De la impotencia ante el dolor a la potencia del arte / Silvia Eugenia Castillero

Zona intermedia

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Un día se cerraron las fronteras de los países, de las ciudades, de los pueblos. Y nos quedamos encerrados, cada quien dentro de su casa, en una habitación, en un departamento. Unos dentro de cartones haciendo la función de paredes; otros varados en las calles desiertas.
Un planeta tan vasto, heterogéneo, tan distantes unos sitios de los otros. Un planeta vigoroso (o al menos eso creíamos), inabarcable incluso por la imaginación. De pronto paró su ritmo y todos fuimos igual de vulnerables, igual de enfermos, igual de aterrados ante la muerte. Todos iguales ante el dolor. ¿Cuál es esa frontera que traspasamos? ¿Cuál esa línea que ya no nos deja regresar? ¿Qué tecla se tocó o qué trompeta nos dio el réquiem para estar ahora excavando un territorio desconocido y al que pareciéramos no pertenecer?
     No hay regreso. Parece que nos salimos de nuestra Tierra, de este gran aparato natural que nos contenía y resguardaba del infinito, de lo eterno, del abismo. Los perímetros se desdibujaron y estamos fuera, ahora somos minúsculos ante nosotros mismos. Y nos tenemos miedo. Aquellas ciudades que como grandes castillos nos acogían con sus múltiples bellezas y dentro de las cuales vivíamos intensos placeres. O aquellos recorridos a través de las calles de nuestro barrio, extendidas con su riqueza humana desplegada y su variedad de comercios. Los cielos que surcábamos en aviones potentes, y desde los cuales podíamos admirar los miles de poblados minúsculos a la distancia como de juguete, viviendo su propia paz, su cotidianidad rápida o en calma, pero suya.
     Abruptamente todo esto se suspendió y las cortinas se bajaron, las cortinas de nuestro planeta y todo lo que ahí nos hace pasar instantes, días, meses, años, y nos induce a trazar un dibujo de nosotros mismos. Todo eso se borró. Nuestras ciudades quedaron quietas, y peor, plegadas como los títeres después de la función. ¿A qué habíamos estado jugando? Ahora estamos afuera, replegados y sin poder entrar. Estamos dentro de nuestra Tierra pero en realidad nos sentimos expulsados. No podemos ni siquiera respirar. Y nos une el dolor. El nuestro, el de los otros cercanos y el de los que se encuentran en latitudes opuestas; nos duelen los desconocidos. Nunca antes nos había importado desde nuestra entraña la situación de los orientales, de los europeos, o de los indios, de los israelíes. Ahora cada minuto tenemos la zozobra, cada instante estamos atentos. Nos duele el dolor porque sabemos que está a punto de llegar a nuestra puerta, o porque ya llegó.

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Dolor, del latín dolere: sufrir: soportar, tolerar, aguantar. ¿Qué se soporta, qué se tolera? Cuando el orden del mundo sufre una laceración la realidad se desgaja y comienza a reinar el mal. Para Kafka, «el mundo puede considerarse bueno solamente desde el punto desde donde se creó, porque sólo allí se dijo: Y él era bueno […] y sólo a partir de allí podrá ser condenado y destruido» (1).  La vida siempre está en medio de ella misma, pues, como seres temporales que somos, la característica determinante de este mundo es la transitoriedad. Si vivimos en un continuo estado transitorio, entonces la experiencia es la conexión con el goce y con el dolor: a través de la experiencia llegamos al límite. En un extremo nos topamos con la muerte, paramos en seco sin atravesarla, sin saber qué sigue. Aquellos que pasan ya no vuelven, esa línea es irreversible. Ahí ya no hay ni bien ni mal. Un sólido silencio. Es la nada. O el continuo. Es la contundencia de lo que ya no es al menos de cara a la vida. El otro extremo es nuestro interior, el inconsciente, ese mundo soslayado que se va nutriendo de lo que no se expresa mediante la conciencia; se rezaga, se calla, se olvida.

