La novela y sus ladrillos / Ezequiel Carlos Campos

Sentarse en el sillón y pensar en la obra: cómo empezarla, agarrar fuerzas para el trabajo; organizar los días, las horas de chingarle, la fecha planeada para la mezcla final. El primer día, hacer todo lo necesario: limpiar el lugar, marcar el territorio y comenzar. La base de la construcción, el piso. Ladrillo tras ladrillo. Mezcla, ladrillo, mezcla, darle forma a lo que un día tendrá vida. Sentarse de nuevo y repensar si lo que se está haciendo es lo correcto. De vez en cuando reconstruir alguna pared que, por el viento, por error tuyo, posiblemente se caiga. La paciencia del trabajo duro es esencial. Una obra de tal magnitud no se hace sola, ni en siete días: no es el mundo y tú no eres Dios. Dejar que el tiempo observe tu trabajo, que los días pasen y percibas que el fin se acerca, que podrás descansar, que tendrás el reconocimiento de, por siempre, ser el albañil que hizo aquella bella y monstruosa construcción. Que el aire cante contigo cuando chifles las cancioncitas de tu agrado. Verles el culo a las muchachas guapas que te miran como si fueras un mono en el zoológico. Esperar, esperar. La construcción debe tener todo el amor que puedes dar. Al fin y al cabo es parte de ti, será parte de ti. Así que le echas ganas. Sentarte y pensar. Debes hacer la novela perfecta, construir una trama digna del Nobel. Pero antes tu esquema, tu esqueleto, debe estar aprobado por ti. Empiezas a escribir y las hojas, poco a poco, empiezan a ser aventadas a la basura, las arrugas con las manos como si agarraras el corazón de aquella que jamás te hizo caso. Escribes y escribes. Una novela como la tuya no se hace en un día, piensas, ni en siete, como Dios nos creó, ni en un mes como aquel cuento tuyo que ganó el premio; no, años de trabajo y dedicación. Al fin y al cabo, tiempo es lo que te sobra. Miras a la ventana y aquella construcción, aquel edificio que empezó a ser edificado hace poco, empieza a agarrar forma. Y sigues y sigues trabajando. No eres sólo tú el que imagina estar construyendo la nueva Torre de Babel. Son muchos, pero a la vez uno. Los albañiles, el albañil de la obra. Y te miras por las ventanas que van poniendo, envejeces. Envejeces y el edificio aún no está por nacer. El tiempo ahora sí, te dices, está por joderte. Pero sigues trabajando, no queda de otra. Y ya ves, casi casi, el final. Los pisos se elevan, todo ya tiene forma. Casi casi está listo. Casi casi podrás irte a la playa con tu familia después del bono por haber acabado el edificio. Casi casi. Y das el toque final a lo que falte, todos gritan contentos. Y te imaginas en la inauguración, ahí escondido, porque no serás tú el protagonista. No importa. El chiste es acabar y ser libre. Acabar la construcción. Lo haces. Lo hacen. Ahora miras el edificio acabado, le das el último adiós. Palabras y más palabras. El conjunto de hojas cada vez va creciendo más, ahora ya es un bonche de ciento cincuenta. Vas a la mitad. Miras el bote de basura y flotan las hojas. Los días pasan y no sales de casa. La escritura conlleva esfuerzo, dedicación y días de encierro. Te miras al espejo una vez y has envejecido un poco. El edificio que están construyendo casi lo acaban. Ni siquiera te preguntas cuánto tiempo ha durado la construcción. El tiempo se adelanta, se detiene cuando escribes, no sabes. Porque no sólo es escribir, sino también darle una y otra vez a las hojas. Hacer una, dos, tres versiones. Las grandes obras se hicieron en décadas, son tus palabras cada vez que el desespero deviene y quieres llorar. Pasan algunos años. Pasan algunos años y sigues escribiendo. Ves a los albañiles darle el último retoque al edificio antes de la apertura. Y por fin, después de todo, acabas una novela que te gusta. Y le das al manuscrito el último adiós.

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