Dios padre / Daniel Centeno

Zenyazen y Zeus salieron apresurados con la llave en mano. Su madre, Migdalia, no los vio salir. Tan sólo escuchó sus pasos mientras huían por las escaleras, acompañados por sus gritos hasta la puerta del jardín de atrás.

—¡¿Dónde están?! —les gritó.
Ambos niños sentían la voz de su madre como apalancada sobre sus hombros, impulsándolos a caer de espaldas. No se detuvieron a verla, pero la imaginaron. Su llanto le escurría el maquillaje como si sus ojos fueran heridas de bala y la casa perdiera otra vez contra el estruendo del plomo. Apenas hacía unos minutos se había escuchado otro disparo.
Un colapso, pensaron los dos. Ya habían visto eso antes.
Mariana, una compañera de la escuela, había perdido a su madre a causa de un colapso como ése. Se llevaron a su madre a un psiquiátrico, muy lejos. Desde entonces abusaban de ella.
Decían, sus compañeros:
—¿Estás tan loca como tu madre? ¿Qué vas a hacer?
Mariana huía, al principio. Cuando perdió la cordura igual que su madre, tomó un lápiz y lo enterró en el ojo de uno de sus compañeros.
—Esto —respondió Mariana, sorprendida al descubrir lo fuerte que eran sus brazos.
Esa noche, Zenyazen y Zeus habían optado por la huida; evitaban así el contagio de aquello que emergía de la boca de su madre.
—¿Dónde están? ¿Zen? ¿Y tu hermano? —dijo Migdalia ya sin gritar. Pero sus hijos aún escuchaban el eco de su voz como atorado en los vellos de sus nucas, desde donde ella seguía gritando.
Migdalia se quedó ahí esperando algo, aunque no supo qué.
Los niños corrieron hasta un columpio mal montado por su padre y un árbol de ramas igualmente débiles. Zenyazen regresó a la casa un momento. Debía apagar la luz y cerrar la puerta que daba al jardín con la misma llave que le había robado a su madre. Zeus, como siempre lo hacía, aprovechó que su hermana le daba la espalda para subirse al columpio y mecerse en él con fuerza, con toda la que tenían sus pies diminutos y sus piernas que apenas alcanzaron a brincar hasta el asiento que no había sido hecho pensando en él.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Zeus. Hizo el gesto que a ella le desesperaba tanto, ese que hacía como si tomara un rayo con la punta de los dedos y lo lanzara con fuerza innecesaria esperando hacer explotar el suelo. Ella recordó entonces que su padre le había dicho que lo llamaron así a consecuencia de una apuesta que él había perdido.
Zenyazen permaneció callada, cómoda como un insecto en la oscuridad. La única luz que había ahí era la de los vecinos, que los espiaban con binoculares quizá a causa de los gritos.
—¿Qué le pasa?
Zeus intentó golpear a su hermana con la fuerza con la que se mecía. Pero Zenyazen lo detuvo con la gravedad de su mirada, haciendo caer sus pies.
—No seas tonto —le dijo Zenyazen—. A mamá no le ha pasado nada.
—¿Y entonces por qué grita tanto?
—Es papá —dijo ella, cansada—. Es papá, Zeus. Siempre es él.
Su padre, Agustín, le había explicado a Zenyazen que algún día, no muy lejano, ella sería la mujer de la casa.
—Siempre serás la mayor de los hermanos. Zeus intentará protegerte, pero no sabrá cómo porque sólo es un niño. Tú ya no serás una niña, no por siempre. No por siempre.
Esa tarde de confidencias, balanceándose padre e hija en el columpio, habían observado cómo Migdalia, la madre, caminaba de aquí a allá en el interior de la casa, sonriéndoles a ratos y preparando la comida.
—Tu madre no lo dirá nunca, pero eres su preferida —le dijo su padre.
Zenyazen enmudeció.
—Dicen que las madres prefieren a los hijos y los padres a las niñas. Lo cierto es que tu madre te prefiere a ti.
Zeus comenzó a hablarle, sacándola de su recuerdo. Él seguía meciéndose en el columpio.
—Zen —le dijo—. ¿No quieres que juguemos?
Zenyazen pensó en una pregunta que sus labios fríos no se atrevieron a pronunciar.
