Arreola en el teatro / Alberto Chimal

 

Fallamos que debemos condenarnos
      y nos condenamos.
      Francisco de Quevedo

 

Un texto famoso de Juan José Arreola contiene la mención más llamativa de su relación con el teatro: es «De memoria y olvido», la breve autobiografía escrita para su Confabulario —y enmendada, si no me equivoco, varias veces a lo largo de ediciones sucesivas—, en cuyas últimas versiones está el siguiente párrafo:

Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.

Eso es todo.
      Se puede investigar la anécdota. Louis Jouvet (1887-1952) fue un director y hombre de teatro francés, muy celebrado durante el siglo xx, quien en efecto hizo una larga gira por América Latina durante la Segunda Guerra Mundial. La puesta en escena a la que Arreola se refiere debe de haber sido la de Antonio y Cleopatra de Shakespeare, en traducción de André Gide, que, según documentos de la Biblioteca Nacional de Francia, se estrenó en abril de 1945 en la Comédie Française bajo la dirección de Barrault (1910-1994), otro grande del teatro de su tiempo y famoso en el mundo por su papel de Baptiste en la película Los niños del paraíso, de Marcel Carné. La actriz Marie Bell (1900-1985), posteriormente directora del Théâtre du Gymnase, hizo de Cleopatra: uno de varios papeles clásicos —otro fue el protagónico en Fedra, de Racine— muy aclamados en su carrera. Bell recibió la Legión de Honor, igual que Jouvet.
      La puesta fue una de las primeras después de la liberación de Francia, y en una reseña entusiasta de la misma el poeta Jean Tardieu escribió: «Es, en todos los aspectos, un espectáculo extraordinariamente exitoso, digno de París, de la victoria y del mayor genio dramático que haya existido jamás».
      Pero nada de estos detalles históricos queda en el relato de Arreola: nada de la significación cultural de esa temporada de Shakespeare en París, nada de las personalidades a las que se acercó, salvo sus nombres, que son marcadores exóticos pero casi abstractos (quién sabe cuántas personas los reconocieron en su día, y quién sabe cuántas los reconozcan hoy). Nada de la guerra misma, ni, para el caso, de los estudios de teatro que Arreola hizo en México con Rodolfo Usigli y Xavier Villaurrutia —quien también lo dirigió como actor—, de cómo obtuvo la beca que le permitió viajar a Francia con Jouvet…
      El breve recuerdo teatral de «De memoria y olvido» es parte de la historia de un joven arrebatado, deslumbrado por el lenguaje y por el mundo, que «mucho después», ya maduro, cuando va a legar a las generaciones posteriores sus propios descubrimientos y enseñanzas literarias, recuerda los hechos deslumbrantes o tiernos que le sucedieron: las oportunidades maravillosas. Lo que importa es la emoción individual de hacer un viaje al extranjero, extrear en una obra (¡de Shakespeare!), pisar un teatro venerable (¡en Francia!, ¡y a los pies de la bella diva!).
      El tono y la perspectiva del texto, pues, son los del Arreola público, mediático: el personaje que él mismo se creó a lo largo de muchas décadas y que en los últimos años de su vida se había convertido en un lugar común, una presencia televisiva que era objeto de parodias (Alejandro Suárez se rio de él durante años en un segmento chacotero, «La palabra canta», del programa La carabina de Ambrosio del Canal 2) y de desconcierto entre quienes no estaban interesados en su erudición, su elocuencia o su sensibilidad literaria (todavía se recuerda la discusión ridícula que Arreola tuvo en 1991 con la cantante Thalía, en algún otro programa). Si no prestamos mucha atención, podemos dejarnos llevar por la impresión de que ése es el único Arreola —el auténtico—: podemos concluir también que el teatro en Arreola no es más que su rol de tanto tiempo, su recuerdo entusiasmado del viaje a París y su participación, no siempre central, en el proyecto de Poesía en Voz Alta: teatro afuera del teatro, en un rincón del teatro, haciendo visajes al público desde el escenario del teatro.
      Pero si hacemos eso, no tendremos en cuenta que Juan José Arreola escribió y publicó, de hecho, dos obras de teatro. Ambas están presentadas por su propio autor como bagatelas o divertimentos, breves pausas en su trabajo como narrador, pero ambas, a la vez, siguen vivas: no nada más presentes en las ediciones de su obra completa, sino representadas, aquí y allá, hasta hoy.
      En los textos de estas obras —La hora de todos («juguete cómico» de 1954) y Tercera llamada, ¡tercera!, o empezamos sin usted («farsa de circo» de 1971)— hay otras dos entonaciones de Arreola, diferentes de la de su personaje y sus textos más frecuentados, y dos perspectivas adicionales desde las que el escritor miró el mundo.
