Teatro / La exageración y la precariedad artí­stica / Juan Manuel Garcí­a Belmonte

Teatro / La exageración y la precariedad artística / Juan Manuel García Belmonte

Entre la creación artística y sus muchas aristas poco se habla de la precariedad de sus hacedores, aquellos actores, actrices, entre más gente de teatro que no están de continuo —o nunca— en las películas o las series con las que el éxito del mercado puede asegurarles que pueden vivir sin asomos de angustia por no poder llegar a fin de mes.
      Hay quienes no desean y nunca buscan el éxito de mercado. Más bien, su triunfo es artístico, estético, pero aun así debieran existir las condiciones para que un hacedor de teatro pueda vivir dignamente de su oficio sin necesidad de hacer nada más.
      En La exageración, obra escrita y dirigida por David Olguín (que concluyó temporada el pasado diciembre en el teatro El Milagro), veinticinco espectadores son testigos cada noche de una obra que elogia al arte del teatro, sus entresijos, el redescubrimiento potente del hecho teatral como un arte efímero que se sucede en el aquí y el ahora.
      Mauricio Davison y María del Mar Náder son el viejo lobo de mar de las tablas y la jovencita recién egresada de la carrera de actuación que mantienen un tú a tú entre diatribas e ideas estéticas del sentido del arte, la utilidad del teatro, el derrumbe de las utopías, los gurúes de antaño de la escena y los nuevos príncipes y princesas que ostentan su beca para ser llamados maestros.
      Este viejo actor de Juan José Gurrola, Davison, se encuentra a solas con María, la asistente de dirección, ambos esperan a su director, pero ni éste ni nadie llega al ensayo por múltiples motivos.
      Comienza entonces una historia, la historia del gran actor que es y ha sido Davison, contra la novel aspirante que, ante la falta de un trabajo de actriz más ¿estable?, debe conformarse con «sólo ver y oír de los demás».
      Hay un alto voltaje en el trabajo de los actores; escuchar a Mauricio Davison es una delicia, al igual que a su compañera de escena, Náder, quien no desmerece ante el roble actoral del primero y su hecatombe de anécdotas.
      Los temas se multiplican en la obra de Olguín, pues lo mismo se encuentra la precariedad laboral de los trabajadores escénicos como los acosos sexuales escolares, el ansia de ser y pertenecer a un sistema de producción y proyección artísticos, la banalidad del mainstream, entre otras cosas.
      Pero volvamos a la precariedad: «Nunca supe hacer dinero», suelta Davison sentado en una caja fuerte, resabio de la utilería de El mercader de Venecia, donde él interpreta al judío Schylock: la metáfora es entonces brutal con lo que se habla.
      «Actuar, niña, actuar», responde el hombre cuando la asistente ironiza que si lo único que sabe hacer es esperar.
      Se evidencia entonces un sistema donde se supone que tener la libertad de «hacer lo que a uno le gusta» ya es suficiente pago; y así se sostiene el círculo de la precariedad laboral, la ausencia de contratos justos o las mínimas prestaciones laborales en todo el campo del arte, no sólo de los actores y no sólo en México, sino en buena parte de Latinoamérica.
      Acudo a Remedios Zafra y su libro El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Premio Anagrama de Ensayo 2017), donde disecciona con lucidez las formas de creación y precariedad contemporáneas que se acrecientan ante la oleada de trabajos que precisan de todo el tiempo y esfuerzo posibles, pero sin remuneración alguna, más que el reconocimiento futuro, el engrosamiento académico o las avalanchas de likes:

Si este sujeto apostara por iniciar el largo camino hacia un trabajo intelectual en el ámbito académico, creativo o cultural, pronto descubrirá que su entusiasmo puede ser usado como argumento para legitimar su explotación, su pago con experiencia o su apagamiento crítico, conformándose con dedicarse gratis a algo que orbita alrededor de la vocación, invirtiendo en un futuro que se aleja con el tiempo, o cobrando de otra manera (inmaterial), pongamos con experiencia, visibilidad, afecto, reconocimiento, seguidores y likes que alimenten mínimamente su vanidad o su malherida expectativa vital.

