Retorno a Paggank / Juan Fernando Merino

Rocco siempre había soñado con vivir en una isla; Elizabeth Segunda, su vecina de banca desde hacía un par de años y compañera de almuerzos aquella primavera, prefería los montes y altiplanos, mientras más elevados mejor, y recelaba de toda superficie acuática de dimensión ahogable —dulce, salada o salobre. En cuanto a Kopler, a estas alturas de la vida y de las pérdidas, le daba bastante igual el sitio que cada año eligieran por votación para las vacaciones de verano los mendigos de la plazoleta de Newkirk, en pleno corazón del condado de Brooklyn.

      Si bien Rocco, abogado en su existencia anterior, «La Reina Elizabeth Segunda», dueña de un garito clandestino de juego en Alabama antes de su desastre personal, y hasta cierto punto Kopler —cuyo pasado, procedencia y antiguo oficio ignoraban todos— eran los líderes naturales de la Asociación Incorporada de Pordioseros del barrio de Newkirk (bian) y por ende de las vacaciones en grupo que tomaban cada agosto —para guarecerse del calor apabullante que a partir de mediados de mes no dejaba respirar ni a las palomas—, no había sido de ninguno de los tres la singular propuesta: pasar una semana entera en Governors Island, la pequeña isla equidistante de las riberas de Manhattan, Brooklyn y Jersey City, que admitía visitantes tan sólo los domingos durante los meses de verano y permanecía deshabitada y con las instalaciones cerradas los demás días del año.

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La idea de pasar las vacaciones anuales de la Asociación de Mendigos en la Isla de los Gobernadores se le había ocurrido el invierno anterior a Henry K, que en paz descanse, poco antes de la gran redada policial con el pretexto de ponerlos a salvo de las inclemencias de las noches de enero, y poco antes de que Henry comenzara otra mala racha con el alcohol y el insomnio, la peor en muchos años, según aseguraba Kopler, confidente suyo en aquella época.
      La propuesta surgió como al azar una mañana de sábado mientras desayunaban juntos los seis más veteranos del grupo, que por ello mismo gozaban de la prerrogativa de tener sus «puntos de recaudo» (como los había bautizado Elizabeth Segunda muchas primaveras atrás) en las bancas contiguas al ingreso norte a la estación del Metro Newkirk. Los tres que fumaban se iban pasando una colilla de mano en guante y cinco de ellos (Kopler apenas abría la boca durante el día) conversaban de todo un poco mientras trataban de defenderse del clima gélido con café recalentado, vodka, ron Bucanero o cualquier combinación de los tres.
      —La Isla de los Gobernadores nos espera —había dicho de repente Henry K, interrumpiendo una discusión sobre cómo disuadir a los pedigüeños advenedizos que estaban llegando en números crecientes desde los alrededores del parque Prospect y se negaban a afiliarse a su cofradía—. Todos a la Isla de los Gobernadores el próximo verano. ¡Jamás tendremos unas vacaciones iguales!
      En alguna revista encontrada en la basura, Henry K, quien devoraba cuanto texto caía en sus manos, había leído que el año anterior la alcaldía de Nueva York empezó a permitir el ingreso de visitantes a la isla los domingos durante el verano, de nueve de la mañana a siete de la tarde, y que había dispuesto la salida de un ferry para cincuenta pasajeros desde el sur de Manhattan cada hora.
      Después de responder las preguntas sobre el sitio que le hicieron Rocco, la condesa Carla —una exactriz circense que no hacía mucho tiempo cayera en desgracia—, el marinero jubilado Fitzgerald y los hermanos Charly y Meddy Arenas —estibadores en el astillero de Long Island City antes de su cierre definitivo—, la cofradía de los pordioseros regresó a su habitual quehacer pecuniario, pero ya había quedado sembrada aquella semilla isleña, y cuando a finales de junio se convocó a comicios para elegir el destino de las vacaciones de agosto, la Isla de los Gobernadores figuró desde el primer momento entre los tres o cuatro sitios más elegidos.
      Una verdadera pena que Henry K ya no estuviera entre el grupo para saborear aquel momento.
      A la votación final llegaron la isla y el Jardín Botánico del Bronx. Allá habían pasado las vacaciones tres años atrás y en términos generales les había ido bastante bien: Radcliffe, un excontador que se había sumado al gremio dos años atrás después de perder el último de sus empleos a causa de la ludopatía, se había hecho con la llave de uno de los viveros más amplios del sitio. Nunca les dijo por qué medios ni con quién, pero el hecho es que, durante media docena de noches, los once pordioseros que fueron de la partida estuvieron durmiendo allí, unos en esteras y otros en hamacas. De madrugada, antes de que empezaran a llegar los guardianes y jardineros, arrancaban frutas y hortalizas para un desayuno tempranero y se iban a bañar al río Bronx. El resto del día se mimetizaban con los visitantes, almorzaban en alguna de las cafeterías y se paseaban por todo el Jardín Botánico. Poco antes de la hora de cierre se ocultaban en un molino en ruinas a orillas del río y ya al abrigo de las sombras regresaban al vivero a cenar, a jugar cartas los que jugaban, a beber los que bebían, y a dormir profundamente los que tenían tal suerte. Elizabeth Segunda y la condesa Carla velaban y hablaban buena parte de la noche.
       Pero no era muy aconsejable repetir sitio, y las ventajas que ofrecía la isla eran enormes e innegables, según explicaba a los votantes Rocco Merlini, destacado abogado penalista antes de un colapso nervioso de proporciones mayúsculas seis años atrás, y quien se había convertido en el mayor propulsor de las vacaciones en la isla después del trágico fallecimiento de Henry K.

