Sueños de plinto / Gonzalo Calcedo

A los dieciséis años yo era insuperable saltando al plinto. La mejor de cuarto curso. Tomaba carrerilla con toda la convicción del mundo y me proyectaba como en cámara lenta,
sostenida por los hilos invisibles que elevaban las alfombras voladoras de las viejas películas. Revoloteaba ante el asombro de todos, como si la atmósfera se hubiese vuelto líquida y buceara en ella. Quedaba suspendida, rechazando las leyes del globo terráqueo. Hasta que un endemoniado día caí mal, me destrocé el tobillo derecho —todo lo que concernía a mi astrágalo quedó en entredicho— y Ángela Rodes me sustituyó magníficamente en el equipo. Entonces mi humor empeoró. La lesión no mejoraba y no lo haría con la diligencia que yo imploraba cada noche —la escayola era un sarcófago en miniatura—, de manera que terminó el curso sin que compitiese. El resto del verano apenas hice otra cosa que quejarme con la pierna en alto, expuesta sobre cojines de raso y bolsas de agua. Inevitablemente, al comenzar quinto las diosas del plinto renovaron sus votos en una ceremonia secreta en los vestuarios, mano sobre mano, sus salivas mezcladas, las lenguas de áspid vibrando. Otras diosas, naturalmente. Y mi foto fue arrancada del tablón de corcho del atrio como si fuera un listado de becas pasado de fecha.

      Me quedó como secuela una cojera que, según nuestro traumatólogo, el doctor Silva, se debía a mi resentimiento y no tanto a la realidad de mis tendones y ligamentos.
      —Puedes andar perfectamente —me aseguró en la consulta, más preocupado por disculpar un plantón (tenía a su insistente mujer al teléfono) que por mí—. Demuéstramelo, jovencita.
      —No puedo.
      —Claro que puedes.
      Tapaba y destapaba el auricular con la mano como un timador callejero sus cubiletes.
      —Camina recta. Erguida. No te dejes llevar. No me digas que eres incapaz de hacerlo. A tu espalda no le sucede nada —sus cejas, dos interrogantes malévolos: a qué estaba esperando yo para rendirme y echar a andar con soltura—. No hay receta para lo que te pasa —concluyó.
      —¿Qué tal una silla de ruedas? —repliqué.
      —Hablaré con tus padres. Es cuestión de actitud.
      —Tengo la mejor actitud del mundo —lo desafié, enfática.
      Colgó el teléfono estrepitosamente. Acababa de servirle de excusa y acto seguido se mostró más relajado.
      —Dile a Ingrid que haga pasar a la señora Maldon. Contigo ya he tenido suficiente.
      —¿La señora Maldon? Me suena del club de…
      —Ella sí que tiene un auténtico problema con las prótesis de sus rodillas.
      Se puso en pie, bajito, más bien tripón.
      —¿Y quién es Ingrid? ¿Otra paciente?
      —La enfermera que te ha estado soportando todos estos meses.
      Y cerró el archivador con mi caso dentro sin mediar palabra: estaba curada.

Aun así vivía convencida de que tenía un tobillo más grande que el otro; incluso mi pie derecho sobrepasaba al izquierdo en tamaño. Una pezuña de paquidermo. Escribí sobre ello en mi diario, añadiendo toscos dibujos. Había perdido sensibilidad en la pierna, la flexibilidad se había esfumado sin contemplaciones; de repente era anciana y una vez, recuerdo, me cedieron el asiento en el autobús.
      —Fingía, niñato —le dije al chico, y él se llevó su libro de poemas de Nicolai Valtiari y su interminable bufanda al asiento corrido del fondo, allí donde yo no llegaría nunca para pedirle perdón.
      Se hizo el silencio a mi alrededor, el sonido del tráfico se oía tan lejano y amortiguado que parecía provenir del último recoveco de mi cerebro. Hasta el conductor volvió la cabeza. Fue entonces cuando dije:
      —Es una discusión de poesía. Somos gente culta. Luego, como el común de los mortales, haremos las paces en la cama —y froté el cristal de la ventanilla con la manga de mi chaquetón de piel vuelta que, mojado, olía a oveja.
      Un frenazo del autobús me crispó la pierna. Lancé un grito al que nadie encontró una explicación.
      —¡Me duele! —expliqué con lágrimas en los ojos—. ¿Es que nadie puede entenderlo? ¡Soy una artista!