La cita puede suponer que se habla de personas jóvenes, que inician, mas en el libro de la española hay un personaje, Sibila, que sirve para evidenciar en carne y hacer avanzar con ejemplos crudamente reales esta explotación y sus muchas maneras. Sibila pasa ya de la segunda mitad de los treinta y su vida sigue igual, esperando un futuro o un pago promisorio con el que podrá saldar sus deudas o aspirar a una vida con mejores condiciones económicas.
      En la puesta en escena de Olguín, la joven es una veinteañera que encuentra, por decirlo de alguna manera, un «trabajo» como asistente de dirección, pues ser parte del elenco de una obra aún no ha sucedido, pese a todos sus esfuerzos.
      Hay ira en ella, una ira que grafitea de rojo en el muro cuando le muestra al maestro su work in progress al tiempo que al escucharla nos corta el cuello con su historia de dolor.
      La ensayista abre muchas ventanas reflexivas cuando sostiene que, en algún momento de la historia, hablar de dinero cuando se pinta, se escribe o se compone una obra fue de mal gusto, como si el sueldo o el dinero fueran conceptos antagónicos que ensuciaran la pureza y la inspiración de la creación artística.
      Existe también en este paraíso del desencanto, la competencia entre iguales, las becas, los hilos del sistema para mantener así el estado de cosas.

No tardamos en advertir que el sistema cultural se vale hoy de una multitud de personas creativas desarticuladas políticamente. Multitud alimentada de becarios sin sueldo, contratados por horas e interinos, solitarios escritores de gran vocación, autónomos errantes, doctorandas embarazadas, colaboradores y críticos culturales, polivalentes artistas-comisarios y jóvenes permanentemente conectados que casi siempre compiten.
      […] Surgen para pobres y precarios nuevas políticas de becas, subvenciones, ayudas, contratos de prácticas que dicen querer apoyar esta pasión, este entusiasmo, este valor que suponemos en quienes crean.

El párrafo final resuena con un alarido atronador ante varias de las políticas culturales destinadas al apoyo de la creación artística.
      Si se habla en específico del teatro, ya el tema de la precariedad fue abordado en el Seguimiento Crítico de la edición 38 de la Muestra Nacional de Teatro, celebrada en noviembre de 2017.
      La primera parte de ese reporte incide precisamente en las múltiples condiciones de precariedad de la gente de teatro en el país. Se da cuenta así de un estado de cosas, sobre todo del teatro independiente, donde se considera un logro vivir para el teatro, que ya no del teatro, por los múltiples factores adversos que, en una economía neoliberal, hacen prácticamente imposible una subsistencia al mínimo, a diferencia de cualquier otro tipo de profesión no artística.
      Andrés López Fernández es quien escribe ese apartado que titula La vanguardia del precariado, pero pone énfasis también en los modos en que se tejen las relaciones laborales hoy en día:

El mundo del arte (como modelo de otras áreas profesionales) se puede caracterizar por la flexibilidad, la apertura, creatividad, las habilidades comunicativas, etcétera, pero estas características no conllevan necesariamente tener que trabajar en condiciones de precariedad y mal haríamos no cuestionando esa asociación, que en muchos casos se acepta como formando parte de la naturaleza de las cosas.

Aquí su reflexión es muy similar a las que se pueden encontrar al leer El entusiasmo, pues independientemente de la precariedad que está más presente y casi siempre en el campo artístico, sus tentáculos se van extendiendo a diversas áreas.
      Volvemos a La exageración, montaje cuyo texto está plagado de referencias a El hacedor de teatro, de Bernhard (una de las últimas obras que hiciera Davison con Gurrola) y Miscast, de Salvador Elizondo, así como La gaviota y El jardín de los cerezos, de Chéjov, guiños a Shakespeare, Goethe y Müller, que van urdiendo una puesta en escena entrañable, llena de humanidad y verdad escénica, que no sólo atañe a los enterados del teatro, sino a cualquiera que tenga la escucha y el corazón atentos.
      Todos estos creadores citados, seguramente entusiastas convencidos de su arte, lograron regalarnos algunas de las más grandes obras de la dramaturgia y literatura universales, con muchas sendas de éxitos y fracasos a diestra y siniestra; unos más precarios que otros, sin duda.

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