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Se dispuso la partida del grupo para el domingo 17 de agosto, con regreso en el primer barco que zarpara de la isla la mañana del 24. Como hora de embarque se eligió la franja de las once de la mañana, propicia para mezclarse fácilmente —incluso los que no contaban con atuendos muy adecuados— con la gran cantidad de pasajeros que navegarían en ese horario, la mayoría de ellos para asistir al partido de polo que todos los años se disputaba en la isla el tercer domingo de agosto entre un equipo de Nueva York y uno del sur de Inglaterra.
      El sitio para pernoctar había sido elegido por un comité de avanzadilla enviado el domingo previo y conformado por Radcliffe y Rocco: se trataba de una antigua oficina postal, que databa del periodo, durante la Segunda Guerra Mundial, en que se construyeron en la isla barracas militares para albergar a los soldados en tránsito hacia los campos de batalla en Europa. La casona seleccionada gozaba de ciertas comodidades dado que los domingos de verano funcionaba como museo de la historia de la Isla de los Gobernadores.
      Una vez instalados, Kopler propuso asignarle a la casa el nombre de «Paggank», como denominaban a la isla los nativos americanos que originalmente habitaban la región.
      No hubo objeciones a su moción.

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Por falta de previsión, cálculos desacertados de lo que encontrarían en la isla, o lo que fuese, al final del tercer día los pordioseros en vacaciones se percataron de que se habían quedado muy escasos de provisiones: de comida sólo quedaban un par de tarros de Saltinas y unos perros calientes en dudoso estado. Agua habían recogido más que suficiente, pero de alcohol únicamente quedaban las botellas de un licor ignoto que había traído el exmarinero Fitzgerald y que se negaba no sólo a compartir con nadie sino incluso a dejarlo ver.
      A comienzos del cuarto día, Elizabeth Segunda, quien desde el comienzo de la crisis había asumido ciertas iniciativas sobre el destino común del grupo, convocó a una asamblea de emergencia a la que acudieron todos, menos la condesa Carla, que dormía, y Fitzgerald, que bebía, y dispuso lo siguiente:
      Primero: que se reunieran en un montón todos los víveres que cada cual guardaba en sus maletas, alforjas o sacos de dormir y se encargara de su distribución ecuánime y equitativa al excontador público Radcliffe.
      Segundo: que encargaran del aprovisionamiento alcohólico a Carla y Kopler —la primera por ser el único integrante del grupo con ciertas dotes acrobáticas o al menos atléticas, y el segundo por ser quien más urgido estaba por calmar esa sed. Para tal efecto, al caer la noche la pareja se dirigiría al bar-restaurante Blue Moon, escalarían como mejor pudieran el muro de tres metros y de alguna manera romperían el candado del depósito de bebidas ubicado en el patio.
      Tercero: los hermanos Charly y Meddy Arenas, que en su no tan lejana juventud habían sido pescadores en una isla o islote del Pacífico colombiano, conseguirían o fabricarían sedales y anzuelos para partir en una excursión de pesca hacia el extremo noreste de la isla, el sitio más factible para hacerse con unas cuantas pescadillas, rayados, platijas o cualquiera de las otras especies que aquellas aguas brindaban.

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El primero en enterarse de la tragedia fue Fitzgerald, quien había instalado su cambuche a trescientos metros de la casa, para que lo dejasen disfrutar tranquilo su ron mezclado con ginger y vodka, o lo que fuese, sin reproches y sin envidia. En medio de su duermevela casi permanente alcanzó a escuchar los gritos desaforados de Carla pidiendo auxilio.
      Cuando Fitzgerald llegó renqueando al exterior del bar-restaurante tan veloz como materialmente pudo, sin tener la menor noción de medicina, comprendió que ya nada se podía hacer por la escasa vida que le quedaba a Kopler. En la caída desde el techo del Blue Moon, no había alcanzado a interponer manos ni pies entre su cabeza y la superficie empedrada que hacía las veces de andén.
      Por fortuna, su pecho y estómago habían servido de colchón para la bolsa de lona con botellas decomisadas del Blue Moon y sólo se habían roto tres o cuatro.

