Poemas / Claudia Masin

Las noches de Cabiria

De noche salimos como lobas a comernos las calles,
pero somos más bien un perfume, ese
que trae el viento norte en los primeros
días del verano: el que anuncia
con su aliento pesado y cálido
lo que habíamos olvidado en los meses de frío
interminables. Que hay una gracia, que hay
una elegancia en esas fiestas del pueblo
que parecen ordinarias y paganas, que hay que mirar
más de cerca para verla. En la alegría feroz,
inmotivada, de los que nacimos
para ser bestia de carga está esa gracia.
Es fácil despreciarla. Nace y crece
igual que los incendios, a partir
de una chispa insignificante. No se necesita
gran cosa y ya está ahí, imponente,
la fogata que somos cuando nos desatamos
las que hemos nacido
con las patas apretadas por la soga, listas
para convertirnos en la comida de otros.
Ya es un milagro que andemos sueltas. Da espanto
a las buenas conciencias que no se pueda confiar
en que la gente permanezca en el lugar al que ha sido
destinada. A qué esa terquedad, esa vehemencia,
si es más fácil agachar la cabeza y hacer
lo que se espera de nosotras: esconderse, salir
cuando somos llamadas, desaparecer si ya
no resultamos necesarias. Y sin embargo,
qué hermoso es mostrarnos, las plumas
multicolores agitándose en el aire, el baile
que festeja todo lo que no debe
festejarse: el verdadero milagro,
que es tener un cuerpo capaz de sentir
lo mismo que el cuerpo de las santas,
pero no ante un dios sino ante el simple
contacto de otras manos: el sexo
es más poderoso que una plegaria, no lo saben
los que creen que es un anzuelo a clavar en las agallas
del pez hasta sacarlo del agua
boqueando desesperado. Ah, la más
maravillosa música es la que nace
de la pobreza y la fealdad, no lo saben
los que nunca la han bailado: es como un halo
bajo el cual todo se convierte en su contrario,
la muerte misma retrocede y se le entrega mansa. Cuidado
con los que no tenemos nada: cuando no queda
nada que perder se pierde el miedo y ay, yo te aseguro
que no quisieras encontrarte
con alguien que no teme, no quisieras
mirarlo a los ojos, sostenerle la mirada.

 

Bye Bye Blondie

Yo no estoy curada. Me dieron
en la boca la medicina que podía
calmar la ira, la tendencia a gritar, a revolverse
cuando la aguja se hunde
y saca sangre del pozo de la vena,
como si fuera barro
y hubiera que limpiar el cuerpo,
sus impurezas, porque una mujer, cualquier mujer
ensucia lo que toca si no es sometida
a intensos rituales de desinfección, de brutal
pero necesaria limpieza. Yo no estoy
curada pero me dejo
hacer, brillo como una santa, la misma fe
en cosas imposibles, la misma
pasión con un nombre
diferente. No me será quitada
la rabia, ni muerta
esta perra dejará de echar espuma
por la boca ni de lanzar la dentellada
si la quieren
poner a dormir para que no sufra
ni cause sufrimiento. Vos y yo teníamos
un secreto. Estábamos vivas
aunque nos hiciéramos las muertas,
en medio del bombardeo un par de cuerpos
que sobrevivían con una única
estrategia: quedarse quietas,
no dejar que el pecho se agite
con cada respiración, desaparecer
del mundo de los vivos hasta que los vivos
nos dejaran en paz. La batalla es cruenta
y dura todos los años que tuvimos
y tendremos. Cuando parece terminar,
empieza. Y de nuevo a cubrirnos las espaldas
la una a la otra. No te vayas, no te canses
de pelear, un ejército de dos aunque parezca
modesto, inofensivo, puede hacer temblar
la tierra. No es que vayamos a cambiar las cosas:
la victoria es que las cosas
no nos cambien a nosotras. Y no es poco,
no es poco seguir buscándonos
en la noche como insectos que se apiñan
alrededor de la luz. Si vamos a quemarnos al menos
elijamos el fuego, encendámoslo nosotras
con las manos llagadas que tenemos y que la llaga
duela si tiene que doler, pero que sea
en nuestros términos, locas,
raras, mujeres que olvidaron
contra toda evidencia
cómo deben morir las mujeres:
dejándose matar
y agradeciéndolo.

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