      En ocasiones, los dolores que me contraían la pierna —una licenciosa anguila eléctrica que ardía bajo mi piel— también me deformaban la cara. Ningún especialista detectó un nervio dañado. Era yo. Me gustaba exagerar, hacer muecas. Había sido el centro de atención y ya no lo era. Para tomarme la revancha insistía en mis síntomas y flojeaba en los exámenes porque le dedicaba horas a mis recién empezadas memorias. Los mayores —padres, profesores y neurólogos— cuchicheaban cerca, se sonreían escépticos. Al parecer no les importaba la cojera. Se me pasaría.
      —Lo del tobillo es historia. No puede dar más de sí. Yo creo que está enamorada de Luis Medel —fue la sentencia de Sara, mi hermana mayor, durante un almuerzo vegetariano (mi madre había decidido que los jueves serían así, verdes, frescos y crudos) y juré para mis adentros que la mataría.

Una noche entré en su habitación con un cuchillo en la mano y aguardé un rato mientras dormía. Me sentía albina, transparente. Una medusa urticante proveniente de fondos abisales. Mientras tanto podía escuchar su satisfecha respiración. Como siempre, se había dado un banquete de popularidad. Sara tenía un éxito desmedido e inmerecido entre los chicos del último curso, aquellos que ya tentaban la universidad. El mundo tozudo y exageradamente masculino de ellos se resumía en conseguir sus favores: no quedaba otra mujer deseable en todo el continente. Sara dormía de costado, con la curva de la cadera convertida en un montículo lunar realzado por la fluorescencia que atravesaba el cristal. No había estores ni visillos en su ventana porque no se avergonzaba de sus conseguidos volúmenes. Los demás dormían, ajenos a mi labor de centinela. Al cambiar de postura intuyó algo y debió entreabrir un ojo.
      —¿Qué haces ahí plantada? Me has dado un susto de muerte.
      —Me he movido y ha crujido mi tobillo. El muy hijo de puta no me sirve ni para pasar desapercibida.
      —Cuéntame lo que se supone que estás haciendo, deslenguada
      —dio varios manotazos a la lamparilla de su mesita hasta conseguir encenderla. Giró la pantalla como un foco en dirección a mí, dejándome en inferioridad de condiciones.
      —No estoy de humor para más interrogatorios —yo había tenido el tiempo justo de esconder el cuchillo en la cinturilla del pijama.
      —Eso lo decidiré yo. ¿Qué tienes que decir en tu defensa, chalada?
      Aquel estilete justiciero me hacía cosquillas en el nacimiento de la espalda, un cuchillo de cocina no demasiado agresivo, con la punta redondeada como un pico de pato: el primero que había encontrado en el cajón de la mesa.
      —Habla con mamá de esas cosas —agregó ante mi mutismo, dándose la vuelta en la cama con desprecio—. Te dará una charlita muy cursi que no olvidarás nunca —hundió la cara en la almohada para seguir durmiendo.
      —¿A qué cosas te refieres?
      —Por Dios, ¿qué va a ser? Eso que sucede entre tus piernas. ¿No estarás embarazada, verdad? Cómo has podido ser tan idiota. ¿Lo has hecho por venganza? Me parece que has errado el blanco. Papá y mamá, que yo sepa, apenas te odian. Me odian a mí.
      Yo no tenía novio conocido y en cierta manera me halagaron sus suposiciones. Fui a sentarme al borde del colchón, un gesto que la puso todavía de peor humor: el puntapié bajo la colcha me dio en el muslo.
      —Fuera. Mañana tengo que madrugar.
      —Me duele el pie —traté de defenderme con lo de siempre—. Me ha salido un cardenal en el tobillo.
      —¿Vuelves otra vez con lo mismo? —había apagado la luz y la encendió, exasperada. Dobló la almohada por la mitad para usarla de respaldo mientras extraía de su paquete un purito que recordaba a una barra de incienso—. Abre la ventana, por favor. Necesito respirar aire fresco —aguardó a que lo hiciese para chasquear el encendedor.
      —¿Sabe bien esa cosa?
      —Mentolado.
      —¿Me das una calada?
      —No. Y sabes una cosa, calamidad, no tienes nada en ese tobillo. Tu lesión es una patraña. ¿Has probado de nuevo a saltar? Era una tontería para ti. Lo hacías sin esfuerzo.
      —Odio el plinto. Intenté quemarlo.

Si cerraba los ojos podía verme a mí misma rociándolo con todas las colonias y lociones que pude robar de las taquillas, mientras el resto de la clase corría al aire libre. Eso fue lo peor, el robo, la violencia que me rompió las uñas. Los ridículos candados forzados con el destornillador que llevaba dentro de una carpeta. Las cremalleras de las bolsas de deporte reventadas. Los frasquitos caídos en mitad de un charco embriagador. Los cepillos como puercoespines pisoteados, muertos, con su tripa de goma rosa al aire.
