Sin luz, entre ruinas / Rui Zink

1

Tengo fama, no siempre merecida, de ser «divertido y provocador». Muy bien. Es una etiqueta, en el país de las etiquetas, pero que acepto de buen grado. Prefiero «divertido y provocador» que «mañoso y cínico». No creo que me agote o me defina, pero nada nos agota ni nos define. Quien nos conoce y ama sabe que todos —todos— somos infinitos. El ser humano es infinito e incluso, en los casos más afortunados, una caja de sorpresas.
      Divertir es incomodar —me gusta la idea. La escritura como algo que, echando relajo, puede también incomodar, dar algunos golpes, desacomodar algo. Me parece que esto es importante, porque tengo la sensación de que, en ciertos momentos de la vida humana, llegan unos señores, ponen una manta frente a nosotros y, cuando osamos preguntar qué es eso, gruñen, poniendo mala cara: «Es la realidad, hijo».
      Tal vez sería bueno que haya escritores que digan: «No lo creo, no es así…».
      En esta época, es como si nos pusieran enfrente una manta (una cortina gris) y nos dijeran: «Lo lamentamos, esto es la realidad. ¡Aguanta! Y si reclamas mucho te vamos a enfundar la cabeza en un saco, en vez de ponerlo nada más frente a ti, tapándote la vista».
      Observen bien, el argumento no es: «Éstas son nuestras ideas». Se trata más bien de argumentos antipensamiento, o sea, no-argumentos, engañosamente presentados como Verdad Absoluta: son los «No hay alternativa», los «Es justo así», los «La verdad se impone por sí misma», los «Los números no mienten», etc.
      Hoy mismo leí un artículo inquietante —estoy leyendo muchos periódicos— que decía que ya viene la Tercera Guerra Mundial (qué novedad), y que una de las causas es la mala distribución del presupuesto del Estado en los años de la socialdemocracia. Cito: «Y si Europa no se hubiera desarmado, como se desarmó, para pagar el Estado social… Inglaterra, por ejemplo, gasta en defensa menos del dos por ciento de su pib». Se trata de una especie de Lista de Schindler al revés: «¿Este centro de salud? Podría haber pagado un misil tierra-aire. ¿Esas rampas para discapacitados? Con ese dinero se habría construido otra fábrica de misiles antipersonales…».

2
Todos los días encuentro frases de otros que me conmueven, inquietan o indignan, en el buen y mal sentido de estas palabras: conmover, indignar, inquietar. Y también que iluminan. Iluminar es bueno. Dar luz, en vez de quitar luz. Claridad en tiempos sombríos. Yo mismo, intermitentemente, quiero encontrar frases, ideas que me parezcan luminosas o, al menos, ayuden a iluminar un poco el camino.
      Iluminar un poco el camino —para eso escribo. Para eso leo. Y prefiero a los que arriesgan, los que tratan de agregar algo, y por eso titubean, tanteando en la oscuridad para buscar la luz, en vez de los perezosos que, después de haber encontrado el interruptor, aceleran el paso, muy desenvueltos, y hasta se burlan de quien se arriesgó, osó ir antes: «Caramba, ¡el tipo caminaba con paso gallo-gallina!».
      No es sólo para eso (iluminar, ser iluminado) que convivo con los demás y, cotidianamente, los amo y los detesto, los adoro o los soporto. La vida es más que la sempiterna lucha entre luz y sombra. Para iluminar, pues, tenemos la escritura, con la cual me enfrento como lector o autor. Y es también eso lo que hago, cuando tengo suerte, con las personas que voy encontrando: me dejo iluminar por ellas.
      Y ocasionalmente, sí, ay, también soy oscurecido por otras. Hace ya algunos años, el filósofo Diógenes estaba sentado en la calle tomando el sol cuando fue abordado por Alejandro Magno, por aquel entonces el hombre más poderoso de la Tierra. Y Alejandro le dijo: «Oh, Diógenes, eres un gran filósofo, te admiro inmensamente, etc., pídeme lo que quieras y te lo daré».
      A lo que Diógenes respondió: «Nada de lo que me puedas dar me interesa, oh, rey». Pero como es propio de los Magnos insistir, pues no les gusta ser contrariados, Alejandro repitió: «En verdad, puedo darte lo que quieras. Di, que soy el rey, el emperador, y lo puedo todo».
      En ese momento, Diógenes respondió: «Pues bien, mi señor, amigo mío, en realidad hay algo que puedes hacer por mí. Hazte a un lado, que me estás tapando el sol».

3

Dejen de taparnos el sol. Esto es tal vez lo que pediríamos, atentamente, si pudiéramos, ahora que el peligro ya no es la austeridad sino la Tercera Guerra Mundial, los Magnos de nuestro mundo.
      Y para eso sirve —por lo menos a mí me sirve mucho— la literatura. Para hacer, por lo menos, algunos huecos en la manta astutamente bautizada como «Realidad Inevitable» con la cual, en el fondo, nos quieren impedir ver el cielo, el sol y las otras estrellas. Vivir saludablemente, en suma.

4
      Y como no siempre tiene tanta gracia lo que digo o es suficientemente provocador, hay lectores que a veces se acercan a mí para quejarse: «Me gustó mucho aquel libro suyo, pero éste me desilusionó». Pero ésas son las críticas que me gustan más, porque las interpreto siempre como elogios. Debe de haber escritores que engañan; yo prefiero, por cierto, a los que desengañan. Es el lado de la literatura que me interesa más: el de la des-ilusión. Hacer rasgaduras en la tela con que nos quieren tapar los ojos. Rasgaduras en la cortina. Y tratar de decir la verdad, aunque sepamos que es sólo nuestra verdad, la del individuo que escribe y la del individuo que lee. Para mí, la mejor literatura es un contrapunto de los discursos dominantes, de las pequeñas historias con las que nos vendan los ojos y nos venden la guerra como paz, el mal como bien, el crimen como servicio público, la destrucción como construcción, el regreso al pasado como apuesta por el futuro.
      A mí lo que me gusta —y me enorgullece mucho— es ser un escritor que, año tras año, desilusiona. Y un escritor que decepciona, pues también oigo con mucha frecuencia: «A mí me gustaba lo que usted escribía, pero ahora me decepcionó mucho». En verdad, en esta época en que tantos se muestran tan seguros del camino, «Vamos bien, es por ahí», me parece que una de las razones de ser de la literatura es desilusionar. Incluso porque ilusionar es feo. O, mejor aún, demasiado bonito.

Traducción del portugués de Blanca Luz Pulido

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