Sergio Pitol, el mago de las palabras / Humberto Hernández

In memoriam † Sergio Pitol

 

 

        …la inspiración es el fruto más 
        delicado de la memoria.
      Sergio Pitol

 

 

Ven cuando quieras, me dijo, dándome la mano para despedirme en la puerta.
      Era la primera vez que estaba en su casa, en el centro de Xalapa, un caserón antiguo que él había hecho remodelar en una «formidable» (una de sus palabras favoritas) combinación de modernidad y tradición, como él mismo, como su obra, alternando buen gusto con eficacia utilitaria, solidez delicada, equilibrio que respiraba toda la casa, pisos de parqué, espacios amplios, luminosos, paredones de fortaleza, rincones discretos que ofrecían pausas de intimidad, estrechos pasillos palaciegos, colores cálidos, desniveles, escaleras angostas como un secreto, ángulos que hacían pensar en laberintos contradictorios y, en vez de cerrarse a muros ciegos, llevaban a otros ámbitos, recovecos, diagonales que conducían la mirada hacia inesperadas visuales, espacios abigarrados en contraposición a pequeñas áreas vacías como nichos meditabundos; bienestar natural, sin ostentación, reflejo de su personalidad por doquier, esa energía suya de poderosa suavidad, casi de ternura, podría decirse, tocando cada objeto, necesidad de cariño que se dejaba sentir en el pulso de su espíritu (se sabe: fue huérfano desde muy niño); pinturas, artesanías, dibujos, obras de arte… Recuerdo una cruz, hermoso objeto de plata con incrustaciones; parecía bizantina, se lo comenté; La compré en Chiapas, dijo; no se andaba con poses y, aunque refinado, tenía esa sencillez del hombre que mira a los demás como compañeros de viaje por la existencia; juguetes, cochecitos, y, sobre todo, libros, libros, libros, libreros en prácticamente todas las paredes; sala para ver películas y videos de ópera, otra de sus pasiones; todavía no admitía en su privacidad la electrónica, aunque ya había algunas pc para Manuel y para una asistente, y en el auto había teléfono; algunos años después entró de lleno la computación, que a él, entusiasta ávido de las novedades, le fascinó; puso una computadora cerca de su mesa de trabajo; fotografías de sus héroes literarios, Paz, Reyes, Fuentes, Kafka y otros, altar a los atamanes de la escritura para que amparasen el desarrollo de la suya: a pocos pasos, una estufa de leña estilo California; era friolento, la humedad del clima xalapeño erizaba su salud frágil y su carácter enfermizo; abundantes plumas de tinta viva, fuentes.
      En su recámara, lo único austero del resto de la casa, tanto que parecía monástica, la cama escasa; honrando, digno escritor, con hábito frugal, las horas de sueño, era insomne; años después viví en Xalapa, llegué a pasar de madrugada por el rumbo, veía las luces de la sala encendidas. Muchas veces le noté en el rostro los estragos de las noches en vela, como todo el que lleva el corazón ferviente con los torbellinos de las ideas; algo de eso cuenta en El arte de la fuga. Y ahí, al lado de su lecho de monje, libreros con los que denominaba «mis libros de cabecera».
      Junto al garaje, en una habitación, mesa grande al centro, en libreros que cubrían por completo las paredes, libros de arte y de teatro; yo le había regalado una antología en que se publicaba una obra mía: ahí estaba también. En otra, bajo una especie de puente que comunicaba un ala lateral de la casa, su colección de El Séptimo Círculo, esa afanosa serie detectivesca de Bioy y Borges. Son unos catorce mil, respondió a mi pregunta. Siguieron llegando libros, las editoriales le enviaban cajas. Me contó, al regreso de algún viaje, su periplo de atravesar andenes, pasillos en terminales y aeropuertos para conexiones y transbordos, cargando maletas llenas de libros, era su vida, y biblioteca su casa, perfectamente ordenada y organizada; Tengo un sistema de clasificación muy sencillo, decía, creo que al final serían unos veinte mil.
      Aquí tengo todo, comentó alguna vez, no necesito salir; y salía, inquieto; como Quevedo, el mundo hechizaba su alma exploradora.
