Los anaqueles del señor Rioja / Cecilia Eudave

I

Y porque era hermosa le trozó la voz. La siguió después del ensayo, sigiloso, paciente. Cuando la tuvo en buena posición, la agarró por la espalda y la cortó de un tajo, limpio y certero. Luego, el señor Rioja puso la lengua en un frasco con una prepara-ción extraña para ahogar la tristeza de no volver a escucharla nunca. Sin embargo, estaba en extremo entusiasmado de tenerla para sí junto a sus otras co-sas. La colocó con cuidado en uno de sus anaque-les, entre dos recipientes, uno contenía un ojo color ciruela, el otro una mano histérica. Éstos le dieron la bienvenida mientras miraban al señor Rioja llorar emocionado, apoyado en la ventana.
     —Ya se le pasará —dijo el ojo, observando a la lengua que se agitaba nerviosa.
     —Sí, tranquila, querida amiga —se apresuró a contestar la mano—. Te acostumbrarás a estar aquí y a la sensibilidad cursilona de este coleccionista.

II

La encontró casi desierta entre un cráneo insí-pido carcomido por los años. Estaba intacta, pálida ante la luz de la linterna, manifestándose como un magnánimo descubrimiento en medio de aquel ca-dáver putrefacto. La tomó con cuidado y la condu-jo a su casa, mientras su imaginación comenzaba a distribuir líneas en bosquejos mentales, excitado de encontrarla cuando ya nada parecía posible. Y ella se convirtió en el centro de sí mismo, porque era la belleza. Recuerda que la examinó con violencia, con una emoción que lo obligó a dejar de hacerlo para tomar un respiro, mientras se apoyaba en la ventana y lloraba un poco, como era su costumbre después de encontrar tan valiosa pieza.
     Esa oreja lo envenenó, sí.
     Era tan perfecta… Jamás envejeció, ni se volvió un pedazo de carne insensible, cetrina, que se pudre con el tiempo. No, esa oreja era inmortal, y lo supo por su procedencia, y por ello la guardaba en una pequeña caja de caoba con su interior acolchado de terciopelo rojo, que ocupaba un lugar privilegiado en sus anaqueles. Se obsesionó con ella, e intentó en diversos materiales atraparla, poseerla. Al principio hizo cientos de bocetos y dibujos, pero después sólo conseguía silencio. Un silencio blanco sobre la hoja. Sus manos se negaban ya a dibujarla, a pintarla, a esculpirla.
     Además, la oreja se había vuelto insolente y se giraba sobre sí misma mostrándole su envés, porque ya estaba harta de esa soledad, muy gastada, sobre el trozo de terciopelo rojo. La notaba distraída, más pálida y frágil que de costumbre. No parecía alegre, ni siquiera un dejo de emoción se manifestaba en ella cuando él la colocaba sobre diferentes fondos para dar más lucidez a su belleza. La oreja parecía fatigada de posar en posición erótica, mientras el se-ñor Rioja ponía título a su último intento: «La ore-ja maja». O de fingirse un San Sebastián, cruzada por flechas cuando le insertaba pequeños alfileres. De ser la oreja encadenada de una loca princesa a la que pretendía un dragón. De vagar sobre un cer-do en un jardín buscando las delicias. De mirarse infinita en un salón de espejos que le devolvían su imagen cansada e idéntica. De ser una madona car-gando un niño, o de mirar en perspectiva cómo dos campesinos la observan, con desconsolada mirada, dentro de un inmundo cesto de mimbre. Sin contar los múltiples ensayos de ser el dije perfecto para una infanta terrible. O caer en el blanco y negro de algún grabado cifrado en ajedrez.
     Harta estaba de no tener más compañía que la del señor Rioja, pues no podía ni ver ni conversar con los demás objetos y trofeos del coleccionista. Y sin palabras, porque las orejas no hablan aunque sean hermosas, le insinuó que ya era hora de bus-carle compañía.      Consiguió su cometido. Él, hastiado de su actitud, la sumergió en esa agua de sustancias extrañas, la metió en un frasco común y la colocó en el anaquel más sucio, más lejano y olvidado de su estudio. La oreja, desde lo alto, ahora sí podía con-templar y ser contemplada por toda aquella colec-ción, que la miró un segundo y no le hizo más caso. Todos en su momento habían pasado por lo mismo y todos en su momento habían comprendido ya lo mismo: la belleza no basta.

 

 

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