Cine / Cine, literatura y alcohol según Hollywood / Hugo Hernández Valdivia

A menudo las películas que abordan la vida y los milagros de un escritor perfilan personajes apasionados que descifran —desde el altar de la lucidez casi divina— los enigmas de la condición humana. Llevan vidas singulares y son excepcionales: el escritor es el otro que vive entre nosotros, que sufre al lado de nosotros pero que entiende, y desde parajes exclusivos. No es raro en este paisaje que el alcohol y otras sustancias contribuyan a dar viveza al personaje, a convocar la inspiración, a agudizar su percepción. Pero también a abrir las puertas del infierno: en diferentes épocas y desde diferentes acercamientos, el cine norteamericano se ha ocupado de escritores adictos al alcohol. Algunas películas dan cuenta del aciago destino de los personajes desde una perspectiva objetiva, y así somos testigos de su caída en la profunda oscuridad. Otras van más allá y llevan al espectador a hacerse algo más que una idea de lo que le sucede: vemos y percibimos el mundo como ellos, con ellos, nos ponemos «en sus zapatos » . Así compartimos la experiencia de la creación, pero también las amarguras de la adicción. Con frecuencia el escritor es divinizado a veinticuatro cuadros por segundo, pero también con frecuencia asistimos a la cara oscura de la literatura, y el autor se convierte en un ser humano cercano, aún excepcional, pero cercano.