      —Algo oí —dijo mi hermana.
      —La madera se puso grasienta y salía humo. Algo chisporroteaba entre los cajones, pero no vi llamas. Quería hacer una pira funeraria. Había pensado en quemarme encima, como una sacerdotisa. Metí dentro periódicos y revistas. Todo lo que encontré en las papeleras. También quemé los apuntes de lengua y el cuaderno de filosofía.
      —¿Tus apuntes?
      —De más gente. Y libros. Los de ellas. Las diosas.
      —¿Quemaste libros?
      —Sí.
      —Sigue.
      —Luego me dio miedo que ardiese todo el pabellón e intenté apagarlo con el extintor del vestuario, pero no funcionaba. Ese chisme pesaba una enormidad, más que yo, y apenas salía un borbotón de espuma. Una de las limpiadoras pasaba por allí y se puso a dar gritos.
      —Y el profesor de gimnasia hizo que te metiesen un parte. Al final hubo un acuerdo, pero mamá lloró bastante en el despacho del jefe de Estudios. No pensaste en los demás cuando hiciste la hoguera, ¿verdad? Pensabas en ti misma, por supuesto… —me conocía bien. Tenía un par de años más que yo, dos años que parecían diez y de los buenos: experiencia, hombres y saber estar. Lo que a mí me faltaba a manos llenas.
      —Perdí la gracia —dije—. El don de saltar. De crear algo.
      —El curso que viene iré a la universidad y podrás quedarte con mi cuarto, si eso es lo que quieres. Has venido para echar un vistazo, ¿no? Si pierdes un poco de peso hasta podrías heredar la ropa que deje. Desde que no saltas has engordado.
      Pero yo no envidiaba aquellos metros cuadrados, el tocador de actriz ribeteado de focos, el vestidor con luz cenital y espejo de cuerpo entero, el lavabito —una concha de peregrino— camuflado en el trampantojo de un cajón. Mi cuchitril estaba en el ático y tenía el techo abuhardillado. Arriba podía sentir los pájaros refugiándose en las cuevecillas de las tejas. Cuando llovía caía metralla del cielo. Habitarlo no era estar en la cima, como había pensado al principio, cuando recibí aquella intimidad como premio por unas buenas notas. Era un exilio, aunque mis padres seguían pensando que mi predilección por el espacio infinito me hacía feliz. Dormir bajo un manto de estrellas, ¿había algo mejor que eso para una escritora romántica?
      —Me muero de sueño, hermanita —Sara lanzó un bostezo de león nada femenino—. ¿Por qué no te vuelves a la cama?
      —No puedo dormir.
      —Pues ponte a escribir en tu diario.
      —No se me ocurre nada.
      —¿Has perdido el talento? Qué drama. Baja a ver la televisión. Papá y mamá no van a despertarse. Anoche tuvieron bronca. ¿No los oíste?
      Me encogí de hombros; sus cuitas ya no me importaban. Eran libres para divorciarse si querían. Y en ese momento recordé que pensaba en ellos y su desamor cuando corría hacia el plinto aquel horrendo día. Los tenía en mi mente al errar el impulso y comenzar a desequilibrarme. Nada pudo remediar el tropiezo. Ningún Ángel de la Guarda paralizó mi caída. La belleza de mi rúbrica habitual, con los brazos en cruz, los pies en punta, quedó vilmente destruida. Se escuchó un «oh» de mis compañeras —horror y satisfacción a partes iguales— y luego mis gemidos. Me sacaron en camilla. Alguien —no recuerdo quién— me tenía cogida la mano y me daba palmaditas en el dorso. La decepción general se debía a que no se hubiese escuchado ningún chasquido de huesos ni hubiera sangre sobre el parquet.
      No había vuelto a recordarlo con tanta claridad desde hacía mucho tiempo.
      —¿Puedo quedarme un ratito más?
      —Cinco minutos —concedió mi hermana.
      Se le estaba acabando el purito. La ceniza iba a parar a la monda perfectamente cortada de la naranja que había sido su depurativa cena. Lo aplastó, manchándose los dedos; se limpió con un pañuelo de papel que terminó sus días convertido en mortaja de la peladura.
      —Voy a apagar la luz.
      —No, espera. Todavía no.
      —No me digas que tienes miedo.
      —Me gustaría seguir hablando.
      —No hablo de chicos, ya sabes. Desde primeros de mes es tabú para mí. Ahora estoy en cuarentena.