—Ya no puedo —le contestó ella, mirándolo por un momento a través de su fleco que le ocultaba los ojos, igual que le pasaba a su padre al inclinarse para hablar con ella. Su hermano, a quien le temblaba el gesto, buscó una pista en el silencio de su hermana, porque hasta él comprendía que lo que decían sus palabras no era una respuesta sincera.
—Yo seguiré jugando entonces —dijo, y siguió meciéndose.
Escucharon a su madre, desde donde estaban. Había tomado un gancho y se había puesto a golpear las paredes. Por un momento Zeus contuvo la risa, pensando que su madre peleaba contra el muro y estaba perdiendo. Pero pronto se desvaneció esa idea. A los dos niños les pareció que la casa, así como su madre, pertenecía ya a otro mundo y habían perdido a sus padres en el proceso. Zenyazen fue la primera en pensarlo, y Zeus le siguió.
—Mamá no podrá alcanzarnos —le dijo él.
—No necesita alcanzarnos —repuso su hermana.
Zenyazen se sentó en el columpio de al lado, donde solía jugar con su padre, aunque en realidad, más que jugar, hablaban o permanecían sentados por largas horas en silencio.
Al oír llorar a su madre, Zenyazen recordó las lágrimas de su padre, su cabello castaño y descuidado y su gesto cadavérico, como si la luz que caía al jardín omitiera su existencia y las sombras fueran parte natural de su piel.
—Tu hermano es más débil que tú —le dijo su padre—. Tu hermano aún no entiende la vida. Se encierra en este columpio, al aire libre, como en una burbuja. Y nada lo toca, sólo el viento, y él necesita ser tocado por la verdad. Él necesita que el mundo rompa la burbuja. Tú eres su hermana, su hermana mayor, tú debes velar por él.
Su padre cayó sobre la hierba, viendo el cielo por largo rato hasta que, ya de noche, una luz amarillenta los bañó a los dos de un modo artificial.
—Tu madre ha hecho la cena. Entra —le dijo su padre.
Pero Zenyazen se quedó acostada junto a él, con su mano tendida sobre el pecho de quien le había dado la vida; sintiendo su respiración lenta, a ratos incluso inexistente, y pensando en qué veía éste en el cielo que lo encontraba tan confortable.
—Zeus —le dijo Zenyazen. Llegó hasta el árbol y vio la preocupación colándose como años sobre la piel en el joven rostro de su hermano—. Mamá ha perdido la cabeza. Mamá ya no es mamá.
—¿Cómo que mamá ya no es mamá?
—Mamá ya no podrá ser mamá —le repitió—. Mamá no podrá reponerse. Ya no tenemos madre, Zeus.
Su hermano apretó con fuerza las cadenas del columpio y retorció su cuello presa de un dolor que le crecía desde el estómago. Lo invadió de pronto el deseo de que su madre saliera en su auxilio y le dijera que no iría mañana ni nunca a la escuela, que todo estaba bien y que lo dejaría jugar en paz en el jardín.
—¿Es mi culpa? —preguntó Zeus, y Zenyazen supo que su padre tenía razón. Aun ahí, en pleno caos, él no era capaz de comprender lo que estaba pasando.
—¿Qué?
—Yo lancé un rayo. ¿No lo oíste estallar? Mamá grita como si se estuviera muriendo.
Había sido el estruendo el que los había despertado, pero no había sido Zeus el que lo provocó.
—No, mamá no se está muriendo —inquirió ella—, pero lo hará, Zeus. Lo hará.
Él nunca la había escuchado hablar así. No solían conversar en la escuela, pues ella era cuatro años mayor que él. Todos reconocían el parentesco por los ojos grises, iguales a los de Migdalia, y el cabello castaño, como Agustín. Por otro lado, era fácil reconocerlos como hermanos sin verlos siquiera; con oír sus nombres bastaba. Ambos llevaban nombres extraños que el resto de los compañeros no dudaba en señalar, igual que como habían señalado a la pequeña Mariana por su madre.
Pero ellos no eran Mariana.
Zeus ignoraba a los otros, escapando y colgándose de la rama de un árbol que estaba junto al muro trasero de la escuela. La copa del árbol era su Olimpo y no había nadie ahí que gobernara sobre él. Zenyazen, en cambio, permanecía callada escuchando atenta lo que decían sobre ella. Caminaba o comía tan calmada que a veces parecía que no estaba haciendo nada.
