Paregórico / Miguel Manso

Era blanca la casa, de día. De noche, las estrellas de afuera encendían en el interior los casquillos gruesos y finos de la morada. Ahí crecía el amor, con firmeza dañina, en la casa donde viví. Ardía también ahí un fuego secundario, nunca depuesto por el plástico de otro electrodoméstico. En la sala de estar, el televisor había aprendido poco a poco a tener color, parpadeaba con intemperancia sobre el redondo del vidrio, fenómeno invisible para ojos habituados, ojos que sólo después mirarían la claridad de la televisión digital, plana de soporte y de sentido.

      La madre estaba en la cocina, el padre en la sala, y cuando intercambiaban sitio nos admirábamos. Vestíamos pijamas ridículos, todos. En el invierno, peor, por esas batas de encanto y colorido que ninguna década (incluso aquélla) y ningún lugar disculparán. Entraban en mi casa vecinos con pijamas parecidos, canjeando series, cómodos en terreno ajeno. Era una vida en apartamento nuevo, edificio sin ascensor, encima de los patios, lejos —poco— de los viñedos y de las tierras cerealeras.
      El miedo. Llegaba a entretenerse en la vida cotidiana de la familia; vivía aquí y allá en las divisiones desocupadas, iban a alimentarlo como a un perro. No hacía mal, no se metía, estaba allí, más o menos allí, a una distancia cómoda durante la tarde, pero, como un gato, era de noche, ya acostados, cuando se acercaba a olfatear el borde de las sábanas, a lamer la alfombra. Sin sorpresa pero sobresaltando siempre, se sacudía de pulgas hacia nuestros pies y dormía, primero que nosotros, el estupor.
      Éramos por defecto defectuosos. No sabíamos nada de las cosas, a no ser la claridad que entraba por la ventana trasera, el recorrido hasta la casa de los abuelos y en el verano los días de playa, al sur. Y todo eso cuando la televisión irradiaba luz, sumado al colorido de un periódico deportivo olvidado en el sillón de la sala o la larga cháchara sobre un acontecimiento de mediana magnitud.
      Rara vez se ponía un disco en el aparato, no se fuera a rayar el vinilo. En lugar de los discos había en la cocina un radio desvinculado de esos celos. El señor del Círculo de Lectores aparecía una vez al mes al inicio de la noche, entre los bufidos de la olla a presión. Sonaba el timbre de abajo y ya lo sabíamos. Estábamos revisando su catálogo y para recibir un regalo (o por pena) gastábamos algún dinero en una antología de Fernando Pessoa, adquirida en tomos, mensualmente, o en un libro de Isabel Allende, Richard Bach, Lobsang Rampa.
       Creciendo desde las calles antiguas, en un silencio agitado, horrible por eso, sobrevenían en la noche una vigilia o una procesión. Un mar de gente cubierta sujetando la antorcha de un rezo, caminando callada o llevando otras pequeñas luces. Los padres nos llamaban desde la ventana y sacudiendo el torpor del anochecer, con la esperanza de ver algo decisivo, de enfrentar el temor que nos separaba de lo que apenas suponíamos. Alzando el cuello mirábamos aquella escena y nada nos contenía. Pedíamos que nos hicieran bajar y aterrorizados sofocábamos el llanto en un colchón, temblando con el vértigo de ese espectáculo.
      Miedos de los que todavía hoy nos acordamos, de las veces en que pudimos tocar el vástago que sostiene lo real, el foco de la potencia que rodea peligrosamente lado a lado con las cosas verídicas. Estar solos en eso y no haber palabras que dijeran el dolor maravilloso de estar, de esta manera, vivos.
      Y nos acordamos de todo lo que es posible recordar: del más exiguo detalle a la más risible de las barbaridades. Como cuando en la aldea un tío, por gracia, desvió la vaca que iba en camino del corral, rociada del invierno que empaña de noche los lugares, y la llevó hacia dentro de la taberna, debajo de la lámpara, entre la formica y la admiración de los borrachos. En el medio, arrastradas las mesas que había, el animal liberó la vejiga con un chorro impresionante, salpicando de orina el flanco más fantástico de la infancia.
      También la tarde en que una tía vieja de orejas enormes, colgadas, entró en la sala a oscuras, con un pastel de cumpleaños chispeando en las manos y en la cabeza una media de vidrio incrustada. Las burlas de las tías, sus risas escarpadas, los besos húmedos, el amor que nos tenían, las historias antiquísimas que repetían sin saber de otras. La forma como centelleaban con lo que dijéramos, cómo les importaban nuestras cándidas herejías: Tía, ahora mismo estoy viendo que Dios me está mirando.
