José Miguel Oviedo: la frontera indecisa entre crí­tica y ficción / Silvia Eugenia Castillero

In memoriam † José Miguel Oviedo

 

1.

«Siento que Nueva York es mi ciudad, donde me habría gustado nacer, crecer y tal vez morir. La conozco mejor que a la propia Lima. Creo que es el único lugar donde no me siento extranjero. Aunque amo las ciudades viejas, donde las cosas son restos en los que podemos leer el pasado, Nueva York, que es la ciudad ultramoderna por excelencia, donde lo viejo data apenas de fines del siglo xix, me seduce por ser una especie de síntesis de todos los mitos, creencias y avances del mundo contemporáneo y de las prefiguraciones del futuro». Esto me lo dijo José Miguel Oviedo mientras caminábamos por la calle 42 de Manhattan, durante un encuentro literario en el que coincidimos. Apasionado por el arte y por la ciudad, me invitó a caminar y conocer galerías y museos para mostrarme algunos artistas que él admiraba, como Louise Nevelson, la escultora que, utilizando cajas de madera, molduras, retazos, crea piezas negras monumentales llenas de gran misterio. O las esculturas y fotografías de cuerpos fragmentados de muñecas de Hans Bellmer. O las esculturas móviles de David Smith. Para fortuna mía, estos encuentros mágicos en Manhattan se repitieron varias veces. Comíamos en restaurantes extravagantes y exquisitos, realizábamos largas caminatas al tiempo que conversábamos e incluso en una ocasión me invitó a escuchar jazz. Recuerdo aquellos días de una plenitud poco común, días en los que se combinaban la amistad, el aprendizaje y la diversión, pues Oviedo era de un humor fino e inteligente y de una vitalidad expansiva.

2.
No obstante que José Miguel vivió más de la mitad de su vida en Estados Unidos, su imaginario y su corazón estuvieron siempre volcados hacia Latinoamérica. Durante los años de nuestra entrañable amistad (desde que lo conocí, en noviembre del año 2000, hasta su partida, el 19 de diciembre de 2019) me relataba recuerdos de sus años más plenos en el seno de una gran agitación intelectual que vivieron los escritores que ahora solemos llamar del Boom. Fue la década de los sesenta un tiempo casi mítico —recordaba—, un tiempo de gran energía creadora en que surgieron obras como El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez; El astillero, de Onetti (ambas de 1961); Sobre héroes y tumbas, de Sabato; El siglo de las luces,de Carpentier, y La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes, publicadas en 1962; Rayuela,de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, de 1963; Juntacadáveres, de Onetti, y Día de ceniza, de Salvador Garmendia, de 1964; La casa verde, de Vargas Llosa, de 1965; Día domingo y El lugar sin límites, de Donoso, y Paradiso, de Lezama Lima, de 1966; Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; Cambio de piel, de Fuentes; Morirás lejos, de Pacheco, y Cien años de soledad, de 1967.
      En medio de ese torbellino se producía una literatura trascendente, asumiendo el espíritu rebelde que la Revolución cubana había traído consigo e inspirado a muchos de los escritores, pero —insistía Oviedo— nunca fue una literatura militante al servicio de alguna causa, fue una actividad autónoma y libre. Y agregaba: «nuestra literatura dejó de ser ingenua o tímida, y avanzó con pasos seguros sobre terrenos experimentales, todavía no cartografiados en nuestra lengua, y fue profundamente latinoamericana, no como un concepto previo, sino como un resultado inevitable». A Oviedo le tocó narrar este cambio y valorarlo; transmitir a los lectores esta nueva sensibilidad.

3.
La voz de los ensayos de crítica literaria de José Miguel Oviedo se ha escuchado a lo largo y ancho del orbe hispanoamericano. En algún momento de nuestras lecturas todos hemos visto la literatura a través de su ojo exacto y su encuadre amplio y siempre pertinente. Su crítica certera nos llevó a ubicar a los autores en sus épocas y a las corrientes literarias en su real contexto de cada país, del continente y del mundo.
      En Lima, Oviedo llegó a ser una personalidad importante por las reseñas y ensayos que publicó desde muy joven en El Dominical, suplemento cultural del diario El Comercio, hasta convertirse en el crítico literario más destacado de Perú. Llegó a ser director de la Casa de la Cultura, donde hizo una gestión de lo más activa, interesante, significativa y sobresaliente.
      En 1974 recibió un ofrecimiento para ir a enseñar a la State University of New York, en Albany, como profesor visitante durante un semestre académico. Después de muchas vacilaciones aceptó. Un día, durante alguna de nuestras largas conversaciones, me dijo que nunca se imaginó que aquella decisión cambiaría el rumbo de su vida. Al terminar el semestre en Albany, recibió una nueva invitación para ir a enseñar el siguiente otoño a Bloomington, en Indiana University, donde permaneció cinco años. Tiempo después fue nombrado tres o cuatro veces seguidas profesor visitante para dictar cursos de verano en la nyu, en el campus ubicado en Greenwich Village. En 1979, otra carta lo invitaba como profesor visitante por un trimestre académico en la ucla de Los Ángeles, después de cuya estadía le ofrecieron ser profesor permanente, puesto que desempeñó durante ocho años, al cabo de los cuales le ofrecieron ser el primer trustee profesor en el área latinoamericana de la Universidad de Pensilvania. A partir de 1988 se estableció definitivamente en la ciudad de Filadelfia.