      —Quería hablar de… —no se me ocurría ningún asunto que pudiese interesarle. Quería estar a su lado, sólo eso.
      —Otro día, hermanita —y la oscuridad volvió a rodearme con sus armas de siempre: el silencio, la soledad, los latidos de mi corazón con la cadencia de un metrónomo… Ya no tenía sentido que permaneciese a su vera. En cierta manera me había reconfortado y se lo recompensé con un susurrado «buenas noches».
      Al ponerme en pie —ajeno a mí— el cuchillo se deslizó en picado por la pernera de mi pantalón y golpeó el suelo de punta. Sara encendió la luz rabiosa, quizás pensando que se me había caído de las manos algo que pretendía robarle. Miró el cuchillo que yo acababa de recoger y protegiéndose con la almohada gritó:
      —¡Suelta ese cuchillo, asesina!
      Le rogué que no gritase más, pero mis padres ya se habían levantado y discutían entre ellos sobre mi locura: dos siluetas fantasmales, gesticulantes, intercambiándose reproches. Mi madre se llevó el cuchillo llorando mientras mi padre me cogía del brazo y me sacaba de allí. Me condujo al saloncillo de la casa; puso el televisor. Eran las cuatro de la mañana y la programación —echadoras de cartas y apóstoles de los electrodomésticos más disparatados— nos hizo reír. Sabía relajarme con su complicidad.
      —A veces —me dijo refiriéndose a Sara—, se merece que le corten el cuello. Pero esperemos que no llegue el caso.
      —No iba a cortarle el cuello. Era un cuchillo para la mantequilla.
      —Por supuesto que no.
      —¿Y mamá?
      —Compartirán una aspirina y luego nos iremos todos a dormir. ¿Qué tal tu pie?
      Me lo preguntó como si acabase de lesionarme. Pellizqué el tejido del pijama y tiré hacia arriba descubriéndolo.
      —Júzgalo tú mismo.
      —No parece tan hinchado —opinó amable, a pesar del cansancio—. Ya es casi exactamente igual que el otro. Pero ten en cuenta que nunca lo son del todo. Como las manos —extendió las suyas y tuve la impresión de que sólo el anillo de casado era el que marcaba la diferencia entre una y otra.
      —Sí, se van pareciendo —me animé.
      —¿Te duele?
      —Ya no… —al fin y al cabo sólo estaría otro año en el instituto y mis sueños de plinto y oro habían pasado. Escribir requería menos esfuerzo. Novelas, por qué no. Me consolé del todo pensando que tampoco Ángela Rodes iba a llegar muy lejos saltando, puesto que glandularmente era un desastre y le había brotado una segunda barbilla.
      Mi padre se rascó la nuca; estaba despeinado, natural. No era el hombre generalmente aseado con el que yo me tropezaba cada mañana en el pasillo. Hacía fresco en casa porque el termostato de la calefacción tomaba sus propias decisiones y los radiadores perdían agua. Fuera comenzaba a formarse la escarcha que pisaríamos al salir de casa. Flores hermosas y blancas, cristales de hielo fascinantes que contemplaríamos conteniendo el aliento. El invierno en su transparente y gélida plenitud.
      —Dime una cosa: ¿qué́ pensabas hacer con el cuchillo?
      —Degollarla, ¿no?
      —¿Quieres que te lleve en brazos a la cama? —se rio.
      —No creo que puedas.
      —Déjame intentarlo.
      —Claro —dije, y me sentí aupada como si aún tuviese seis años.
      Mi padre resopló cargándome escaleras arriba. Yo encogía los pies para no tropezar con los barrotes de la balaustrada o los cuadros de macramé de mi madre, que recargaban el estucado.
      —Creo que podré lograrlo —farfulló.
      —No me sueltes.
      Su cabeza cuchicheaba tonterías junto a la mía. Vimos que había luz en el dormitorio de Sara y dijo:
      —Peligro. La cabeza de alguien puede rodar esta noche.
      —Rezaré todas mis oraciones antes de dormirme —prometí, y cuando él se despidió de mí arropándome como a una niña, cerré los ojos y traté de que las viejas salmodias surgiesen de mis labios. No recordaba ninguna. En lugar de eso murmuré cuatro obscenidades, pensé en chicos tumultuosos y en cómo vendería mi alma de artista al diablo cuando uno de ellos, tembloroso, se bajase la bragueta delante de mí. Sería en verano, probablemente el próximo. Moriría agosto y mi excitación se apagaría bajo un cielo plagado de estrellas. Altaír, Deneb y Vega en toda su magnificencia. Después me eché a llorar.

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