      Para inaugurar la «galería del terror » del escritor bebedor, es conveniente revisitar Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) de Billy Wilder, que se inspira en el best-seller de Charles Jackson. Wilder ejerció con solvencia y rigor la mayor parte de los géneros cinematográficos. En el cine negro encontró el tono adecuado para dar cuenta del desasosiego que provocó la Segunda Guerra Mundial. Y es ahí donde ubica el devenir de Don Birnam (Ray Milland), a quien acompañamos por Manhattan durante cuatro días de incesante bebida y recuerdo. La debacle pasa por eventos lamentables, como el alejamiento que él provoca de los que lo quieren —en particular, su leal novia—, el empeño de la máquina de escribir, la contemplación del asesinato como vía para tener acceso a la botella. El alcoholismo es expuesto por Wilder en claroscuro, con luces duras y sin glamur; la enfermedad se convierte en la femme fatale, personaje imprescindible del cine negro. El desempeño de Milland es tan convincente que obtuvo el premio a mejor actor en Cannes y el Oscar de la especialidad.
      Charles Bukowski es un personaje dentro y fuera de su obra; es el gran lugar común del escritor bebedor. Su biografía y sus cuentos y novelas han inspirado numerosas películas (el Internet Movie Database registra cincuenta créditos). Barfly (1987), dirigida por Barbet Schroeder, es una de las primeras. Se trata de un guion original y de corte autobiográfico. Aquí Henry Chinaski (Mickey Rourke) es un ser humano desencantado que pasa los días bebiendo y peleando a puño limpio. La rutina se interrumpe ocasionalmente para redactar algún poema. El orden cambia cuando se cruza en su camino una «mariposa de bar » (título que llevó la cinta en español), una atractiva alcohólica. Schroeder apuesta por un acompañamiento cercano al personaje y da cuenta de los diferentes estados que atraviesa por medio de la luz, que por momentos es plana y quita volumen a los personajes y en otros se tiñe de un verde enfermizo. Las prioridades cambian en Factotum (2005), de Bent Hamer, que se inspira en la novela homónima de Bukowski. Aquí Hank Chinaski (Matt Dillon) tiene el propósito de escribir y va de un trabajo a otro con esto en mente. Con el paso de los días se instala en la grisura moral (subrayada por la luz y la pérdida de profundidad de campo). En años recientes, James Franco (que como realizador ha dejado ver su propensión al riesgo y su gusto por la literatura en más de una ocasión, como la suicida adaptación de El sonido y la furia de William Faulkner) realizó Bukowski (2013), una película biográfica en la que regresa a los años de juventud del autor y ventila las dificultades con su padre, los sinsabores de la adolescencia y los primeros acercamientos al alcohol y la escritura. La cinta ha tenido problemas legales: Franco fue demandado debido a que su entrega se parece sospechosamente a la novela Ham on Rye (que en español se titula La senda del perdedor), cuyos derechos no le pertenecen. Frente a estas desavenencias, Bukowski seguramente alzaría la copa y diría «¡Salud !».
      Mike Figgis explora con sinceridad el descenso a los infiernos desde el paraíso de la artificialidad en Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995). La cinta se inspira en una novela de John O’Brien y sigue a un guionista atormentado (personaje que previamente había sido visitado, en abstinencia, por los Coen en Barton Fink). Figgis es un tanto efectista y para dar cuenta de la subjetividad del personaje (interpretado por Nicolas Cage) echa mano de la cámara en mano y de cortes frenéticos.
      Alexander Payne acompaña a dos personajes mediocres, adolescentes de edad madura, a lo largo de un viaje por los viñedos de California en Entre copas (Sideways, 2004). Miles (Paul Giamatti) es un escritor que ha dedicado su vida a un ladrillo que al parecer nadie quiere publicar. Su gusto y su conocimiento sobre vinos lo convierten en un guía autorizado para su amigo Jack (Thomas Haden Church), quien va a contraer matrimonio después de la semana del viaje. En la ruta, Miles se entera de que su exesposa se ha casado. La noticia no le hace ninguna gracia y durante una cena con su amigo y dos amigas bebe compulsivamente. Payne registra de forma magistral el desencanto y el proceso de embriaguez. Para dar cuenta de la alteración de la percepción del espacio, el cineasta va cerrando los planos y eliminando la profundidad de campo (los fondos son cada vez más borrosos); para ocuparse del tiempo, el cineasta utiliza reiteradamente la disolvencia y en algún momento el flashforward (en el que vemos el tiempo por venir). Así somos más que testigos de lo que pasa por la cabeza de Miles. Payne configura un proceso sutil de embriaguez, una inserción suave en la subjetividad. En un extremo formal distante coloca Terry Gilliam a un periodista que realiza un viaje a Las Vegas, en Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998), que se inspira en el libro de Hunter S. Thompson. Raoul Duke (Johnny Depp) es acompañado por Dr. Gonzo (Benicio del Toro) y en la ruta consumen cualquier cantidad y variedad de sustancias psicotrópicas. El espacio se extiende con una claridad apabullante y la realidad se distorsiona gracias al uso permanente del gran angular. El efecto es inquietante, por momentos hilarante.
      El cine norteamericano, como hemos visto someramente, ha sido atento a la relación entre el alcohol y la creación. Ha ido más lejos: ha explotado una virtud exclusiva del séptimo arte, algo que los textos escritos han intentado con resultados disímiles: hacer que el espectador se forme algo más que una idea del descenso a los infiernos. El cine ha hecho posible no sólo compartir el mundo del otro (su sufrimiento y su exaltación), sino el acceso directo a la percepción del otro —a su forma de vivir el tiempo y el espacio—, a su subjetividad: ha hecho posible una plena intersubjetividad. Los personajes son puentes con los autores, y el cine contribuye a una mejor comprensión de la obra y el escritor. Y no está de más recordar que William Faulkner, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, F. Scott Fitzgerald, Jack Kerouac, Charles Bukowski, Truman Capote y Edgar Allan Poe eran alcohólicos; algunos consumían otras sustancias. ¿Cuántas obras maestras de la literatura norteamericana se explican por el alcohol o a pesar de él? La literatura (¿la cultura?) de Estados Unidos no puede entenderse sin el vino, el whisky y el whiskey y el bourbon, el tabaco, la mariguana, la cocaína, el lsd, la heroína. De ello da cuenta el cine, fiel historiador.

Comparte este texto: