Por el autor hirsuto / Jorge Morteo

1

Hay un problema con seguir las corazonadas del miocardio. Las corazonadas no pagan las deudas que se apilan en la conciencia. Provocan taquicardia, pero no saldan los recibos de luz. A veces, incluso, acentúan los padecimientos. Elvira, mi mujer, me echa en cara mi falta de liquidez mientras se rasura los vellos gruesos, una pierna sobre el retrete rosado. Me recrimina por seguir el curso de mi naturaleza, caminando por un camino enlodado, que es muladar. En la otra mano tiene una novelita de Thomas Mann o de Charles Bukowski, el ebrio de los ebrios. Lee con la mirada fija, los labios carmesíes moviéndose y murmurando maledicencias. La luz es crepuscular, casi tiene una longitud negativa. La luz tiene la consistencia de la melaza dentro de una crisálida opaca de humedad sempiterna. Elvira está de perfil, el cuerpo larguirucho parece una carabina cebada. Una toalla faraónica cubre su cabeza, ya de por sí en ebullición.
      Los peores momentos siempre se bañan en las cloacas de los instantes crepusculares.

2
¿Cuánto tiempo debe un muerto de hambre estar empecinado con una idea fija, una de esas cuñas que devienen en infección? ¿Cuándo es que la virtud se torna en el vicio sádico del harakiri? Busco posgrados en línea, como el canceroso que busca pieles y órganos ajenos que lo salven de la muerte. Busco con ahínco, como el ahorcado busca el tonel donde reposar los pies antes de soltar los esfínteres por siempre y despedirse. La lluvia cae de forma oblicua y quema al tacto. El perro duerme supino, sobre la colcha del segundo aniversario que le regalé a Elvira. El ventilador sopla aire recalentado, aire licuado por los bichos de la tarde, empecinados en malgastar sus fuerzas, revoloteando alrededor de la habitación. Las moscas revuelven más la atmósfera salada de un cuarto pequeñoburgués, que es también una mente pequeñoburguesa. La soledad de las sombras en una casa con cimientos telúricos que hieren el mar de inseguridades, como avispas, es inmensa e inmarcesible. Toda escritura es una raíz marchita enterrada en la espina dorsal de quien esgrime la valentía —o la locura— de proseguir con un oficio inane. Si germina la semilla, albricias. Si no logra penetrar, uno termina pudriéndose por dentro, desmenuzando las cenizas: las letras y el fracaso conllevan un maridaje radioactivo y psicosomático. De todas formas, somos muertos vivientes, que deambulamos por la Magonia postindustrial de ciudades que nos quedan demasiado holgadas, porque somos enanos anabolizados, pero enanos, a fin de cuentas; y también petimetres. De modo que no hay novedad en elegir cualesquiera sogas, algunas balanceándose impacientes, susurrando nuestros nombres.

3
No soy poeta. Pero hace tiempo cometí la tropelía de escribir como escriben los poetas, es decir, poniendo a orear los intestinos. Hace tiempo, también, contraje varicela y sufrí de neumococo nasal, un malestar que me tuvo postrado, mirando la caída de los robustos rayos solares sobre el océano. Un doctor me inyectó la cura para mi primera aflicción, de la que me recuperé al poco tiempo. Las deudas me inyectaron otro tipo de medicina contra la estupidez de escribir líricamente sin cortapisas; ahora creo entender que se debe escribir líricamente con el ano. Por ello, gasto la vida de otra forma. Soy el tipo de espíritu yermo de quien flota en la salmuera de los días y las semanas inifinitas de la abulia. ¿Cuántas batallas ganaríamos si montáramos la terquedad, si le claváramos las espuelas y la tratáramos de purasangre encabritado?
      La trompeta, ya lo sé de sobra, no toca a mi favor, ni el viento aparta la radioactividad de una vida en picada. ¿Cuál es, entonces, el nicho que me toca llenar? ¿El nicho del halcón, el nicho de la liebre timorata, el nicho de la bacteria extremófila que aguarda sobrevivir en la vacuidad de una bañera de whiskey? ¿El nicho del protozoario que ríe a carcajadas, suspendido en la inmensidad cósmica, porque no importa nada más?

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Elvira no confía en mí, es decir, no me quiere. Pasa las noches repantingada en su colchón sogna-5000, cuyo cobertor especial me provoca un calor volcánico. Pero también es justo decir que este doble soporte que pidió Elvira ayuda a contrarrestar sus problemas de columna, sacro, coxis, sus lumbares l5 y l4, ambas con una ligera protuberancia ósea, es decir, con un asomo de rabo vestigial, herencia de su prosapia. Elvira no llega a tener espina bífida, pero está mal formada y sufre y a ese dolor hay que agregarle la otra dolencia que representa mi persona. Aunque para mis fines oscuros, convendría que Elvira tuviera espina bífida y fuera una desahuciada, una mujer postrada sempiternamente en el colchón sogna-5000. El caso es que Elvira no tiene espina bífida. Sólo un carácter que se avinagra más de la cuenta en los meses de junio, julio y agosto, cuando el calor se retuerce como el acordeón lunático de las sustancias psicotrópicas en nuestro torrente sanguíneo. Sólo logramos entendernos a través del dolor.

4
Elvira no tiene un amante. La falta de tragedias es nuestra tragedia. La ausencia de asideros o ganchos de los que colgar el drama doméstico que tiene facha de prenda raída. Hace tiempo me equivoqué escribiendo versos que ahora deambulan en las alcantarillas de mi ciudad portuaria. Escribía de manera petulante, desde la cima del acantilado del loco barbado. Escribía en la madrugada de los moscos, escribía en el retrete aterido de cloro. Escribía constipado y con fiebre amarilla y con un manojo de píldoras en los dientes, pastillas para enmudecer a la camada de enanos que vive en el interior de toda persona cuerda que se respete. Escribía cuando todos los demás vivían penas y lloraban alegrías y sangraban por los poros de la lengua, y algunos defecaban cómodamente en el interior de sus lofts, en la intimidad de sus soledades colectivas, con vista al mar. Elvira no hace nada de esto. Porque es inteligente y pragmática, y es la heredera de la posteridad. Elvira se limita a leer, a digerir comilonas durante sus bacanales lectoras, a eyacular hacia adentro y a regurgitar la incomodidad del espíritu bífido que carga a cuestas. Vive, a su modo secreto, su vida con esta piltrafa humana, que la mira desde la jaula de las cacatúas, una jaula de palabras monocromáticas y tullidas. La suya es una vida en la que a veces soy partícipe, de forma tangencial, se entiende, como son partícipes las moscas. Pero sólo cuando salto la muralla del Yo y me hallo ante la inmensidad de un horizonte plagado de vertederos de basura marina, junto a los cometas ígneos que visitan la playa desde las costas del Apocalipsis.

5
Estaba equivocado. Pensé que la escritura se hallaba en otro código postal, en un vertedero diferente. O en un páramo con estepicursores embriagados con el aliento del alcohólico. Una planicie desolada con bombas unipersonales, bombas que hay que sortear dando brincos azarosos, después de muchos sacrificios, un par de sustos, una extremidad amputada por la metralla de uno de esos extremistas musulmanes-católicos-judaicos-tibetanos. Pero lo curioso es que la escritura siempre se halla en otro sitio distante, y no en la incertidumbre de nuestra realidad incolora. Está en el lugar del que menos sospechamos. Agazapada entre los vellos nasales, en el arco del sobaco rancio, en el caracol a la orilla del desfiladero. No se me ocurre una buena metáfora que corone esta hipótesis anterior, y, como se sabe, esto es un fracaso, porque toda verdad es persuasiva. El caso es que la escritura rehúye de cualquier centro gravitatorio con suficiente poder de succión, como esos chupones destapacaños que utilizo para complacer a Elvira. Supongamos que proporcioné una buena metáfora. Una que hace clic con la mente de quien aquí lee las líneas, y lo conecta con una potente patada química en los testículos. Cuando menos necesito esa licencia. Ahora que las deudas consuetudinarias inundan mi buzón. Ahora que la bandeja de entrada está vacía de sentido, y llena de soledades bufonas que se burlan del sino de un empleado más que busca no ahogarse en la debacle de las hordas que tienen hambre de algo, pero no saben de qué material, sólo algo incandescente, y fácilmente tragable.

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      ¿Será posible que la escritura sea una cadena formada por muchas preguntas eslabonadas? Preguntas vedadas, claro, preguntas que producen el eco del arrastre temible de las cadenas de los trasatlánticos. Preguntas que, como los anfibios, transitan por diferentes terrenos: tierra pantanosa, tierra dura, tierra calcárea, etcétera. Es bueno que la escritura no se propague como una pandemia, sino que se le rehúya como a la lepra de antaño. La escritura es sólo un mal que achaca a un puñado de inadaptados, poseedores de una paciencia infinita (en el cielo se halla Andrómeda y su futura colisión, y también está el Sol en su crisálida que madurará en supernova). Si mañana Plutón colisionara con el puesto de pretzels más famoso de la Gran Manzana, ¿quién te extrañaría? Pero lo mismo puede decirse de los saurios, y lo mismo se dirá del producto futuro que repte de las cenizas y los detritos bañados por las aguas, ésas sí infinitas.

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La escritura, como los minerales, debe de esconderse en otro sitio. Es plutonio o tnt. No la encuentro, casi nunca, en los aparadores fulgurantes con maniquíes de aspecto humanoide. Ni en las marquesinas de algunos nombres encumbrados, ni en las caminatas sobre el pavimento hirviendo. A veces la falsa escritura cruza los pasos de cebra con temor precautorio, y se balancea con su bombín y su bastón, alrededor de un semáforo vertiginoso que se llama Olvido. No como la otra escritura y sus paladines, que más que escritores fueron auténticos espeleólogos y pirómanos de cepa. Bajaron a la catacumba y prendieron una fogata inmensa para darnos ojos fulgurantes, y hacernos babear como si no fuéramos cuerpo sino líquido cerebroespinal. Elvira dice que exagero, como todos los malos poetas. Expresa lo anterior con una mueca disconforme de dolor lumbar (es la columna que le duele, es mi presencia perpetua). Se moja el dedo y pasa la página de la tercera novela en menos de una semana de lectura monomaniaca, en la que está tan concentrada que, a la manera de las brujas, ni siquiera reposa los pies sobre el suelo. Le puse un babero de terciopelo, para cuidar que no se manche. Si tan sólo al escribir versos yo tuviera el diez por ciento del hambre voraz de Elvira, si sólo contara con el talento desaforado para conectar el recto con la música, para poder abrir todo este cuerpo, poro por poro, con una ganzúa de hierro. No hay modo de complacer a la plebe. Porque la plebe es una masa indivisible de ojos antropófagos. La plebe es un espejo siamés cansado de reflejar la misma hecatombe.

8
¿Quién es, en verdad, Elvira? Un enigma bípedo que se pasea desnudo, con su cuerpo raquítico y sus piernas velludas. Una pareja de vida. Una cerbatana insonorizada que arrulla mis noches de insomnio, con sus ojos rojos de buitre carnal que destellan cierto tipo de amor. Una mujer que sugiere que me depile el cuerpo. Que los hombres calvos son mucho más sensuales. Que el hirsutismo, con este calor endiablado del trópico, es pernicioso para la mente y la estética coetánea. Luego Elvira se desdice, como siempre. Afirma sentir, de repente, una pulsión sexual por la vellosidad desmesurada y se masturba sola, en la esquina menos iluminada de la habitación, tarareando una canción añeja. Pero el problema es que uno no puede complacer al pópulo. Cada quien emite una cantata distinta, para terminar sus días. Acaso lo mismo sucede a la hora de pergeñar versos desafortunados. Uno tiene que estar en concordancia con un absoluto ininteligible, que tiene mucho de pulpo policéfalo. O bien, basta seguir por el camino propio, so pena de ser un ermitaño con un puñado de páginas que destilan olor a zozobra, páginas de bagazo que flota siempre sobre las cosas viejas, páginas que decidimos comernos, porque somos pudorosos, porque aún mantenemos una pizca de decoro y la idea clara del fracaso.

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Un día tuve una idea durante la madrugada, mientras las estrellas caían ingrávidas sobre la mesa de noche. Pensé garabatear una confesión personal, que pudiera extraerme de esta especie de depresión postparto que llega con el calor. El título es lo único que me gustó. Los títulos son presentes inmerecidos, como una pepita que emerge de la lava volcánica de todos los mares escritos. Tal vez, pensé, todo el texto que preceda la revelación es una mierda rotunda; una mierda inmensa, el Kilimanjaro de los coprolitos textuales, pero el título, por sí solo, vale el intento de esbozar un texto sencillo, formado por dos o tres ideas, dos personajes opacos, muy poco sentido común y una tonelada de anhelos pendientes, que descansen bajo los cocoteros. Seguramente me equivoco de forma estrepitosa, me equivoco como el transbordador Challenger y la flor que dejó en el cielo al estallar en un millar de pedazos.

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El problema de iniciar un texto es que todo inicio está herido de muerte. El truco reside en mantener el cadáver, maquillarlo, que no apeste. Elvira me observa caballuna, con una tristeza inmensa. Sus senos no son portentosos, porque es escuálida como el fantasma de los mendigos de las calles solares del centro. Sin embargo, sus ojos lacrimosos se enfocan, por primera vez, después de muchas noches, en los míos. Antes de dormir en su cama sogna-5000 me dice que no está triste, porque se acaba de topar con el libro más divertido de todos los tiempos, un libro que le provoca diarrea y goterones de sudor, y le esponja la porción de alma que le queda en el búnker. Por eso ríe en silencio, mientras yo busco una manera ingeniosa de terminar unos versos desafortunados, sobre la dieta paleolítica en tiempos de las primeras especies endémicas del continente. Pero la vida, y los años, se escurren entre los resquicios de un teclado que es el antagonista natural de los días, pero rara vez su confidente. Es todo lo contrario: un traidor que siempre consigue su cometido.
      Al final, pienso, todo se reduce a la búsqueda de una forma astuta, y no demasiado culposa, de perder el tiempo y complacer los instantes que robamos, a punta de pistola, a las potestades de este microscópico charco galáctico.
      No: en verdad, todo orbita alrededor de los gastos de varia índole y de la propensión a la locura que mantenemos, amaestrada y sedada, bajo llave, para que no pregone nuestra verdad, a lo largo de todas las calles y plazas y bajo todos los soles salados del puerto.

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