      Alguien que conocía al arquitecto me contó de los avatares de complacer a un cliente exigente; en el fce los alebrestaba, implacable, en la revisión de sus libros, no le agradaban los formatos de una edición de sus obras reunidas, o completas, unos armatostes enormes, pesados; Son imprácticos, decía, quién va a cargar eso para leerlo; la exigencia del artista iba siempre delante, perfilando sus actos.
      Le había telefoneado pidiéndole que me recibiera. Había asistido a eventos, alguna charla, una entrevista de café con Javier Solórzano, un curso sobre escritores rusos que vino a dar al puerto, presentaciones de libros, incluso Nancy Torres quiso tomarme una foto con él, pero no lo había tratado de manera personal, hasta hacía pocas semanas; Luis Gastélum nos presentó en una feria del libro de la Universidad Veracruzana, cuando el homenaje a Francisco Hernández, la época en que se efectuaba en Los Lagos.
      Me reconoció enseguida, platicamos largo; soy preguntón: creyó en algún momento que le estaba haciendo una entrevista; cuando le dije que ya no estaba en el periodismo la charla derivó hacia rumbos más cómodos, informales, relajados.
      Ese primer día, al despedirme, me obsequió su antología Cuentos de una vida, que editó Braulio Peralta. Otra vez me regaló uno de sus libros de cuentos con una hermosa dedicatoria; yo le contaba de mis talleres de escritura, mi actividad como promotor de lectura, mi trabajo en prisiones.
      Le tomé la palabra: fui cuando quise. Al principio llamaba para ir, luego llegaba sin avisar. Me volví asiduo. Toña, Manuel, Guillermo, me fueron conociendo, y aceptando, y los perros, Homero, Diana, que se murió, y Lola después —ya no estaba Sacho, su perro famoso, pastor belga, creo, enorme. Adoraba a los perros; cuando la fama le llovió a raudales quisieron dar su nombre a un recinto cultural, y él prefirió que se lo pusieran a un albergue para animales. Ahí está el sitio, en alguna carretera de Veracruz, lleno de perros y gatos sin hogar.
      Anfitrión excelente, ofrecía café, que él bebía con un chorrito de leche, sin azúcar; agua, cigarrillos, fumaba sin cesar, uno tras otro. Siempre me acompañaba a la puerta para despedirme; y al llegar, nunca se omitió el protocolo de avisarle primero. Aunque he experimentado eso sólo en el imaginario, siempre me pareció que aquello era como una especie de ceremonia inglesa. Él no soltaba los hilos con que conducía la vida de la casa.
      Hombre de mundo sin la frivolidad que caracteriza a éstos, nobleza sustancial corría por su sangre para dirigir la actitud humanista con la que se situaba entre los otros; fraterno y cordial, así miraba la vida. Me inspiraba gran respeto su viveza de ser que ha convertido la experiencia en conocimiento para vivir. Ante todo, la vida; Corría el riesgo de formarme una cultura libresca, escribe en uno de sus libros. Casi con veneración admiré su capacidad de construir una formidable estructura con su esfuerzo individual y su talento literario; Nunca he pertenecido a grupos, se vanaglorió alguna vez; al final, sería el acoso de la vejez, algo de eso cambió. En él se cumplía la frase de Heming-way de que el escritor antes que escritor debe ser hombre; sería demasiado escritor y eso lo hacía más humano…
      Nunca perdió la sencillez, cierto azoro de niño, candidez, eso que Borges en Verlaine califica de «inocente como los pájaros»; ello lo erigía en un hombre verdadero, hondamente sensible, y sí, en mucho era como los niños, sonriente, exuberante, expresivo.
      Mucho aprendí de él, de sus conversaciones: enseñanzas sobre literatura, consejos y, lo más importante, lo que prodigaba con su mero existir, su visión de vida, su inteligencia.
      Una tarde lo encontré en una librería: Estoy muy contento;y platicó que había regresado, después de varios años, a impartir clase en la uv, una materia optativa, sobre literatura rusa; Los muchachos son formidables, comentó sonriente, entusiasmado; me encantaría asistir, le dije; Pues ve,contestó, me dio el santo y seña. Así fui, tuve esa suerte, veterano oyente junto a aquellos jóvenes, y sí, eran sensacionales, inquietos, brillantes. Fue la última vez que dio clase; estaba Marduk ahí, y otros. Dejó leer Memorias del subsuelo, y algunas más. Leímos también, ahí mismo en el aula, entre todos, una obra de Chéjov, en unas copias que repartió. Para aprender literatura debe leerse a los