Claudio Magris y el mundo danubiano / Glenn Gallardo

 

Desde el Tirol, en el extremo oeste, hasta Transilvania y Bucovina, en el extremo este, se extendía la enorme superficie de la cultura danubiana, englobando en su diversidad a las trece naciones de las que se componía, mosaico múltiple al que sólo podía unificar el ideal supranacional proclamado y propugnado por el emperador Francisco José. A él le tocó protagonizar el momento de mayor auge de la civilización habsbúrgica, en términos literarios, pero también el de mayor «estatismo» político, después de que la emperatriz María Teresa y José II, dos de sus antecesores en el trono, gobernaran con mayor liberalidad y sentido histórico. Ese ideal supranacional era uno de los tres pilares sobre los que se fundaban la vida y las aspiraciones de esta civilización. Los otros dos son la figura del burócrata —preservador del orden y del estatismo— y el «placentero hedonismo» del que Stefan Zweig y otros nos hablan, suprema ambición de la alegría de vivir con la que Viena y otras ciudades (Praga y Budapest, principalmente) le volvían la espalda a lo que ocurría en el resto del mundo.

      En esa búsqueda de un orden inamovible, la cultura del Imperio verá caer la máscara no sólo de la civilización de la Mitteleuropa, sino de toda la civilización occidental en su conjunto. Es la revelación, más bien, de un profundo desorden. Dice Magris: «Mito es un término ambivalente, que indica algo menos o algo más que la realidad; puede significar una esencia, un valor superior a los vaivenes del tiempo, una idea-fuerza positiva y veraz, una construcción o una falsificación ideológica». El carácter épico de El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna nos narra la necesidad de un retorno subyacente al mito mismo, pero no para evocar nostálgicamente un mundo perdido, sino para descubrir las causas de su desaparición. En este sentido, «Cacania» («Ka und ka», como llama Robert Musil a la cultura danubiana) fue, en su momento de mayor esplendor, el reino del apego absoluto a los valores tradicionales y a las buenas costumbres, así como a una urbanidad civil rígida y acartonada, casi siempre superpuesta a los más elementales sentimientos de amor y generosidad. Esto, finalmente, condujo a los austriacos a una suerte de enajenación, sobre todo en lo que tenía que ver con la defensa de un régimen político. Aun los más críticos escritores austrohúngaros no evitaron caer en la órbita de esta influencia mitologizadora; aun los que sobrevivieron al desmoronamiento del Imperio.
      Tal es el marco general en el que lo circunscribe Claudio Magris en su magnífico libro, producto de la tesis que realizara en un café triestino, el Caffé San Marco, el año de 1963. Es aquí donde se originan las reflexiones alrededor de esta civilización, que más tarde habrían de continuarse en El Danubio, gozoso recorrido por las riberas de un cauce idílico a lo largo del tiempo y el espacio. En El mito habsbúrgico… Magris pone en evidencia la importancia, también mítica, del emperador Francisco José. Werfel, Von Doderer, Roth y Musil describen en sus novelas al pedante personaje burocrático que, a semejanza del emperador, está siempre dispuesto a observar y respetar meticulosamente las tradiciones. Por lo general se trata de un hombre maduro, recto y embebido en su simplicidad, cuya apariencia (barba partida en dos, uniforme militar y opiniones con las que oculta y pone simultáneamente de manifiesto su proverbial mediocritas) hace pensar en Francisco José, efigie omnipresente en las paredes de la sala familiar, en las de las oficinas, los cuarteles y hasta en las de los burdeles. En su novela La marcha Radetzky, Joseph Roth nos hace un retrato vicario en la persona del prefecto Von Trotta, hijo del legendario héroe de la batalla de Solferino y padre del último de los Trotta, muerto en la guerra de 1914-1918.