      Aparecida en Palindroma, Tercera llamada… es de una hechura más compleja de lo que podría parecer. Su antecesor más evidente en el teatro de habla española es el auto sacramental, la obra alegórica que representa mediante símbolos precisos algún alegato a favor de las virtudes cristianas y contra vicios y desviaciones, muy popular durante la Colonia: aunque el entorno aparente de la mayor parte de la acción es doméstico, los dos personajes principales, Blanca y su Marido, son también Eva y Adán, y sus conflictos hogareños y amorosos adquieren resonancias míticas al volverse representaciones de dificultades de la humanidad entera, igual en el espacio cerrado de la vida conyugal que en la «guerra de los sexos» (un término todavía empleado en la época en que la obra fue escrita) y en la búsqueda de sentido de la existencia individual y colectiva. Sin embargo, hay cierto vaciamiento de una conciencia de lo trascendente o lo divino, o tal vez una parodia de la misma, en la que lo humano, o al menos una perspectiva materialista y las asociaciones simbólicas que pueden hacerse a partir de ella, pasa a ocupar el centro de la reflexión sobre los hechos planteados. Cambiando de formas y de papeles varias veces durante el desarrollo de la obra, Blanca y Marido forman un triángulo (o varios) con Ángel, antagonista de Marido y facilitador de varios episodios míticos o burlescos, quien también adopta diversas identidades en lo que es menos una progresión dramática que una serie de repeticiones y variaciones cómicas sobre los mismos temas. La ausencia de sentido evidente de más de un parlamento, y la falta deliberada de profundidad psicológica (en su sentido convencional) de los personajes, sugieren la influencia del Teatro del Absurdo: el final de la obra, con el nacimiento deslumbrador y a la vez ridículo del hijo de los esposos, podría insertarse sin dificultad en una obra de Ionesco.
      Felipe Vázquez, gran estudioso de la obra de Arreola, ha escrito de su intención frecuente de renovar y recombinar tradiciones, géneros y obras preexistentes: «además de su carácter híbrido, donde los márgenes de diversos géneros literarios y paraliterarios se interpenetran, en cada texto hay una puesta en escena de escritura en segundo grado: Arreola hace literatura a partir de la literatura». Esto, evidente en Tercera llamada…, no implica una postura afectada, presuntuosa en la superficialidad o la lejanía de su conocimiento, como la que el cómico Suárez (siguiendo la percepción de muchas personas) enfatizaba al parodiar al Arreola de la televisión. Éste es un segundo Arreola, enmascarado por el más conocido: el gran experimentador —uno de los más grandes de la literatura en castellano— que era capaz no solamente de crear textos de enorme concisión y poder evocativo, sino de empujarlos hacia los bordes de las convenciones genéricas y de incluir en muchos de ellos, por breves que fueran, varios niveles simultáneos de referencias e insinuaciones intertextuales que invitan a escudriñar hasta las frases de apariencia más banal. Todo esto ocurre también en la extensión mayor del texto teatral, junto con otro efecto más, raro y curioso. Como esta obra es de los textos continuos más largos de su autor —de hecho, después de Tercera llamada… Arreola nunca volvió a permitirse tanto espacio—, su potencia alusiva se complementa con la posibilidad de hacer explícita una estructura más sofisticada, que los espectadores (o lectores) aprenden a reconocer en las vueltas constantes de los personajes alrededor de palabras clave, motivos e imágenes. Ni siquiera La feria, la novela de Arreola, llega tan lejos, pues ésta pone el acento en la multiplicidad de los puntos de vista y las voces narrativas que cuentan entre todas la historia del pueblo, y no en el entramado de las mismas o en las referencias cruzadas, sutiles, que las atan unas a otras. Así, Tercera llamada… es probablemente el texto más complejo de su autor, el más revelador y exigente. No es poca cosa, además, si se considera que, como escribió Theda M. Herz, «el mundo estacionario de Arreola se carga de vitalidad cuando él entra en el medio del teatro», y la obra tiene también, extrañísimamente, más de una escena entrañable, profundamente sentida.
      Igual de interesante (o incluso más, tal vez, por su relación con el presente) es La hora de todos, aparecida primero como un texto independiente publicado por Los Presentes —una de las editoriales fundadas por Arreola—  y más tarde integrada a Varia invención. Como en Tercera llamada…, en esta obra hay referencias precisas al teatro alegórico novohispano (Arreola la llamó también «auto sacramental de la muerte y el asco»), muy imbricadas con influencias de la dramaturgia europea de mediados del siglo xx: el espacio escénico que el texto sugiere es más estilizado que el de la obra posterior, y un personaje, llamado Harras, hace las veces no sólo de antagonista sino de narrador y hasta cierto punto director de una puesta en escena dentro de la puesta, que llama constantemente la atención sobre el artificio de la escenificación y rompe varias veces la «cuarta pared» a la manera de Brecht.
      En la oficina de lujo, en el piso 70 del edificio Empire State de Nueva York, de Harrison Fish —un rico empresario estadounidense—, distintos personajes son convocados por Harras y aparecen para mostrar diversas etapas de la historia de Fish, quien se tiene por un hombre no sólo triunfador sino ejemplar, un self-made man cuya riqueza es proporcional a su virtud moral. Fish, por supuesto, resulta ser un hipócrita: un hombre sin escrúpulos que abusa de quien se le ponga enfrente, es culpable de arruinar la vida de muchas personas y —como lo revela una escena alucinante— no tuvo empacho, durante su juventud, en causar directamente la muerte de un policía ni en provocar el linchamiento de un joven negro de su pueblo natal, en un Sur estereotipado pero no menos brutal y racista que muchos lugares reales de Estados Unidos.
      El título de la obra proviene de Quevedo, cuya La hora de todos y la Fortuna con seso (1636) es una alegoría sobre la injusticia de la vida y también el relato de un juicio, en el que las malas acciones son reveladas y tasadas para dar la medida de una vida humana cuando ésta va a terminar, ampliando la tradición de los textos apocalípticos y las «danzas macabras» de la Edad Media (cerca del final de la obra, Fish es obligado a bailar con su «novia», que tiene el aspecto de un cadáver en descomposición). El nombre de Harras proviene de «El vecino», un cuento de Franz Kafka que Arreola cita como epígrafe de la obra; en él, un personaje misterioso invade poco a poco la vida del narrador, se aprovecha de su trabajo y amenaza con hacerle daño sin que éste se anime a resistirse. El parecido de los nombres Harras y Harrison sugiere un par de dobles, o más exactamente el desdoblamiento de una conciencia, que se derrumba al descubrirse a sí misma: al contemplarse tal como es. Esta sugerencia de una profundidad interior reduce el espacio de la intervención divina en la que es, a fin de cuentas, una obra moderna, posterior a Freud y a Nietzsche.
      En 2001, el año de la muerte de Arreola, La hora de todos convergió de manera breve e inquietante con la realidad inmediata, porque el texto concluye con una dosis de destrucción apocalíptica: el repaso de los pecados de Harrison Fish termina no cuando éste reconoce sus faltas, sino unos segundos después, cuando un avión se estrella contra el edificio Empire State, matando a todos los presentes excepto a Harras, quien confirma así su carácter sobrenatural, o más bien extradiegético, de némesis de Fish: agente de una justicia retributiva y superior a la realidad representada en escena. Aunque Arreola basó ese final en la noticia de un accidente que realmente tuvo lugar (el 28 de julio de 1945), era imposible que la escena, propuesta en el texto casi exclusivamente mediante sonidos en oscuro total, no resonara con los atentados terroristas contra el Centro Mundial de Comercio de Nueva York.
      Sin embargo, diecisiete años después hay otra resonancia, más potente, de la obra en el mundo. Como Arreola decía, la palabra crucial en La hora de todos es asco: la repugnancia moral ante sus propias acciones y su vida misma que Fish declara en sus últimos momentos. Harras, burlón, termina la obra mirando al público e invitándolo a atreverse a un juicio similar cuando dice: «A propósito…, ¿ustedes no han sentido alguna vez… asco?».
      Sería interesante preguntarnos si esa capacidad de asco moral, a la introspección y al juicio, perdura en nuestro propio tiempo o si murió con Fish y con su (involuntario, imprevisto) reverso histórico: con la radicalización del pensamiento que comenzó a imponerse en los países occidentales precisamente a partir de 2001. Ésta ha llevado —por un proceso complejo que muchos de nosotros vivimos pero apenas ahora comenzamos a percibir, y en el que se destacan el cinismo y la rapacidad crecientes de los poderes fácticos de todo tipo, en todas partes— al ascenso del autoritarismo y el racismo explícito en Estados Unidos y buena parte del resto del mundo; al progresivo debilitamiento de los regímenes democráticos, y a la tribalización de millones, siempre dispuestos a la condena de un otro (basta asomarse unos minutos a cualquier red social) y a negar su propia falibilidad rodeándose de opiniones iguales a las que ya tienen.
      Otro Arreola, un tercero, se asoma en La hora de todos: un observador preocupado de nuestros peores impulsos como especie, muy influido por la literatura de la posguerra y las angustias que dieron origen a la contracultura de las décadas posteriores. En ese Arreola, las referencias literarias y el humor se afilan y se vuelven cortantes, agresivas, y también fatalistas. Este Arreola podría servirnos bien ahora, en esta época que se siente tan atribulada. Es el que está, por ejemplo, en relatos inquietantes como «Informe de Liberia», «Topos», «Autrui», «Flash» o «Achtung! Lebende Tiere!», y también el que reparte entre varias voces los últimos pasajes, estremecedores, de La feria. Nos haría bien releerlo: reconocerlo.

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