clásicos, decía. Alguno preguntó: ¿Henry James es bueno? Él levantó los brazos, dirigió la mirada hacia lo alto y, como en alabanza, dijo: Es Dios, traduje casi veinte libros suyos.Era como un chamán de la voz y las palabras; los muchachos percibían eso, había un ambiente ateniense de diálogo y conocer. Los jóvenes están hasta la madre de tanta tontería,había escrito. Organizaba temas y sesiones con unas tarjetas. Los rusos son como nosotros, tienen el alma parecida a la mexicana, afirmaba. Una mañana fuimos al salón de audiovisual para ver una película, basada en una novela de ¿Turguéniev, Lérmontov? En la escena en que el personaje, todavía niño —creo recordar que la madre había muerto—, va a ser enviado por el padre severo a estudiar a Alemania, con un pie en el carruaje que se lo llevará, por años, quizá para siempre, de repente, afligido, lloroso, corre para abrazar a los criados, a la institutriz, al aya, a la cocinera, al caballerango y a algunos siervos asiduos a la casa, ellos sollozan también, contritos, emocionados; cuando se dirige al padre, éste lo rechaza, no se deja abrazar, inerte en su rigidez patriarcal. Sin intención ni porqué, volteé de pronto a mirarlo, sentado del otro lado del pasillo, allí, en la oscuridad de la sala: él enjugaba las gotas de un radiante cristal que descendían por sus mejillas.
      Después de clase, Guillermo pasaba a recogerlo; llevaba casi siempre a los perros; me iba con ellos, me dejaban por el centro.
      Hablábamos de todo, de escritores, de literatura, de cosas personales, de sus amigos, Vila-Matas trabaja mucho, siete, ocho o más horas diarias; Tabucchi también —todavía estaba el italiano—. Yo también he trabajado mucho; le enorgullecía la actividad, prodigarse en el desempeño de su potencial.
      No escribía todavía El mago de Viena; tenía un proyecto de una novela sobre Gogol, otro de sus héroes: se situaba en Roma, el asunto era policial; no lo dio a luz, o no lo concretó, no sé qué pasaría con esas notas; alguna vez le pregunté, no me dijo mucho.
      Estoy atrasado en mis proyectos como año y medio,decía; le comenté que había leído que Paz decía que se atrasaba como quince años. Sonrió.
      Escribía en un cuaderno forma profesional, en páginas salteadas, dejando una libre para correcciones: Así escribe Fuentes, me dijo, después lo paso a máquina. Junto a su mesa de trabajo, en otra más pequeña, la máquina eléctrica; la enorme luz blanca de la lámpara fluorescente se derramaba sobre toda la estancia.
      Estricto, disciplinado.
      Para El mago de Viena, contaba cómo estaba escribiéndolo: Escribo desde la mañana hasta la madrugada, sólo paro para comer, dormir, y lo esencial, bañarme, esas cosas. Dicen que es lo mejor que he escrito, me comentó cuando lo envió para su publicación. ¿Es una novela?, le pregunté, cuando me dijo el título; él me miró con una de esas miradas donde se asoma el tiempo, y después de una leve pausa, contestó: Es un libro…
      ¿Nunca dudaste?, le pregunté una vez; iba a extender la pregunta, quería saber si él vislumbraba, en sus primeros cuentos, si lo que escribía tendría algún valor futuro, si se preveía convertido en el gran escritor que ha sido. Él se adelantó: Todavía dudo si poner una coma…
      Una vez le llevé un texto mío, un poema visual; lo había escrito para exponerlo impreso como póster en una colectiva con pintoras; el texto modelaba una forma que era el tema de la muestra. Empezó a leerlo; sin decir nada, lo dejó por ahí; pensé lo que cuenta Borges de Lugones: «Me hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío».
      Otra ocasión, platicábamos del Quijote. Yo polemizaba: ¿es un héroe o un antihéroe? ¡No!, afirmó presto, tajante, es un héroe.
      Hablando de Alfonso Reyes, él lo conoció, asistía a su clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Recordamos el verso de Borges, «renovó la prosa castellana». En El mago de Viena cuenta que una carta suya le abrió las puertas en Venezuela.
      Te soñé, le conté un día, eras muy alto, grande como Cortázar; Será porque voy a curarme,contestó entusiasmado. Dentro de poco se iba a Cuba, a un novedoso procedimiento médico. Enfermizo e hipocondriaco, a merced de catarros y gripes, tapado hasta las orejas, medicándose, sometido a tratamientos y curaciones, cámara hiperbárica, acupuntura, pulseras, piedras, tisanas, biomagnetismo, herbolaria; después de un largo tiempo en la adversidad, los enemigos se vuelven compañeros; así la enfermedad llegó a ser su aliada fiel, lo acompañó siempre; creo que Roberto Bolaño —Lo conocí, decía, los publicaba la misma editorial, chaparrito, muy simpático, vivaz—, es quien dijo que es buena musa, la enfermedad; Neruda ha cuestionado esa leyenda errónea del dolor en la poesía, y hace notar que Sófocles era llamado el poeta feliz. Después supe que ese sueño era una premonición de la fama que lo alzó a resultas del Premio Cervantes.
      Si tuviese que creer en algo como en una religión, escogería el budismo, o el sufismo,me dijo una vez, hablando del tema.
      Era un ídolo en Xalapa, una especie de héroe intelectual en personaje cotidiano; uno podía encontrarlo en la calle, en el súper. Eusebio Ruvalcaba, una vez que vino a la Feria del Libro de la uv, se asombró del asombro que significaba Pitol: «Es un símbolo», dijo, «todos hablan de él».
      Un sábado vino a Veracruz a visitar Mardencuentros, la escuela que Corkidi había creado para niños sin recursos. Ellos se conocían de hacía mucho, en Radio unam. Le entusiasmó nuestro proyecto; había galletas, le gustaron, se llevó algunas para el camino: era goloso.
      Viajaba mucho en ese tiempo. ¿Extrañas México?, le pregunté una vez. Sí, todo, contestó, la casa, la gente, tocó el hombro a Guillermo, íbamos en el auto, son mi familia. Generoso, ayudaba en las tareas al hijo de una de las muchachas de servicio.
      Cuando ya en la vejez se quedó sin voluntad, y otros decidieron por él, los echaron a todos, su gente de servicio, su familia, para fracturar la atmósfera de su mundo en una maniobra de maldad e intenciones sombrías, una más de las muchas que perviven en nuestro estado, y en el país entero. Él mismo escribe: México es un país envilecido e irredimible. Una sensación de desastre recorre el mundo.
      He vuelto a vivir en Veracruz; voy a Xalapa todas las semanas, a dar algún curso, a mi taller Cartas al Coronel, y no puedo evitar recordarlo cada vez que llego, como si una ausencia le pesara a la vida de las horas que paso allí; siento esa nostalgia de lo suyo en que yo pensaba, lo visitase o no, latir en el aire de «La Ciudad de las Flores» que él amó; se dicen tantas cosas de la memoria; yo tengo para mí que, más que puerta a la reivindicación del pasado, será alivio seguir siendo parte de lo que fluye ante nuestras vidas, y que nos sostenga rumbo al mañana, como una raíz imposible que nos consuela de ser hojas al viento.
      Fue doloroso presenciar el derrumbamiento de su grandeza. Una Navidad fui a saludarlo; casi no podía ya hablar, afásico, y ellos, su familia, tenían que interpretar sus gestos, sus deseos; lo hacían de maravilla, uno se daba cuenta de que él aprobaba, con los gestos, con la mirada. Ese día estaba Roberto Culebro; lo conocía bien y traducía la voluntad de lo que era apenas un balbuceo. Platicamos acerca de Lezama Lima y otro cubano que se me ha borrado, de Sandor Marai; le pregunté qué leía; alguna vez que fue a Veracruz nos vimos para comer, releía por enésima vez Guerra y paz, la edición de Porrúa, varios tomos en pasta dura; es muy buena, decía; Tolstoi era, junto a Chéjov, uno de sus favoritos. Habíamos comentado el carácter enérgico, tozudo, del gran patriarca de la literatura rusa, su signo astrológico, parte de su vida, las equívocas relaciones con Sofía, el tormentoso disentimiento. Esa vez era otra cosa, muy diferente; ahora leía un libro con ilustraciones coloridas, algo sencillo; Te leo, me dijo, y leyó, en voz alta, para mí; era como un niño cuando aprende a leer; el libro, de esos elementales, de viajes, frases sencillas, construidas para principiantes; tropezaba con las palabras, regresaba, apenas podía pronunciarlas, titubeaba impotente, dolía mucho verlo de ese modo; asistí a la decrepitud de mis padres, a la ancianidad de abuelos, de algún tío: desmigajarse del polvo humano para iniciar el regreso al polvo total; y presenciar a este gigante de las letras, abandonado por sus hermanas, sus hijas, sus esposas, sus esclavas, las palabras, era una tragedia, dolía ver al mago del lenguaje sin su magia, sin la batuta majestuosa del antiguo poder. Lo había alcanzado la desesperanza angustiante de las atmósferas que creaba, el peso de ese como delirio que, a la vez que los empujaba, era lastre para la movilidad siempre en fuga de sus personajes. El destino se desquitaba por una vida maravillosa: venganza terrible.