      La del siglo xviii en Austria, dice Magris, «es una literatura que va de los poetas cortesanos a los recensores […] sobre todo en lo concerniente al drama clasicista y a la comedia de tipo francés…», anegada en un cosmopolitismo racional y de aparato. Es en las postrimerías de ese siglo como va formándose, de manera confusa y paulatina, el mito habsbúrgico. El nacimiento de éste tiene su origen en la ausencia de un Estado central dinámico, proceso que se inicia con la renuncia de Francisco II a la corona del Sacro Imperio Romano Germánico el 6 de agosto de 1806, a fin de convertirse en Francisco I, emperador de Austria. El modelo mitteleuropeo venía a ser así una estrategia para disfrazar de ideales su profunda debilidad. Esto produjo una serie de obras fascinantes y «fascinadas» en su propia manera de mirarse al espejo, «lírica y sentimental».
      Así como el Imperio no deseaba salir de su inmovilidad, de la misma manera sus escritores terminaban por sucumbir a la atmósfera hedonista y superficial contra la que pretendían cebarse. Las heroínas de sus obras teatrales y operetas viven el amor sin ser capaces de transgredir los límites de su moral cotidiana; son coquetas, ligeras y burbujeantes como un buen champaña, pero su conducta es «consecuencia del clima cultural y de la situación del Imperio». Una primera tentativa por poner al desnudo las profundas fallas del sistema habsbúrgico es el drama de Grillparzer, durante la primera mitad del siglo xix, en lo que se conoce como el periodo Biedermaier.
      La época del Biedermaier, que alude al personaje estándar y conformista, respetuoso de la autoridad, representa el momento en que la burguesía toma las riendas de la historia. Pero la poca o nula participación política de este individuo, su existencia placentera consagrada a festejar con los amigos, se traduce en todo un estilo de vida que habrá de reflejarse hasta en el mobiliario («la enorme mesa de caoba») y en una literatura en la que se respiran la resignación y la renuncia. No obstante la presencia de algunos escritores de auténtica personalidad, como Raimund, Nestroy o Grillparzer, la producción literaria de este periodo se desenvolvía en la banalidad reaccionaria y católica de la restauración que se vivía en toda Europa, pero especialmente en Austria.
      Es quizá Eduard von Bauernfeld el caso más interesante aunque, en opinión de nuestro autor, también el más problemático de todos estos escritores. No obstante sus agresivas puyas contra el régimen metternichiano y su anticlericalismo josefino, la crítica de sus mediocres versos no alcanza a herir la verdadera esencia del mundo habsbúrgico. Quizá lo más sobresaliente de la obra de Bauernfeld se encuentre en sus Memorias, donde con un talante más bien evocador refiere los momentos de alegría y convivencia amistosa; ahí habla de las veladas en torno a Schubert, las schubertiadas, en las que el músico interpretaba sus bellos Lieder en compañía de todos los que le profesaban un auténtico cariño; o de las festivas noches en las posadas que reunían a escritores y literatos, quienes danzaban hasta altas horas de la madrugada con la posadera o incluso entre ellos mismos. De estas memorias surge la «fisonomía del inmóvil imperio», un «mundo formado por epicureísmo y bizantino formalismo», dice Magris. No deja de haber en Bauernfeld, contrastante con su naturaleza acomodaticia, un repudio hacia esa burocrática realidad; pero su apego por el «imperativo categórico de no actuar» lo identifica de raíz con el «destino del imperio y de la humanidad habsbúrgica».
      Otro caso muy distinto es el de Johann Nestroy. Su pluma, a diferencia de sus colegas, se vuelca en una perpetua sátira, fustigando con un humor cáustico a la humanidad entera. No hay redención posible en una visión de esta índole, pues se trata ya del primer escritor perteneciente al Biedermaier, si no es que del único, en dejar de lado las complacencias del autor que escribe para un público vienés conformista, como lo hicieran Raimund y Bauerle. El lenguaje de Nestroy, asegura Magris, está imbuido de una sal plebeya gracias a la cual afloran frases jocosas de gran ingenio popular; sus personajes pertenecen al candoroso y enternecedor mundo de los pobretones, los Lumpen, que adoran pasar sus noches en las hosterías, emborrachándose en compañía de las lindas camareritas. De ahí que la amargura de su visión se vea constantemente «superada por la festiva bizarría» a través de «una chispeante invención lingüística». Con todo y que vuelve a la carga con su verba satírica en obras en las que hace escarnio del büreaukratisches Regimen, Nestroy es incapaz de encontrar «la relación de causa y efecto que hay entre la riqueza de ciertas clases y la pobreza de otras», según lo afirma Rommel, uno de sus críticos. Y su renuncia y hasta rechazo de los movimientos liberales y revolucionarios lo llevan a afirmar y a consolidar, también a él, la magnética y reaccionaria fuerza del mito habsbúrgico.
      Nada hace pensar, por lo tanto, que pudiera haberse producido un auténtico movimiento revolucionario en el seno del Imperio. Pese a que efectivamente la «aplastante mayoría» de los pueblos eslavos hubiera podido fraguar la anhelada independencia promovida por los separatistas (incluidos los húngaros), el elemento austroalemán del que se componían los liberales habsbúrgicos hacía imposible tal eventualidad. Esto evitó que los levantamientos de 1848-1849 llegaran a cuajar en una verdadera revolución; las lealtades de los pueblos que conformaban la civilización danubiana, además del temor al caos y la anarquía (tan característico del Imperio), causaban en el ánimo de los estudiantes una desfalleciente, débil insurrección, que no podía compararse con lo que ocurría en otros movimientos liberales del continente europeo. Si polacos, rutenos, croatas y eslovacos aspiraban a dicha independencia, otros, como los checos, preferían contrarrestar tal amenaza y conseguir con ello la consolidación de la alianza austroeslava. Aun cuando la literatura del momento quiso hacerse eco de esas aspiraciones, resultó tan fallida como ellas. Y es que la visión de sus escritores (incluido Grillparzer) no pasaba de ser una infantil y veleidosa excitación retórica, que se tradujo apenas en cantos y epopeyas grandilocuentes.Las obras de Franz Grillparzer pueden considerarse como las últimas en ofrecer «una transformación y una imagen válidas del mundo habsbúrgico, como mito, hasta el estallido de la primera guerra mundial». En Bruderzwist, la última de ellas, la más brillante y también la más desolada, profiere el autor su canto del cisne y su más profética y lúcida visión del fin de la «época dorada». El drama se desarrolla en la persona del emperador Rodolfo II, anegado en sus inútiles esfuerzos por detener la inminente guerra de treinta años. Es, más que nada, la forma simbólica con la que el poeta transmite el sentimiento de inmovilidad del Imperio; es la justificación religiosa del orden divino que no podía ser alterado por movimientos revolucionarios ni proclamas que pugnaban por los cambios. Con toda la lucidez que lo caracteriza, Grillparzer percibe el error en la parálisis del Imperio, pero al mismo tiempo, como buen hijo de su mundo, se aferra a un esplendor monárquico que no debía ser destruido por nada, y menos por el paso del tiempo. La imagen del monarca del siglo xvi encerrado en su castillo de Praga para impedir los embates del mundo exterior es una clara metáfora de Francisco José renuente a salir de su cascarón vienés.

J

Llegamos así al momento de la Finis Austriæ en el que la civilización danubiana, consciente de su propia declinación, celebra la alegría de vivir con su característico desdén de la realidad histórica. Francisco José se ve ya cansado, agobiado por los problemas del Imperio, pero eso no impide que luzca sus mejores galas y aparezca festoneado para presidir las fiestas de la corte o el estreno de una nueva ópera. Son los valses de Strauss y las operetas de Offenbach y Von Suppé los que marcan el ritmo de este periodo final. A pesar de un sentimiento de melancolía subyacente, Johann Strauss hace girar a los vieneses al compás del Danubio azul, que, al igual que su civilización, corre arrastrando aguas más bien fangosas y turbias. Magris no soslaya sin embargo la importancia artística y cultural de la Viena de esos años: de 1897 a 1907, el gran músico Gustav Mahler dirige la Ópera del Estado, al mismo tiempo que Schnitzler y Hofmannsthal, entre «los más maduros escritores del imperio», producían sus libros y piezas teatrales. Ajeno a la agitación de los pueblos y a los rumores que anunciaban el fin, el vienés vivía enajenado en su mundo, entregado a un creciente hedonismo. El Ausgleich («compromiso», «igualdad») dicta la desenfrenada necesidad de las clases populares de ponerse a la par de la burguesía y de la aristocracia. Dice Magris: «la banalidad y el sentimentalismo de los personajes de opereta revelan —a pesar de la exagerada estilización y deformación cómica— el afán y el filisteísmo de una civilización, viva y dinámica sólo en el placer, feudal en el modo de sentir y de pensar». Nobles y funcionarios vagan empobrecidos por las calles en busca de aventuras amorosas, tal como lo describen las famosas operetas La viuda alegre o Fledermaus (El murciélago).
      No es posible consignar dentro de los límites de un artículo como éste el amplísimo catálogo que hace Magris de los escritores, mayores y menores, que cantaron con mucha o poca fortuna el presentimiento del final. Lo importante es en última instancia resaltar la fuerza con la que el mito logró mover la voluntad de los millones de seres que componían la nación danubiana; mundo siempre enmarcado dentro de las normas de un catolicismo feudal, vástago de la Contrarreforma, que en sus postreros momentos mostró una decadencia aún más acentuada. Lo reflejan autores como Trakl, Bahr y el mismo Hofmannsthal, cuyas obras (especialmente las del primero) se expresan mediante un barroco necrófilo y obsesivo. El mismo Rilke aparece sumergido en esta atmósfera pletórica de colores débiles y ajados, signo inequívoco del aplastante peso de la vejez bajo el que sucumbía la era francojosefina. Vinculada a este poeta, la ciudad de Praga encarnaba como ninguna otra la tristeza crepuscular del fin de siècle europeo y la caducidad que expresan las obras de autores como Kafka y Werfel. El elemento bohemiogermánico, «sostenido por la cultura europea del fuerte núcleo judío, desea el último sueño conciliador y supranacional de una Mitteleuropa unida y armónica».
      Es en Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil, donde la literatura austrohúngara muestra los primeros síntomas del fascismo y el nazismo inminentes. Crueldad y sexo son los ejes de la atmósfera en la que los alumnos Reiting y Beineberg ejercen sus humillantes sevicias sobre el indiferente y pasmado Törless. Ahí se hace patente el triunfo de la fuerza, cara opuesta de aquel crepuscular y enfermizo mundo de ideales de finales del siglo xix. Además de Trakl, los primeros poemas de Rilke denotan, como ya vimos, esa sensación de fatiga y abandono en que viven los hombres de aquel tiempo. Y es de tiempo precisamente, y no de historia, de lo que nos hablan dichos poemas, medido por el lánguido compás de los atardeceres en parques silenciosos y tristes.
      Como el estudiante Törless, muchos indecisos jóvenes se vieron arrastrados por el torbellino del ánimo belicista. Por todas partes empezó a propagarse la necesidad de una acción contraria a la pasividad reinante. A ello contribuyeron, en el caso de la Primera Guerra Mundial, los brotes nacionalistas en varias de las naciones que conformaban la Mitteleuropa, pero también, y sobre todo, la profunda insatisfacción de una Europa en general que veía cómo desaparecían, sin reemplazo posible, los valores de su civilización. El nihilismo de Nietzsche y de Stefan George es característico de tal sentimiento. Hay además, como en el caso de los escritores eslavos mencionados arriba, una profunda desconfianza en la lengua en que se expresaban. Los laberintos sin salida de Kafka son un reflejo no sólo de la realidad vivida, sino también de la impotencia misma para resolverla verbalmente. Como en El proceso, todos estamos condenados a pagar por una culpa que desconocemos; y como en El castillo, a vagar por los meandros de un tiempo que no conduce a ninguna parte.
      Tras el fin de la Primera Guerra después de la caída del Imperio, autores como Kafka, Broch y Musil se encargarán de poner en evidencia la profunda crisis no sólo del mundo austrohúngaro, sino también de toda la civilización europea en general, según se decía al principio de este texto. Joyce y Proust habían hecho énfasis ya en esta «disolución» a través de obras en las que se ponía en entredicho el modo de enfocar y describir la realidad. Europa era el teatro de una decadencia espiritual que se expresaba lo mismo en el spleen baudeleriano y simbolista, que en el tono crepuscular de los poetas del fin de siècle decimonónico. Ya bien entrado el siglo xx, los escritores de la antigua Austria-Hungría experimentaban con aún mayor intensidad los efectos de esa crisis. La historia se vengaba así de la indiferencia del Imperio ante sus apremiantes anuncios.
           En el Der Trum de Hofmannsthal, como en el Libussa de Grillparzer, tal como lo apunta nuestro autor, se prolongaba el imposible sueño del retorno al «tiempo fuera del tiempo» en el que floreció la era francojosefina. Con Joseph Roth, Werfel y Musil, el mito habsbúrgico cobra una mayor fuerza sugestiva y evocadora; no es nada más, en este caso, resultado de una añoranza ante lo irrecuperable, sino igualmente la afirmación de una tradición estilística, la maduración de un topos literario impreso en las obras de estos escritores. Roth y Werfel, en su condición de autores judíos, supieron dar vida al recuerdo de un mundo muy anterior a la catástrofe, en el que la alegría de vivir y el amor a la música (como lo anota Stefan Zweig) se anteponían a la ascensión de las fuerzas más bárbaras. Radetzkymarsch (La marcha Radetzky) es la obra con la que el primero de ellos, quizá el más genial de todos estos autores, traza de una buena vez por todas, en un estilo épico y de realismo sencillo y eficaz, el retrato de la Mitteleuropa con todo su «carácter de inflexible firmeza y soledad trágica».
      Para los más lúcidos escritores del Imperio, a final de cuentas, la realidad se reveló tan cambiante como la propia conciencia, como el Yo que se descompone de manera prismática y capta una multiplicidad de aspectos. Todo eso que parecía tener la apariencia de algo que debía durar para «siempre», mostraba su oculta descomposición. Pese a su afirmación del mito, consciente o inconsciente, se daban cuenta del carácter corrosivo del tiempo, de la dinámica relación que existe entre las cosas y pone en jaque cualquier sistema que pretenda establecer leyes inmudables. Quizá por eso Musil tenía razón al afirmar y consolidar, con relación a la postura del hombre ante el mundo y ante la historia, aquello que él llamaba «El fogoso y fluido núcleo de la creación», fuerza impulsora que mueve las fibras de El hombre sin cualidades, su obra capital, pero también la de todos los grandes autores del desaparecido Imperio Austrohúngaro.

            Claudio Magris, El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna, Universidad Nacional Autónoma de México (colección Poemas y ensayos de la Casa de las Humanidades), México, 1998, p. 17. Traducción del italiano de Guillermo Fernández.

    Ibid., p. 60.

    También conocido como Periodo Vormärz (llamado así por los años que van de 1815 a 1848, anteriores a la revolución de marzo de 1848); se caracteriza por haber estado bajo el dominio de Klemens von Metternich, canciller del Estado de 1821 a 1848. Con él, Austria entró en una época de censura y estado policial cuyo principal objetivo era defender la monarquía absoluta y preservar la continuidad de la casa de los Habsburgo.

    Magris, op. cit., p. 133.

    Ibid., nota en la p. 154.

    Ibid., p. 164.

    Ibid., p. 276.

    Ibid., p. 286.

    Ibid., p. 413.

Comparte este texto: