Visitaciones / Los viajeros, las voces / Jorge Esquinca

Asomarse a las páginas de Los errantes como quien recorre con la mirada las minucias de un extenso gabinete de curiosidades. La escritura de Olga Tokarczuk, página tras página, ejerce sobre el lector una seducción impostergable. Y, junto con ésta, el deseo de atrapar, así sea en una suerte de pequeñas cápsulas, renglones, frases, destilados de una visión que se entrega para tentarnos. De aquí el demorado placer de sucumbir a la tentación de fraccionar —como lo hizo Frederick Ruysch con el cuerpo humano— el discurso narrativo para conservarlo en lascas, en destellos. ¿Una red lanzada al aire en busca de especímenes dispuestos a dejarse atrapar, a dejarse —aunque sea por un vacilante momento— convencer? Los errantes, una escritura que sin cesar cambia de vía, sólo para no dejar de moverse; como si el movimiento fuera su principal, su única substancia. La edición es de Anagrama y la traducción —que nada nos cuesta aplaudir— es de Agata Orzeszek.

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      No eran auténticos viajeros, porque se iban para volver.
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      Si se pudiese mirar al mundo sin protección alguna, valiente y honradamente, se nos partiría el corazón.

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      Sólo se oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.

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      La flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.

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      Precisamente lo volátil, lo móvil, lo ilusorio equivale a lo civilizado. Los bárbaros no viajan, simplemente van directos a su objetivo o hacen incursiones de conquista.

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      A fin de cuentas es bien sabido que la verdadera vida no es otra cosa que movimiento.

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      Hay demasiado mundo. Cabría reducirlo antes que ampliarlo o expandirlo.

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      Se dice que al construir un aeropuerto hay que sacrificar un ser vivo. Para conjurar las catástrofes.

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      El verdadero Dios es un animal. Está en los animales, tan cerca que no somos capaces de verlo.

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      Me gusta mucho pensar que la lectura de libros pueda abordarse como una obligación moral de hermanos y hermanas hacia el prójimo.

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      Es un fenómeno que los psicólogos del viaje denominan sincronicidad; prueba de que el mundo no carece de sentido. Prueba de que este magnífico caos irradia en todas direcciones hilos de significados, redes de lógicas extrañas que, para los creyentes, no son sino las huellas dactilares de los dedos de Dios.

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      La noche no termina nunca, se extiende siempre su poder sobre alguna parte del mundo.

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      La hermosa escritura árabe, para mí del todo incomprensible, se deslizaba suavemente por la pantalla. Me habría gustado tomarla de la mano, tocarla, antes de preguntarme qué podía significar.

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      Un harén nunca podrá ser explicado con palabras.

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      Se convirtió en su amigo íntimo, en su callado compañero de cristal.

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      La «mixtura de Ruysch», esa agua estigia donde lo sumergido tendría garantizada la inmortalidad, al menos la del cuerpo.

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      Una secuencia de cuadros bañados por una luz amarilla que constituyen los actos individuales de una misma representación titulada Vida. La pintura holandesa. Naturaleza viva.

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      ¿Y si nuestro cuerpo contuviese el mundo entero, la mitología toda? A lo mejor existe un reflejo de lo grande y lo pequeño, el cuerpo humano lo une todo con todo: relatos y protagonistas, dioses y animales, el orden de las plantas y la armonía de los minerales.

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      Dios escribe con la zurda en espejados caracteres.

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      Dibujar nunca equivale a reproducir: para ver, hay que saber mirar, hay que saber qué se mira.

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      Obsesionarse significa presentir la existencia de un lenguaje individual, irrepetible, que, usado sin miedo, nos permitirá desvelar la verdad.

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      Me duele algo que no existe. Un fantasma. Un dolor fantasma.

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      ¿Es Dios mi dolor?

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      En lo profundo de su alma habría preferido ser astrónomo o cartógrafo, alguien capaz de aspirar a espacios más allá de lo que nuestros ojos y nuestras naves pueden alcanzar.

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      Recuerda la blancura cegadora de los inviernos. El blanco y las aristas de una luz condenada al destierro. Una blancura así sólo sirve para enmarcar la oscuridad, una oscuridad que lo invade todo.

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      No existe más acceso al ser humano, tampoco al mundo, que no sea el corporal.

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      Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina.

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