      Y si nos doliesen rodilla, codo o talón, pedían que nos pusiéramos debajo del telero (escondidos de las miradas) y nos bendecían allí con ramitas de aulaga, cosían con hilo y aguja la parte lastimada. Por simpatía, nos portábamos bien. Regresábamos a la falda de los limoneros, al lugar del pozo, junto a unos gatos inmundos, que comían los restos de nuestro almuerzo y dormían después en largas siestas bajo un pimiento, eructando entre los vasos y alejados de la agitación en el gallinero, de los pardales que inundaban la huerta, de la llamada de las tías que golpeaban los tazones con el tenedor, para una dosis más de espinillas con caldo. Y cómo ronroneaban esos gatos con nuestras caricias. Creíamos que sufrían de una especie de estertor, como nosotros en un resfriado.
      Llovía en Pascua, era triste, era bueno. El agua golpeaba con violencia en el patio encementado de la casa de los abuelos, y mientras tronaba arriba, el desagüe se obstruía abajo. Era precioso ver a alguien salir con botines y abrigo de hule para retirar la basura del tubo con un alambre mal estirado. Almorzábamos cualquier cosa que sabía a gris, a melancolía. Éramos tan sensibles en ese tiempo y no podíamos saber que años después, por cuenta de una torpe idea de literatura, convertiríamos todo eso en una prosa mala; ésta, aproximadamente. Si pudiéramos mirarnos de aquí para allá, ¿qué cara fea nos pondríamos a nosotros mismos? Que nos dejamos envejecer tanto por los años, que crecimos tan mal, que engañamos los días fingiendo que jugamos a fingir que jugamos, pero sesudos, avaros; y el mundo que nos ha sentado bien, ya podrido, lo tomamos para nosotros con el fin de estropearlo aún más. Pero si la luz prevalece sobre las tinieblas, avancemos también por un texto pardo que quiere volverse el azul que sublimamos. El del cielo rasgado por el desmedido arcoíris de la infancia, que cae irremediablemente sobre un tugurio destruido y ahí dentro del bote de la más revuelta tristeza.
      Vamos a jugar a la claridad.
      O es antes destello que azota un ente aturdido, abollado aún desde el propio nacimiento y ya dirigido hacia el final. Cuando se medra así en los vapores del mito se recorren los alrededores como por la tierra prometida. Se hunde en nosotros un vértigo mesiánico, alista la mecha mística y un fósforo se enciende ya en la mano diabólica, aún tierna. Leemos entonces con una voracidad lenta: con el corazón, con el tacto, más allá del techo, sin haber aprendido las letras. Se hace evidente que hay una trampa en lo que hay, incógnito.
      El cuchillo corroído en la tierra floral de una bisabuela. Nos dicen que tiene cien años ese cuchillo y subimos al pináculo de la conmoción. La moneda engastada (para dar suerte) en el cemento del patio, a la entrada de una recaudación: un tesoro incalculable. El cajón de determinada mesa, la mesa de cierta recordación. El olor que exhala en cada habitación, en cada escenario. El patrón de la bata de la abuela fue el marco de qué revelaciones. La cocina de azulejos próxima al patio, el pan después de la escuela, las hormigas ascendiendo por los brazos, la lagartija furtiva que desaparecía en el canelón.
      Y las canicas en los bolsillos chocando entre sí, esa música de las esferas.
      En la escuela nos extendían las manos unas muchachas misteriosas, con anillos de plástico en los dedos. Lucían: por adentro, por fuera de las sonrisas, con los dedos blancos puestos bajo la tarde y las voces. Y la lengua en que hablaban era impenetrable: cualquier cosa marina, lunar, como escarabajos cerca del suelo, lucrando con la hora mágica. Nos subía a los dientes una voluntad. Un ardor en el pecho, una intención extraña.
      Pegajosos del primer calor, favorecidos por los genes, fuimos felices junto al brillo de esas chicas. El corazón aprendió distinto trote en ese picadero, de vuelta, aturdido. Las narinas zumbando el primer relincho macho. La tela celestial de las constelaciones reales y latentes capituló frente al admirable oropel de su arquetipo terrenal. Era el lampo y no el meollo de la belleza lo que ilusionaba. Salir de ese redondel, lo sabemos, es la primera tarea de los que buscan más allá de los hábiles reflejos planetarios, en un profundo olvido de sí, hasta tocar con un brazo inexistente el otro lado, que es aquí, exactamente. Cosa difícil es estar vivo y en camino. De sí mismo, de lo que se es más allá de la corpórea gramática de las semejanzas. Y ese camino no tiene fin ni comienzo, es, como nosotros, exactamente.
      Esto intuía ese que tendido sobre la alfombra miraba por la ventana abierta el algodón de una mañana mirífica casi cayendo en el almuerzo. En la parte trasera del edificio las voces de los vecinos entretenidos en sus ocupaciones: el lavado de un coche, el arreglo de una moto, el extenderse de la ropa mojada en la cuerda, el asado del pez a la puerta de los garajes. Incluso sin ver, todo eso se desvelaba. Sólo la golondrina alegre rasgaba a intervalos el marco de la ventana, negra y blanca sobre el azul pacífico, despojado ya de la nube que en él venía demorándose.
      En el interior, el televisor apagado.
      El diamante del día puliéndose tranquilo a esa temperatura. El sol y el aire brotando en el corazón de la casa. La alfombra, el sofá castaño, el hierro oscuro de la lámpara suspendida sobre la ingenuidad del niño. Hasta que alguien vino a presionar el botón. Los fusibles del televisor se calentaron rápidamente, chasquearon y la imagen surgió en lo redondo. Se cerró la ventana a la gritería de la parte trasera, corrieron las cortinas para anular los reflejos en el cristal. La sala se convirtió en un lugar sombrío, rehén de reclamos y noticias.
      Olvidamos lo que veníamos mirando: más válido es el estrépito del mundo que la mansa propensión ascética, comparable a la enfermedad. En medio del ruido las cosas, como cosas, vivifican. Se reduce el mundo a la condición de lugar, de modo que podamos vivirlo con el cuerpo y el discurso prácticos, o teóricos. Nadie mantendrá el juicio intacto especulando sobre abstracciones, evocando la quietud o un tipo de azul fuera de los catálogos. Son predisposiciones extraterrenas esas derivas contemplativas, conviene evitarlas.
      El día y los meses pasaron entretejidos en los pigmentos del televisor. Colores reventados por el logro, acicateándonos a desbaratar el imaginario que llevábamos, cambiado por paliativos vistosos, destinos amplios y una narrativa definitiva para el Hombre. Por allí llegaban también ecos de otra diégesis, que siempre acompaña al escombro. Cerca estábamos de contrastar nuestro limonero del patio trasero con los astros colgados en el follaje de la noche, de determinar el pequeño lugar donde éramos en la impracticable escala de lo eterno. Ya un gesto nuestro se reproducía dentro de otro gesto nuestro, mimetizando cierta elevada transparencia. Como si fuéramos abducidos por la crónica de lo trascendente, de lo improbable: bestias sobre la tierra antepasada, pirámides astronómicas apuntadas al lucero, hombres doblando cucharas con la fuerza de la mente, discos voladores disimulados en la tierra hueca, hombres santos asentados en la estera milenaria, las horas prohibidas del cinematógrafo, las gafas 3d.
      Sabíamos de India por la fotogenia de los Beatles. John Lennon había sido asesinado en América por un individuo feo. El mismo tiro había atravesado el globo tumbando década tras década y sin orden cronológico a Gandhi, King, Kennedy, Guevara. Antes de ellos, durante o mucho después, capitulaba el abuelo, mártir de la misma sorpresa, pese a que la mano homicida coincidía con la suya: él el autor del disparo. Se muere siempre del mismo tiro, enseñó la infancia. Ni el Papa se salva, sobre todo si se salva.
      El presentador del telediario tenía cortinas voluminosas atrás, recordaba el estudio de un fotógrafo de pueblo, mal iluminado. Leía el texto del papel, nos miraba en el intervalo de los hechos. Sabíamos que había dejado un cigarrillo a la mitad, en un cenicero que había detrás de la cámara, entre una confusión de cables.
      La novela era brasileña y la brasileña era buena.
      Lejos, mucho, de exclamaciones como éstas: ¡Ahí vienen las Bombocas! De cuando se luchaba contra el sórdido calcáreo en las lavadoras y las mañanas sabían a café soluble, tapa de enroscar, frasco de vidrio. Maradona marcaba a los ingleses con la mano para vengarse de una afrenta en las Malvinas (¿y dónde estaban las Malvinas?), Higuita perdía la pelota a favor de Roger Milla. Carcajeábamos cameruneses. Samba en la banderola.
      Confundimos todo, es probable. Pilotos aturdidos en la cabina que atravesó, velocísima, la primera infancia. Quien sea más antiguo ponga las cosas en su lugar. Sabemos sólo que había azul. Ya venía mezclado de antes.
      Aquella tarde en el patio de los abuelos, verano, solos (no sé cómo decirte que mi abuela me busca), abrimos un libro de escuela que perteneció a un tío. Páginas pasando por un rostro sudoroso a la hora de la siesta. El libro en la mesa que había debajo del telero, nosotros inclinados sobre él y la vid hacia nosotros inclinada, cerca del abrigo. Empieza a escurrir la sangre fuera de la nariz, a gotear en las imágenes: unas impresiones empalidecidas de una ciudad europea. Tan azules. Y la sangre en ellas, abrasada, brillante, primera, oscureciéndose luego por la orilla de cada gota. La misma sangre que escurría mal, la profesora levantaba la mano bárbara y áspera: llegar a casa como el toro de las corridas deja la arena: abatido y sin vacas de ruedo, sin el pasodoble.
      Las naranjas azules del recreo. De esos naranjos asombrosos que nadie más vio. Los rayos de luz golpeando las lentes del estigmatismo, torneando primero las naranjas, cambiando las cosas de las que la visión se alimenta. Los ojos entreteniéndose con el haz de lo irreal, entreabriéndose, semicerrándose, como llamando para sí quimeras contiguas a lo corriente. Quien viera desde afuera vería sólo a un cuatrojos parado debajo de un árbol, desorientado, al margen del alboroto de los otros niños. Quien viera desde adentro que eso era bueno. Una manera inhumana tiene ese bueno que hay en lo que vive, en lo que asoma y se derriba por el orden natural, en esa armónica bondad que crece desde el principio de los tiempos. Somos lo bueno, dentro de lo Bueno, dentro de lo bueno.
      Somos buenos para morir.
      Y todo sigue inalterable, el orden no se quiebra, la serpiente muerde la propia cola, se hace aureola de luz negra, una luz madre de las edades (las que acabaron, las que aún no) y en esa máxima hagiografía escuchamos el latido de un corazón sin carne, sangre o arterias. Sólo el latido, la cadencia, una danza sin un danzante.
      La perra dormía enroscada en espiral en un rincón, entre el sofá y las cortinas. Alguien volvió a prender el televisor, la perra levantó la cabeza y de nuevo la apoyó en la alfombra, inmune al disgusto todo o sólo a ése. Al disgusto de la noticia del año ochenta y seis. Y tantas veces repetida durante los días de ese año que se quedaron mirando dentro de esas figuras desventuradas que el archivo mantiene y mantendrá sonriendo y gesticulando.
      Pero a veces la música enseña la respiración. Olvidamos la embarcación redonda que vimos rodando y cayendo. Rodando, cayendo. Aunque el sábado avance como si nada fuera. El padre salió a comprar el periódico A Bola, la madre se puso un traje de entrecasa y aspira y lava y pone al sol. Los cachivaches arrastrados un poco hacia el centro para barrer la pelusa que siempre se forma y se prende en las patas de los muebles. Las camas despojadas de las colchas, las cortinas fuera de la barra, un poco de desorden hasta el sosiego perfumado que se instala y dura sólo el tiempo de un parpadeo de ojos y luego vuelve a empezar su breve curso hacia el caos.
      La puerta de la casa, la más alta del edificio, tenía un tirador cromado en el exterior. Entreabierta, nuestro rostro del lado de dentro reflejado en el convexo de la manija, tomando diferentes aspectos conforme se apartaba y acercaba. Abrimos la boca, tocamos con la nariz el metal, parpadeamos los ojos o los abrimos mucho. Y un dedo toca el dedo desfigurado, reflejado, con el cuerpo diminuto atrás, perdido en la oscuridad del corredor. A lo largo de las escaleras un eco si la voz experimenta una canción. Y la luz de arriba abajo lamiendo el mármol claro de los peldaños, el esmalte verde y blanco del pasamanos. Cuando, con el viento, la puerta se cerraba, el sonido de una aspiradora al fondo se ahogaba. Descendíamos algunos escalones y ya los pájaros en la ventanilla abierta del segundo piso se mostraban. En la puerta de abajo alguien giraba la llave, llegaba a habitar con nosotros el eco, frotaba la suela en la alfombra de la planta, subía. Espiando aquí desde arriba veíamos una mano deslizándose en el pasamanos, un reloj plateado. El padre. En la mano invisible, adivinado, la bolsa de compras de la que sólo nos llegaba el chirrido dúctil, también del deportivo mal doblado y del llavero listo. Y ya de nuevo estábamos dentro de casa como quien regresa de ser gato. La aspiradora en su sitio, la cebolla y el aceite en una olla sobre una hornilla encendida. Y ahí, de nuevo, el peso insistente que tiene lo que existe. Como un paregórico. Un cállate ya.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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