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El arte del siglo xx dio un vuelco y se comenzó a hurgar en el territorio donde la experiencia no actúa; lo que se busca es lo inexpresable. Para Giorgio Agamben, este territorio se conquista en los apartados del inconsciente que deja la infancia. «A la expropiación de la experiencia, la poesía responde transformando esa expropiación en una razón de supervivencia y haciendo de lo inexperimentable su condición normal» (2).  Lo inexperimentable como tal es «lo desconocido»: esto es lo nuevo en el arte: lo nuevo ya no es la búsqueda de un objeto original de la experiencia, sino la paradójica búsqueda de la creación de un lugar común, posible sólo mediante la destrucción de la experiencia. Para Agamben, Baudelaire, en Las flores del mal, es ejemplo de la creación de un «extrañamiento» que despoja de su experimentabilidad a los objetos más comunes, y convierte ese lugar común en una nueva experiencia de la humanidad. A esta búsqueda se suma Rimbaud desde los primeros versos de Una estación en el infierno: «Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos fluían. / Una tarde, senté a la Belleza sobre mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié» (3). Agamben propone como otro ejemplo clave En busca del tiempo perdido: «en Proust ya no hay en verdad ningún sujeto […] El sujeto despojado de la experiencia se presenta allí para poner de relieve lo que desde el punto de vista de la ciencia únicamente puede aparecer como la más radical negación de la experiencia: una experiencia sin sujeto ni objeto: absoluta» (4).

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Una experiencia absoluta se topa con la experiencia del lenguaje. El lenguaje en sus dos posibilidades, una en su capacidad histórica, semántica: sus significados, su sentido y sus ramificaciones. Y la otra, en su estado naciente, semiótico: ese inicio del torrente lingüístico en donde la única realidad es la experiencia natural, podría decirse originaria, de sonidos e interjecciones que forman un cúmulo irracional, inconsciente, no de experiencia sino del sentido inicial del ser.
     Un ejemplo contundente es la frase «Preferiría no hacerlo», del cuento «Bartleby el escribiente», de Herman Melville. Es la única expresión (con mínimas variaciones) que el protagonista —el escribiente— menciona para relacionarse con los demás, desde su jefe abogado hasta sus compañeros de oficina y los celadores de la cárcel. Su repetición, su insistencia, la misma composición del enunciado la vuelven una frase límite, insólita, llegando a lo inarticulado por carecer de congruencia con la realidad. La frase se vuelve fórmula que crece y se ramifica como un virus que penetra en el abogado hasta llevarlo —también a él— a su propio límite, a la indefensión espiritual: «Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora, el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento […] Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, en ropa de gala, bogando como cisnes por el Mississippi de Broadway y los comparé al pálido copista, reflexionando: Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe» (5). 
     Esta frase, cuya semántica se desmorona, toma fuerza a manera de un muro, como el muro que Bartleby se queda mirando después de renunciar a ser copista y ante el cual permanece quieto, incluso hasta el final de sus días en la cárcel. En este límite comienza la inconciencia, el espacio en blanco, abismal, donde se pierde el significado para abrirse una relación primaria del ser consigo mismo: «Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento y el espectáculo de la pena atraen nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá» (6).  Bartleby no niega ni afirma, queda bloqueado en ese término ambiguo, «Preferiría no hacerlo», por lo que no da pie a la discusión ni a la cólera. Con voz suave se queda suspendido en su frase: queda anclado en la imposibilidad, y, peor, ancla al abogado en esa imposibilidad de actuar. El abogado comienza a enloquecer, traspasa ese límite y pierde toda conexión con la lógica, hasta verse obligado a huir, cambiando de lugar su propia oficina.

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No sólo el abogado busca el afuera para deshacerse de Bartleby, sino que el propio lenguaje queda en un afuera. Una vez que se sueltan las amarras de la convención objetiva, priva a las palabras de las cosas y a los actos de las palabras: priva al lenguaje del lenguaje, de toda referencia, y ocurre la desnaturalización del significado, para ingresar en la música del lenguaje; para llegar a su naciente, a sus raíces, a ese nudo primigenio del que brota como de un manantial la resonancia de las palabras y que proviene del silencio. Así lo afirma Giorgio Agamben, que el acto de creación es el descenso a un abismo, el de la propia, íntima, potencia, y de la impotencia. El abismo —el dolor— constituye la vida misma de las tinieblas, la raíz del infierno en donde se genera la nada. Únicamente en el momento en que se alcanza el límite de la propia impotencia se llega a crear, a partir de la nada, algo: la poesía: el arte.

1. F. Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la espe-ranza y el camino verdadero, Laia Literatura, Buenos Aires, 1975, p. 83.

2. G. Agamben, Infancia e historia, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2011, p. 54.

3. Rimbaud. Poésies complètes, Le Livre de Poche, París, 1984, p. 125.

4. Agamben, op. cit., 56.

5. H. Melville, ÇBartleby, el escribienteÈ, en Antología del cuento triste, Bárbara Jacobs y Augusto Monterroso (comps.), Alfaguara, México, 1997, p. 34.

6. Ibid., p. 35.

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