4.
Así es como José Miguel fue tejiendo una doble vida, una en español con su familia y sus amigos cercanos y con la literatura; otra en inglés para dominar la vida cotidiana, la vida en un país extranjero.
      También fue elaborando una doble vida como crítico literario (un testigo y difusor de lo que se estaba publicando) y al mismo tiempo como creador de ficciones. «No recuerdo cuándo comencé ese registro, pero sí por qué lo hice», me confesó, «me pareció que estos pensamientos (para llamarlos de algún modo) eran una forma de vida paralela o una contravida». Su origen era fijar situaciones fugaces de la vida cotidiana cuyo destino natural era disiparse para siempre y que al fijarlas tenían algo para el común de las personas. Había un material que se producía en los sueños nocturnos y en los ensueños diurnos, relatos con un sentido misterioso y cuyos finales eran siempre un retorno a la vida real.
      José Miguel comenzó a escribir sus sueños en las madrugadas y a reconstruirlos en historias que consideró que no eran cuentos, sino casicuentos, pues lo que escribía eran fragmentos, textos inacabados. Su intención era quedarse en las márgenes del lenguaje narrativo, donde empieza a disolverse o a formarse sin llegar nunca a buen puerto. Esquirlas, les llamó. Publicó tres libros: La vida maravillosa (1987), Soledad & Compañía (1988) y Cuaderno imaginario (1996), muy aparte de los múltiples y reputados libros de crítica.
      El cuento fue siempre su género preferido, pues le parecía que posee una arquitectura sutil y delicada, hecha de un equilibrio entre elementos presentes y omitidos, explícitos e implícitos, y funciona como un sistema excluyente y centrífugo. El cuento es prosa porosa, decía, está hecho con pasajes y fragmentos no narrados, que no forman parte del texto pero están sugeridos por él y operan en la imaginación del autor. En el buen cuento el lector encuentra lo que el cuentista deliberadamente omitió: objetos imaginarios que viven entre paréntesis. Es una instantánea y fulgurante experiencia estética.

5.
Como crítico, José Miguel Oviedo se sometió a la lógica del texto. Esto significa —me lo aclaraba sin cesar— divisar el fin desde el principio eligiendo bien la primera frase para que permita un desarrollo sin digresiones y que conduzca a un final natural y lógico.
      Como cuentista, él mismo reconocía que sus esquirlas —que empezaron siendo aforismos y terminaron siendo relatos— son fragmentos de una totalidad cambiante e inalcanzable que sólo aparece a trasluz. Habitan en las indecisas fronteras entre ambos géneros. Tienen algo de relatos, pero no son cuentos; están llenos de imágenes, pero no son poemas; contienen reflexiones y hasta teorizaciones, pero no son ensayos.
      Para Oviedo, esos fragmentos poseen naturaleza breve, parca, concisa y perfectamente inacabada. Son ficciones de otras ficciones en las que el sueño original se anula. También son experiencias vividas, situaciones y diálogos reales que, por alguna razón de magia estética, terminan pareciéndose a la realidad onírica. Sueño y realidad imbricados en un espacio imaginario sin bordes ni fisuras. «Una vida ficticia al lado de la verdadera; ni mejor ni peor que ella: distinta y misteriosa aun después de escrita». Me lo dijo innumerables veces. Y ahora yo le digo que me encuentro en la línea delgadísima entre la vigilia y el recuerdo, buscando en su indefinición, en la frontera indecisa entre vida y muerte, en este espacio de realidad y abismo, entre el vacío de su ausencia y el bosquejo de palabras que rescato de las suyas para tratar de encontrarlo, escucharlo una vez más ahora que se ha ido rotundamente.

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