Algunos creían que era fría, y temiendo que su locura fuera incluso peor que la de Mariana, la dejaban en paz. No fuera a ser que también les clavara lápices en los ojos.
—Quizá —le dijo una mañana a Gabriel, un compañero suyo, cuando éste entró al baño de niños. Zenyazen lo esperaba detrás de la puerta, pegada a la pared.
—¿Qué quieres? —le preguntó el niño.
Gabriel lo había olvidado ya, pero se había reído de ella horas antes. Había dicho que no podía colapsar como Mariana porque ella ya estaba loca.
—No se puede joder lo jodido —fueron sus palabras.
—Quizá ahora —le dijo Zenyazen.
Luego de verla ahí de pie con sus ojos grises en la esquina del baño, lejos de la luz, con sus brazos delgados y cenizos, Gabriel pensó que podría derribarla sin problemas, que daba lo mismo que su compañera estuviera loca, él era más fuerte. Un golpe bastará, pensó. Pero Agustín había enseñado a Zenyazen a resistir los golpes de la vida.
Cuando Migdalia no estaba, Agustín tomaba una caja escondida en el clóset de su habitación, la abría despacio y hurgaba entre un montón de objetos brillantes y oscuros que Zenyazen no reconocía. Todos excepto uno, que era el que su padre siempre utilizaba con ella. Era negro, no muy largo. Eventualmente sus pantorrillas aprendieron a conocer el mismo látigo que su estómago y su espalda asociaban al amor de su padre.
—El mundo es muy duro, Zenyazen. Tú serás la adulta de la familia. —Ella escuchaba cómo el látigo le hablaba en su lugar. Su padre se expresaba mejor con el látigo—. No puedes dejar que te hagan nada. Tú sobrevivirás.
Luego de decirle eso le propinaba los golpes, uno tras otro, sin la menor expresión de placer. Su padre no lo disfrutaba.
Cuando Gabriel intentó apartarla de su camino, ella se pegó a la puerta. Lo vio con sus ojos fríos. Gabriel le tuvo miedo. La empujó entonces, tumbándola contra el suelo. El sonido de su caída les resultó reconfortante a los dos.
Zenyazen soportó, en silencio, inmutable.
—Estás loca —le dijo.
—¿Tan pronto terminaste?
Gabriel siguió empujándola hasta que ya no pudo más, hasta que no soportó su rostro gris y su voz de látigo, cuando tuvo más miedo de su presencia que de lo que podrían hacer con él si lo descubrían haciéndole daño. A puño limpio, con sus manos diminutas de niño, le propinó un golpe en la cara. Ella comenzó a reír y él le propinó otro, y otro más. Le dio en el estómago y le dio en las piernas y le dio donde pudo, porque para Gabriel, igual que para el padre de ella, un golpe no era y no podría ser suficiente. Ella lo resistía todo.
Cuando vio que tenía sangre en los nudillos tiró los brazos al suelo.
—¿Qué eres? —le preguntó, con el pecho respirando de prisa, como si ya hubiera huido de ahí, como si siguiera huyendo. El niño lloraba. Para él, Zenyazen era un monstruo.
Ella no alcanzó a responderle, porque alguien abrió la puerta. Lo que los directivos vieron fue a un niño sobre una niña que sangraba.
Migdalia se preocupó al ver la cantidad de golpes que tenía y demandó a la escuela, alegando que aquello no era sino el signo de un abuso que se había mantenido por largas temporadas.
—Esos moretes —le dijo, señalando sus pantorrillas—. No puede ser que usted crea que se los ha hecho con una vez. A mi hija, a mi niña, la ha golpeado un niño. Un niño, directora. ¿Qué no piensan hacer nada? Voy a demandarlos a ustedes, a sus padres, a toda la escuela. Haga algo, por el amor de Dios. Haga algo.
A Zenyazen no le sorprendió que su madre hablara de Dios.
Cada fin de semana insistía en que debían ir al templo, hincarse en los asientos de madera y rezar, rezar como si al hacerlo pudieran iluminar el mundo. Como si Dios pudiera iluminar el rostro de su padre.
—Cierra los ojos —le dijo Migdalia—. Mientras rezas, es importante que cierres los ojos.
—¿Por qué? —le preguntó Zenyazen, entre curiosa y aburrida.
—Dios puede ver tus ojos sólo cuando los apartas del resto, cuando se los dedicas sólo a él. Así que los cierras para volver a ti y así Dios te observa, con total claridad.
Al salir de la iglesia, Zeus extendiendo sus manos como si fuera un avión que tiembla en el cielo, Zenyazen se acercó a su madre y con gesto helado le preguntó:
—¿Y si no quiero que Dios me mire?
Migdalia se inclinó de inmediato.
—¿Por qué dices esas cosas, Zen? ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo me lo pregunto. ¿Qué pasa si no quiero que Dios me mire?
Migdalia dio un hondo suspiro. No supo qué más decir.
Zenyazen notó que su madre sólo tenía los ojos puestos en su expresión, como Dios, acaso, esperando que cerrara sus ojos en arrepentimiento por su rechazo. El diablo andaba por ahí en todas partes y no debía tocar sus pupilas.
—No quiero que vea lo que hay en mí —dijo sin más, se encogió de hombros y siguió caminando. Por primera vez en mucho tiempo, Zenyazen alcanzó a su hermano y comenzó a jugar con él como si fuera otro avión en medio de una guerra, siguiéndolo con una metralleta. Migdalia sólo pudo escuchar, mientras ambos niños se alejaban hasta la esquina, el sonido que hacía su hija simulando disparos—. Bang, bang, bang.
Pero esa noche no jugaban a los aviones. Ellos se apartaron de su madre que, de repente notaron, los observaba desde la ventana, a oscuras como los vecinos.
—¿Ésa es mamá? —le preguntó Zeus, atento a su madre ausente—. Mamá estará bien —dijo para sí y se bajó del columpio. Corrió en círculos, desviando la mirada hacia su madre esperando que los alcanzara.
Ella solía abrazarlo, apretar a Zeus contra su pecho siempre caliente.
Él podía recordar cómo los mechones de su madre caían hasta su propia cara, cuando más pequeño, mientras los tomaba con la punta de sus dedos diminutos, igual que a los rayos que lanzaba jugando.
Zenyazen se encogió de hombros. Zeus no la vio.
—Sí, es mamá —contestó.
Cuando Zeus se cansó de girar, se tiró al suelo como Agustín por las noches, cuando la luna los observaba como el ojo de Dios, de un dios que no se parecía en nada a ése por quien lo habían nombrado a él, que creaba tormentas, que tenía forma, un cuerpo, rostro humano; en su lugar, el ojo los miraba sin cuerpo y sin clemencia, y la expresión de su frialdad le recordó a Zeus el gesto de su propia hermana.
Ella, de pie a unos pasos, comenzó a subir al árbol junto al columpio.
Él la siguió, poniéndose en pie a prisa, subiendo por otra de las ramas.
—¿No dijiste que no querías jugar?
—No estoy jugando —le dijo ella, subiendo con cuidado por las ramas—. Desde aquí ella no puede vernos. Sólo somos una sombra.
—¿Estamos jugando con mamá a las escondidas?
Ambos voltearon a verse. Zeus no era tan inocente, la burbuja se había roto en algún punto de esa noche y sabía, aunque le pesaba admitirlo, que su hermana tenía razón y ya no habría juegos para ninguno, como si ya sólo le quedara esa noche, antes de que su madre y su locura los alcanzaran.
Zeus pensó en un sueño que era más bien un recuerdo, en el que su madre lo arrebataba de los brazos de su padre, un padre que, al mirarlo, no soportaba ver a su hijo y le desviaba la mirada. Zeus no lo sabía, pero Agustín pensaba, con la seguridad de quien conoce el futuro, como un dios, que su hijo moriría presa de su incapacidad de crecer. No vería venir su fin ni aunque lo tuviera bajo sus pies. Zenyazen, en cambio, sí era fuerte. Agustín se había asegurado de que lo fuera.
—¿Y papá? —preguntó al fin Zeus, mirando hacia la luna, escondida entre las hojas. Su hermana se admiró de que no lo hubiese preguntado antes.
—Espera —le dijo—. Ahí viene.
Migdalia llegó hasta la puerta del patio e intentó abrirla, pateando la manija y golpeándola con una silla.
—¿No vas a abrirle?
—No.
—¿Por qué no?
Zenyazen miró a su madre, una araña encerrada en un vaso cuyo oxígeno se agotaría. Sin importar cuánto lo intentaba, la puerta no cedía a su deseo por alcanzar a sus hijos. Sus brazos delgados luchaban en vano.
