La caza del mamut / Dán Lee

Vibra mi teléfono. Maniobro entre los apretujones del metro para sacarlo de mi bolsillo. Es mi primo Matías. Ha de necesitar algo. Rara vez me llama. Cuando quiere saludar o convivir camina con todo y su chamaquita las dos cuadras que lo separan de mi casa, no se anda con tecnologías. ¿Qué onda, primate?, contesto. La señal es terrible en el túnel. Alcanzo a distinguir algo así como «Ayúdame a matarla». ¿Qué dices?, grito al teléfono, se pierde la comunicación.

      Marco varias veces el número de Matías, pero no entra o se corta de inmediato; escucho «ya la tengo aquí», suena agitado. Estoy a dos estaciones de nuestra colonia, pero me salgo del metro. Igual y agarro un taxi, quién sabe qué chingados se trae este güey. Subo las escaleras a la carrera; me ajusto la mochila para que no brinque tanto. En cuanto tengo buena señal le marco de nuevo y sigo corriendo. Por fin podemos hablar.
      Se le metió una rata a la vivienda y quiere que le ayude a matarla; ya la acorraló en la recámara y necesita que alguien le cierre el paso al bicho para que no se fugue mientras él la persigue. Era eso. Pinches animales culeros, por supuesto, pero no es para que el primo hable todo loco como si lo persiguiera un güey con una motosierra. Le digo a Matías que me aguante. Apúrate, dice, hay que darle cuello antes de que regrese Susana con la niña. Sí, güey, orita te caigo. Camino para allá.
      Es un gusto ayudarle. Antes él era el que hacía los paros, siempre echando la mano cuando necesitábamos pintar o mover muebles. Desde que se juntó con la Susana cada vez lo vemos menos. El cel vibra de nuevo. Es Matías otra vez. Que si ya estoy cerca. Suena agitado. Lo calmo: Tranquilo; nomás es una rata; antes cazábamos mamuts, río. No es por eso, responde; se metió a la cajonera de la niña… pinches animales, tienen enfermedades… le va a hacer mal… Ya estoy a media cuadra, güey, afila las lanzas, bromeo, pero no se ríe.
      El portón de la vecindad donde vive siempre está abierto. Atravieso el patio; saludo a un par de sus vecinas que platican sentadas en un escalón. Si quisiera enterarme de la vida y obra de mi primo no tendría más que preguntarles la hora.
      La puerta de Matías está maciza y tiene su botaaguas. Quién sabe por dónde se habrá metido la rata, igual por una coladera, esos animales son del demonio. Toco con la palma y la puerta se mueve hacia adentro. Él grita desde el fondo: ¡Está abierto! Ya vi, güey, grito también y entro.
      Paso junto a su estufita y esquivo una mesa, por poco dejo allí mi mochila, pero el mantel se ve pegostioso y huele como a fruta vieja. Pongo la mochila en un sillón de la sala-comedor, entre unas almohadas y una cobija. El cabrón de Matías tiene lleno de ropa aventada. Piso un calcetín, pateo una camiseta. Una cortina de colores separa esta estancia de la recámara. Por debajo veo los mocasines y las perneras de los pantalones de oficinista que mi primo gasta entre semana. Mueve los pies. Está nervioso. Me dice que agarre un palo junto a las sillas. Veo y sí, hay un cadáver de escoba ahí. A las pinches ratas hay que mantenerlas lejos. Si toca una valiente o que tenga nido, ataca, se trepa en la ropa. Qué mal que yo traigo manga corta; si se pone pendejo el animal… hasta escalofríos me dieron. Cojo el arma mortífera y cruzo la cortina. Ora sí, güey; ¿dónde está la fiera?
      Matías me ve de reojo. Me saluda moviendo una ceja. A veces le digo «primate», el apodo le queda a la perfección así como está: espalda encorvada, enarbolando su propio palo de escoba como si fuera una lanza primitiva, atentos los ojos y los oídos a cualquier roce en la cajonera, la boca entreabierta como a media mordida. Un simio al acecho. Se fija en los vellos erizados de mis brazos. Sonríe. ¿El cazador de mamuts tiene frío?, se burla.
      ¿Dónde me pongo? Me indica que en el mero umbral, como portero de hockey, que bloquee el paso de la rata, que me ponga cabrón, que hay que dejarla bien cadáver antes de que llegue Susana. Va. Me planto. Él se yergue y se concentra. Los ninjas de las películas y sus katanas se quedan pendejos comparados con Matías, su palo y su gesto de encabronamiento que hasta asusta. Como si se estuviera transformando en un ruco de esos amargados que están emputados todo el tiempo y maldicen por cualquier madre. Ha de estar bien culero que una rata con sus patas asquerosas y sus pelos llenos de porquería se pasee en la ropa de la hija de uno. Él da un golpe en la cajonera para tantear. Se escucha un frotamiento choncho en la parte del fondo. Seguro que el animal está en el cajón de hasta abajo, o en el segundo. Allí se oyó, güey. Asiente, se agacha y pone la mano en la manija del último cajón. Vivo, güey, advierte y me mira como queriendo dejarme fijo en mi lugar con la pura vista.
