toda el área hispánica de lo que estábamos en el siglo pasado, pues a partir de los años sesenta ya hubo un gran desarrollo editorial que permitió que de un país a otro nos leyéramos y nos conociéramos y, te diría, nos reconociéramos como pertenecientes a un mismo territorio hispánico; «la patria es la lengua», decía nuestro imperecedero Octavio Paz. Sin embargo, a pesar de todo esto, existe todavía una pereza de fondo que hace que abramos nuestros horizontes menos de lo que deberíamos. Yo creo que López Velarde no se conoce bastante fuera de México y eso es una falta —diría incluso un pecado de ignorancia— de la que debemos acusar a España y a los demás países hispanoamericanos. Creo que se deberían fomentar las ediciones de López Velarde fuera de México y también sus traducciones a otros idiomas. Yo misma me he comprometido a ocuparme de su edición en italiano y es uno de mis próximos trabajos (que asumo con sincera pasión y alegría).

 

¿Cómo fue tu experiencia en la tierra de López Velarde, cuando visitaste Zacatecas para recoger el premio que lleva su nombre? ¿Hay algo de la obra de Ramón que pueda percibirse todavía en los lugares en los que nació y pasó sus primeros años?

Para mí fue una experiencia hermosa y emocionante. Ver su casa, la estatua que lo reproduce al lado del aljibe, caminar por esas calles donde él estuvo, me permitió sentir su alma vibrando junto a mí. Creo además que Zacatecas no ha cambiado demasiado, por fortuna, y por lo mismo el eco de la voz de nuestro poeta se siente en esos lugares.

Tu propia obra poética, ¿qué tanto se relaciona con los autores de los que eres especialista, empezando por el propio López Velarde?

Todos ellos me han nutrido y he crecido con ellos, sin lugar a dudas. Y, de hecho, para todos ellos tengo poemas especiales, que retoman sus temas y que están especialmente dedicados. Hay un poema mío, que escribí a finales de los años ochenta y que salió publicado en 1990 en el libro El viaje de Orfeo, donde a partir de dos versos de Zozobra recreo un sentimiento de extrañamiento de mi propio yo y en definitiva de purificación, que tal vez pudo sentir también López Velarde. Los versos citados son: «el alma se licúa sobre los clavos / de su cruz»; y mi poema se llama «Después de la zozobra».

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