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—¿Voluntarios para cavar la fosa de nuestro muy querido amigo y colega Kopler? —estaba preguntando Elizabeth Segunda en el justo instante en que se aproximaban al grupo los hermanos Arenas procedentes de su excursión de pesca.
      Primero una, luego tres y finalmente cinco manos se alzaron para ofrecer sus servicios de sepultureros aquella velada de luna fulgurante y cielo despejado, aunque doblemente aciaga.
      Doblemente, porque aquella noche de duelo —y de oraciones para los pocos que aún creían en algo— las seis botellas de vino y cinco de licores espirituosos de alta graduación alcohólica que se habían salvado de la caída de Kopler no iban a acompañar filetes de merluza, corvina y ni siquiera pescadilla. Los hermanos Arenas no habían vuelto con las manos del todo vacías, pero de la mochila de Charly, el menor, sólo salió un pelícano de tono azul grisáceo, corpulento, desgonzado.
      —La carne es fresca —explicó a sus atónitos compañeros de aventura—. Con nuestros propios ojos lo vimos morir.
      —Suicidarse —corrigió el hermano mayor, Meddy—. De tantos golpes en la cabeza para romper el agua y atrapar a sus presas, los pelícanos van perdiendo la razón y terminan por enloquecer.
      —De muchacho, durante las vacaciones de verano, varias veces comí pelícano —agregó Charly, parte explicación, parte disculpa por la malograda misión de pesca—. Asado o a las brasas es una carne exquisita. Lo más parecido a pescado de mar que van a probar jamás.
      —Compañeros —dijo Elizabeth Segunda, con gravedad—. Ahora tenemos dos pescadores de aves y nuestro primer muerto. Ya no podremos irnos de esta isla.
      —¿Y los domingos qué vamos a hacer? Desde las nueve y media de la mañana empiezan a llegar visitantes y desde las siete y media empleados, vendedores y vigilantes.
      —¿Que qué vamos a hacer? Dejar esta casa intacta, esconder nuestras cosas y mezclarnos con los visitantes como hacíamos en el Jardín Botánico.
      —¿Y el sustento diario?
      —Eso lo veremos más adelante. Por el momento, comida y agua no nos faltarán.
      —Ni ron. Seguro que hay buenas existencias en el Blue Moon.

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Han pasado dos meses y medio y ya el otoño empieza a dar paso a los primeros embates del invierno, con sus días breves, sus leves e intermitentes nevadas y las primeras fogatas en el interior de la antigua oficina postal, ahora cuartel general de los mendigos de Newkirk.
      Como casi todo en el grupo, las estrategias para la supervivencia en la isla se decidieron durante una asamblea en una ronda de votaciones democráticas. Por decisión unánime se acordó que seguirían alojándose en el mismo sitio y que establecerían turnos permanentes en las inmediaciones del muelle para estar pendientes de cualquier desembarco imprevisto, fuese de autoridades municipales o de intrusos.
      Por mayoría simple se eligieron tres integrantes del grupo (los de más deteriorado aspecto físico y por lo tanto limosnas más lucrativas) para que trabajaran en Newkirk de lunes a sábado y aportaran lo recibido a un fondo comunitario. A los hermanos Arenas se les encomendó comprar implementos de pesca y un candado idéntico al que Kopler había debido violentar en el Blue Moon. Ah, y vino y licores para ir reemplazando las botellas que fueran consumiendo de modo que no se notara la falta. Elizabeth Segunda, la condesa Carla y Rocco se harían cargo de una huerta semiabandonada a media milla de la residencia.
      Etcétera.
      Al parecer nadie ha echado de menos a los mendigos que han dejado de asistir a la plazoleta Newkirk: ni los agentes de policía y barrenderos que frecuentan el sitio, ni los encargados de taquillas y aseo de la estación, ni los viajeros cotidianos a Manhattan que pasaban frente a ellos todas las mañanas y todas las tardes.
      Si acaso ha lamentado la ausencia de pordioseros en la plazoleta Maddalena, una señora mayor y solitaria que habita en un edificio de una calle paralela a la del subway y que pasaba horas y horas —cuando no hacía excesivo calor o excesivo frío— conversando con Kopler.
      Kopler, que en la isla descanse. De retorno a Paggank.

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