      Da el tirón. La cajonera se abre y brinca una puta ratota. Es como del tamaño de mi antebrazo sin contar la cola. Matías la esquiva, le gana el miedo o el asco, porque bien que la pudo haber descontado de un manazo. La rata venía derechito para el otro cuarto, pero me vio y se detuvo. De buenas que nos tocó asustadiza y no feroz, porque está grande la culera. En el segundo que calculo si le tiro un pisotón o un palazo, Matías se convierte en guerrero ancestral. Se da la vuelta. Grita igual que samurái poseído y tira un tajo descendente con el arma como si esgrimiera un sable. El aullido paraliza al animal y a mí. El palo se estrella a medio lomo de la rata y se parte en dos. La bestia chilla y quiere huir hacia abajo de la cama, pero antes de que pueda dar dos brincos Matías se deja ir sobre ella con la punta trozada que le quedó en la mano y le apuñala el cuerpo. Pinche precisión depredadora. La rata emite otro chillido más doloroso; los puntos negros de los ojos se le botan. El Primate repite el estacazo dos, tres, cuatro veces. La rata patalea. Matías grita ¡Puta!, ¡muérete! La rata enseña la lengua entre sus incisivos; la orilla puntiaguda de la madera se pinta de sangre y se va achatando a cada madrazo contra el cadáver, contra el suelo. ¡Mi niña, culera!, ¡mi hija!, dice por fin en los últimos golpes. Resuella, suda; los músculos y las venas botadas del cuello se le van destensando, como si hubiera luchado a muerte y mano a mano contra una presa mayor.
      Levanta la vista y me ve. Se acuerda de que estoy aquí, en el cuarto; se levanta. Perdón, dice, es que… no sabes lo que es que un pinche animal ponga en riesgo a tu hija… Me acerco, poso una mano en su hombro. No tienes nada que explicar, güey, me dan ganas de abrazarlo, pero estaría raro, ¿dónde hay un recogedor?, pregunto. Responde que en la entrada. Voy por él; Matías mira a la rata, nomás la mira.
      Paso sobre la ropa de él, sobre el desorden de la sala, junto a la cocinita que huele a comida vieja. Quisiera decirle al cabrón que cómo no se le van a hacer animales si no limpia… mejor al rato me ofrezco para ayudarle a levantar este desmadre. Abro la puerta, junto a la entrada están la escoba y el recogedor. Me asomo. A medio patio siguen las vecinas su plática sentadas en el escalón. No han de tener nada que hacer. Me saludan con la mano; en la jeta se les ven las intenciones de echar chisme, como hace dos semanas que nos las topamos mi jefa y yo en el tianguis.
      No las pelo. Entro de nuevo y agarro una bolsa de plástico que hallo tirada. Voy al cuarto. El cajón vacío sigue abierto. Matías ve a la rata. Hipnotizado. Como si le preguntara cosas con la mente y el cadáver le respondiera desde sus bigotes tiesos. Le rompo el hechizo al barrer al animal; evito mirar el cadáver, me da un asco bien cabrón su cara explotada, los pelos gris claro de la panza, la cola pelona. La echo en la bolsa; el estómago se me quiere exprimir. Voy a tirarla al basurero del mercado, digo. Gracias por venir, carnal, responde. Ya sabes, cuando quieras. Me doy la vuelta y camino hacia afuera. Me detengo a media sala-comedor. Oye, le digo sin mirarlo, si quieres regreso y te ayudo a recoger… para que cuando llegue la niña esté arreglado. Siento sus ojos fijos en mi espalda. Me quedo quieto, mejor no encararlo para que no me lea el gesto; desde morritos nos entendemos hablando poco; para el fucho, para las escondidas, para encubrir nuestras travesuras o nuestros dolores, seguro así le hacían los que cazaban mamuts. Va, carnal, acá te espero, cede al fin.
      Salgo sin recoger mi mochila. Igual tengo que regresar, a ver si Matías quiere hablar conmigo. En el patio siguen las viejas. ¿Quieren ver una ratota bien muerta?, les digo, alzo la bolsa y troto hacia ellas. Corren despavoridas a sus viviendas y cierran las puertas. Debería dejarles el bulto enfrente de sus casas a ver si así se ponen a hacer algo de provecho… O bueno, tampoco hay que ser culéi, tan inútiles no son. De no ser porque me las topé en el tianguis, no sabría que hace un mes que la Susana se fue y se llevó a la niña.

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