—Ábreme —le gritó a su hija, que fingió no escucharla.
Desesperada, acabó golpeando el cristal de la puerta hasta hacerle un agujero. Pasó su mano al otro lado, cortándose mientras giraba la manija. Sintió la rasgadura apenas un momento, el calor brotando de ella.
—No te muevas —le dijo Zenyazen a su hermano. Se bajó del árbol y se acercó hasta la mitad del jardín.
—Zen —dijo su madre, incapaz de alcanzar a sus hijos—. ¿Zenyazen? ¿Dónde está tu hermano?
—Papá está muerto. Ya lo sé.
—Tu papá…
—Te dije que ya lo sé —repitió, y se cruzó de brazos.
Migdalia se acercó a tientas, trastabillando y quitándose el cabello de la frente, secando sus lágrimas con las manos ensangrentadas.
—Tu papá está con Dios —apuntó hacia el cielo con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero el ojo la miraba a ella también aunque no lo notara, y su peso cayó sobre ella.
—Papá irá al infierno —le dijo—. Él tampoco quiso ver a Dios.
—¡No digas tonterías! —gritó Migdalia, hincada frente a ella. Los ojos de Zenyazen eran tan inclementes como la luna—. Ven, hija. —No podía ocultar que sangraba, que se había llenado la frente y que sus muñecas también perdían contra el peso del plomo—. Cierra los ojos y abrázame.
Se había caído al suelo, presa de la debilidad. Se sentía tan exhausta como al parir. En otro contexto, habría parecido que rezaba.
—Él no dejó que Dios lo viera.
Otro estallido. Esta vez en el cielo. Zeus comenzó a reírse.
—¡Relámpagos! —gritó eufórico, viendo cómo el cielo se partía en pedazos. Zenyazen miró hacia arriba. A ella le pareció que la luna parpadeaba.
Migdalia intentó ubicar de dónde provenía la voz, pero el estallido del trueno la había silenciado.
—Tu padre no irá al infierno. Fue un accidente. Él no quiso.
—Él lo quiso —repuso Zenyazen, simulando que sus manos eran parte de un avión otra vez—. Bang.
Zeus, que miraba a las dos desde el árbol, no comprendía qué se estaban diciendo, pero supo que debía bajar. Había subido muy alto. Nunca subió tan alto, porque su madre lo vigilaba siempre, o su padre, que con reprobación y frialdad lo hacía descender apenas se colgaba de una rama. Incluso en la escuela lo reprendían, aunque él insistía en seguir jugando en el Olimpo. El pequeño tanteó sus pasos, pero era tan oscura la noche.
—Ven acá, entra a la casa conmigo —le dijo Migdalia, primero a su hija y luego a su hijo—. Vengan los dos. Debemos estar juntos.
—¡Mamá! —gritaba Zeus, meciéndose en la rama.
La lluvia comenzaba a caer de golpe y ya no había forma de escuchar sus gritos.
—Yo no te necesito —afirmó Zenyazen, pensando en los golpes que le había dado la vida. Soportaría la muerte de su padre como un latigazo cualquiera.
—Zeus —gritó la madre—. Ven acá. Zeus…
Él se apresuró a bajar y al hacerlo su pie se colgó de una de las ramas. Se quedó atorado. Parecía que el árbol lo sujetaba del pie con la punta de sus ramitas. Parecía un columpio.
—¡Zeus!
—¡Mamá!
Zeus cayó hasta el suelo, de cabeza, al romperse la rama, y era tal el tormento de la noche que un ligero chasquido no llegó a los oídos de ambas.
—Hijo —dijo Migdalia ya sin fuerzas. Se limpió el sudor, dejando una estela de sangre sobre sus ojos. Se obligó a andar a tientas, ciega, buscando a su hijo—. Zeus —repitió, confundiendo la humedad de sus propias muñecas con la del jardín y la que venía del cielo. Siguió arrastrándose hasta hallar a su hijo, tendido como un bulto de hojas secas que se deshacían por la lluvia.
Zenyazen permaneció de pie observando, girándose para ver pasar a su madre que apenas llegó al árbol acarició a su hermano y se sumió en un grito.
La lluvia se partía en los ojos de Zeus. Siempre grises. La luna, la sangre y Dios podían verse en ellos.

Comparte este texto: