Elefantes en el jardí­n / Meral Kureyshi

[…]

 «Teníamos elefantes en el jardín. El más chiquito metía la cabeza por la ventana de mi habitación y pedía que lo alimentara con nueces.»
      «¿Dumbo? ¿Como el de los dibujos animados?»
      Eso, se llamaba Dumbo, el nombre le calzaba a la perfección. «Yo también quería una jirafa pero papá me explicaba que iba a crecer demasiado, que los vecinos podrían descubrirla cuando asomara la cabeza por encima de los tejados; y nosotros queríamos tener nuestras mascotas en secreto para que nadie pudiera quitárnoslas.»
      «¿Por qué alguien querría quitarles las mascotas? ¿Se trajeron los animales a Suiza?»
      A Sarah no le convencían del todo mis historias. Cada vez que le contaba algo de mi país, preguntaba y repreguntaba.
      «Llegamos a tener un león en el jardín, uno peligroso que nos protegía de bandidos. Un día incluso atacó a mi abuelo, que pudo defenderse solo. Qué era un león comparado con las miles de guerras que había sobrevivido. Mi abuelo salió ileso del ataque, a no ser por unos rasguños en los pantalones.»
      «¿Tenían un león de mascota?»
      Yo no podía con mi genio, qué otra cosa iba a contar, no tenía nada para contar de las vacaciones, ni de regalos espectaculares para mi cumpleaños, ni de excursiones con los abuelos. Qué se suponía que contara a la vuelta de las vacaciones, cuando en la clase de francés el señor Lang nos preguntara por todo lo interesante que habíamos hecho. ¿Iba a contar que papá y mamá se habían pasado las vacaciones fumando y peleando porque no soportaban estar todo el día juntos? ¿Que no tenían permiso de trabajo, que nos calmaban a los gritos, que en casa no había sino preocupaciones? ¿Iba a contar lo sola que estaba porque nadie me llamaba, lo aburrida que estaba? ¿O lo mucho que había llorado y cuánto extrañaba a mis primas y amigas?
      «La batalla con mi abuelo había dejado manso al león, que se llamaba así, León, porque no se me ocurría otro nombre. Después de esa gesta heroica de mi abuelo, el león hasta jugaba conmigo y con mi hermano en el jardín. Ya no teníamos que temer. Mi abuelo algo debía de haberle dicho al león, seguramente un nombre, como hacen con los niños pequeños para ponerles nombre: les dicen tres veces su nombre al oído. Es probable que antes de eso el león estuviera enojado porque no le habíamos puesto nombre.»
      Estaba terminando la frase cuando apareció en la carpa Raphael, el director del campamento, y nos prohibió seguir hablando y riendo, nos mandó a dormir.

 

Voy caminando por la Marktgasse y me encuentro con Sarah. Está como siempre. Habría reconocido a Sarah aunque hubieran pasado veinte años sin vernos. Yo he cambiado. Se me han agrandado las manos.
      Sarah está algo distante, como siempre. En el abrazo que nos damos soy yo la que aprieta con más fuerza. Se adelanta a decir que no tiene mucho tiempo, que lleva prisa; lo dice con voz suave como queriendo protegerme los oídos. Le pregunto si no tiene un rato para tomar un té conmigo. No tiene tiempo, repite con una sonrisa, como si yo no fuera capaz de soportar la verdad.
      «Encontrémonos un día de estos, me encantaría volver a verte. Hace tanto tiempo que no hablamos, estaba por llamarte. Últimamente trabajo demasiado, y encima tuve que volver a mudarme. Ven a visitarme, de veras me alegraría.»
      Digo que sí y la aprieto contra mi pecho.
      Me descubro imitando su boceto de sonrisa.
      De niña pasaba horas frente al televisor o la radio, escuchando. Mi alemán de televisión no les caía bien a mis compañeros de escuela, decían que estábamos en Suiza, no en Alemania.
      Me da una palmada suave sobre la espalda, yo acaricio la suya con firmeza.
      Sarah huele a jabón blanco, como una niña, no usa perfume. Yo huelo a humo. Vengo de encontrarme con Ruth. Ruth habla con las manos y parpadea. Puedo ver cómo abre y cierra los ojos bajo los párpados. Sus manos dirigen su voz ronca, una onda sonora que penetra mis oídos venciendo la humareda. Sus dedos alargados y sus uñas sin cutícula me llaman la atención desde el primer momento. Siempre he querido tener uñas sin cutícula. Lleva una manta de lana abrazada a las caderas, el cabello fino detrás de las orejas. La habitación es pequeña, calurosa y turbia. Un colchón, una mesa, libros y el humo la ocupan para no dar cabida a nada más.
      Sarah no conoce a Ruth, le doy Cierra los ojos para que se lo lleve y lo lea. Dice que me lo devuelve cuando vaya a visitarme.
      Paso por la librería de la Münstergasse y me compro el libro que le di a Sarah. No volveré a verla, me la cruzaré casualmente alguna vez, ella me abrazará, me dirá que vaya a visitarla, me dedicará una sonrisa y olerá a jabón blanco, dirá que tiene un libro mío, dirá que la llame, le dejaré un mensaje, no me devolverá la llamada.

[Fragmento]
      Elefanten im Garten (Limmat, 2016)
      Traducción del alemán de Carla Imbrogno

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