      El destino de los hombres es la muerte, dicen los trágicos griegos. Yo no creo que lo peor sea eso, siempre he pensado que lo más triste es la revancha de los hados, la reivindicación del destino contra nuestra soberbia, aplastar la altanería de la juventud, de ese vigor de sentirnos invencibles, poderosos, fuertes, eternos, la sangre llena de vida para embestir las circunstancias y devorarlo todo, como si fuésemos divinos, los inmortales. Y uno presume que los fuertes no mueren nunca.
      Supe siempre que no pertenecía al gremio de sus amigos íntimos; fui como del segundo círculo, por decirlo así. Hace mucho, una novia me dijo que tengo el grave defecto de enamorarme de las personas. Yo quise ser leal a la amistad, a la admiración que sentía por él, por su obra; lo intenté hasta el final. Espero que él haya sentido eso; quiero pensar que sí, pues, al tiempo que lo fueron dejando solo, cuando la declinación hacia la vejez lo hizo presa en sus garras, y el ambiente a su alrededor se tranquilizó, sentí cambios en su actitud, una identificación de almas, lo que observaba él de Chéjov. Seguí yendo a su casa, hasta que las circunstancias lo permitieron; las últimas veces que lo visité debía pedir autorización, vía telefónica, a la gente del dif, firmar entrada y salida en una libreta donde llevaban el registro de visitas. Ya no estaba su personal, su familia; gente extraña, con tipo de enfermeros militares, se hacía cargo de su cuidado, que parecía ser eficaz pero ya sin la calidez que lo había rodeado siempre; los perros, sin dejarlos entrar a la casa, aullaban desde el jardín. Luego ya no me permitieron verlo. Llamaba, me decían que su médico no lo autorizaba; iba, a pesar de todo, a la casa, me negaban la entrada, después ya ni siquiera me abrían la puerta; tocaba un buen rato, nada; así varias veces. Dejé de ir.
      Escribo para descifrar el universo, escribió una vez, citando a Faulkner; y esa escribanía donde el universo le entreabrió la puerta para dejarse descifrar, imagino cuando lo pienso, era como un himno anunciado por los ángeles del verdadero paraíso que todavía los hombres no hemos conocido.
      Escribo esto por casualidad, no sabía que lo haría, ni tenía intención de hacerlo; platicaba con Silvia Eugenia Castillero de algunas anécdotas, de la bitácora que había llevado de mis visitas y los encuentros con él. Escríbelo, me dijo ella. Así lo hago; mientras, pienso en las jacarandas que a él le gustaban tanto, Están floreando las jacarandas, qué bonitas, decía encantado, y me hago cargo de pronto de que estamos a poco de un año de su muerte. Hace unos días, con un día de diferencia, ha muerto también mi madre. Nacieron el mismo año, tenían la misma edad al morir, y esas conjunciones, como las llama Jung, que en el vulgo decimos coincidencias, me suceden a cada paso, todo el tiempo, como si los enigmas me estuviesen buscando, llamando, hablando con su idioma de silencios secretos que no sé interpretar; y me golpean y sacuden hondo, colmado de preguntas, cuando reparo en que avanzo por los años igual que un ciego, a oscuras, ignorante de los misterios de la existencia, cada vez más lejos de eso que María Zambrano designa «la verdad viviente». Y las chispas moradas en esos árboles, con el luto de la cuaresma, abren como una herida en que la luz alumbra todas las tristezas.
      Ese día estaba con Juan Manuel Guerrero en Las Barrancas, un pueblo de pescadores por el rumbo de Antón Lizardo; lo acompañé a su círculo de lectura con los niños de la escuela rural de allá, sitio edénico, y aunque cercano, aislado; suele haber deficiente señal, pero las alas de la tragedia vuelan rápidas. El mensaje de Manuel Salinas llegó instantáneo: acababan de anunciar su muerte.
      «Todos nos iremos»,dice el poeta.

 

Veracruz, abril-mayo de 2019

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