Entre dioses, titanes, ascetas y tlacuaches / Josu Landa

El hecho de la comunidad humana ha sido motivo de asombro desde antaño. Hasta la aparición del pensamiento político riguroso, los mitos dieron cuenta de los enigmas de nuestra evidente aunque difícil socialidad. Nuestros antepasados más remotos sabían que era imposible una vida familiar y comunitaria digna sin las condiciones materiales potenciadas por el manejo adecuado del fuego. Algo tan poderoso como «elemento» constitutivo de lo real o como fenómeno físico sólo podía tener su origen en los poderes reconocidos a la divinidad. Este supuesto fue asumido con variantes aquí, en Mesoamérica, en la antigua Grecia y en el mundo entero. Alfredo López Austin ofrece una versión modélica —en principio, ideada por los chatinos— en nuestro orbe cultural inmediato: «son los demonios los que tienen el fuego, la fiesta, el mezcal y el tabaco. El tlacuache, comisionado u oficiosamente, va con engaños hasta la hoguera y roba el fuego, ya encendiendo su cola, que a partir de entonces quedará pelada, ya escondiendo la brasa en el marsupio. Gran benefactor, el tlacuache reparte su tesoro a los hombres».

          Es obvio que la astucia del «viejo sabio apestoso […] capaz de recomponerse y resucitar», que es el tlacuache, coincide en parte con la que algunas versiones adjudican a Prometeo. Según Protágoras, este titán, en medio de un programa civilizatorio divino que también implica a su hermano Epimeteo, no sólo roba fuego, sino que se apropia del saber técnico de los dioses Hefesto y Atenea. Su aplicación trajo grandes mejorías económicas a las vidas de los mortales, pero aun así éstos estaban lejos de contar con las condiciones mínimas para una vida comunitaria adecuada. Todavía «no poseían el arte de la política», en palabras del sofista que recoge Platón, y «cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían». Sólo la intervención de Hermes, facultado a tal fin por el propio Zeus, hace cundir entre todos los seres humanos «el sentido moral y la justicia». Eso explicaría los avatares de la socialidad humana y todo lo que ella comporta de poder, libertad, responsabilidad, consenso y las demás virtudes y valores políticos.
          En un orden civilizatorio dejado de dioses, titanes, tlacuaches y cualquier otro espécimen de esa fauna ahora extraña, pero con milenios de doctrinas éticas rigurosas a cuestas, además de refinadas teorías políticas, complejas estructuras jurídicas, sistemas morales poderosos, enrevesadas historias de revolución y reacción, ingeniosos dispositivos y estructuras de poder, nos parece natural al menos cierta participación popular en las más diversas instancias del espacio público y el reconocimiento de derechos humanos esenciales, como la libertad en lo tocante a pensamiento, expresión, asociación, tránsito, actividad económica, militancia política, profesión religiosa, etcétera. Nuestra modernidad posrevolucionaria —después de los golpes recibidos por el régimen monárquico en las revoluciones inglesa, francesa y rusa—, ante las severas limitaciones de las instancias de representación o acción política de cariz comunal, consejista («soviéticas» y afines) o republicano y tras innúmeros fracasos en el afán por instaurar el esquivo Reino de la Libertad, ha venido desembocando en una partidocracia confusamente liberal, representativista, burguesa, asociada de pleno a la dinámica del Mercado Absoluto —sustancia del capitalismo neoliberal. Eso es lo que, hoy en día, recibe el nombre de «democracia». En esa ciénaga de intereses intrascendentes, engañifas, valores de baja estofa, oportunismos espurios, ilusiones irredentas, corrupción y pasiones indefendibles late a duras penas la vieja e indómita libertad política, poco más que reducida a elegir entre opciones, en general, heterónomas y restrictivas. Quien aguce sus tímpanos como si quisiera escuchar la pitagórica música de las esferas, apenas podrá captar, en medio de ese miasma de la voluntad de poder, un lejano eco de la diligencia del gran Hermes asperjando justicia por el mundo, una resonancia igual de tenue a la de la democracia ateniense, es decir: la originaria.
          Acaso somos la encarnación de una trágica paradoja: estamos condenados a juzgar y optar sin fin, al tiempo que casi nada ayuda a que cumplamos esa función humana con razón y libertad. Nadie puede vivir sin estar juzgando acerca de todo lo que se le presente —relevante o nimio. Sólo una exigente ascética, como la practicada por el viejo Pirrón de Élide —maestro de la epojé como abstención del juicio—, puede liberarnos de tan férreo destino.
          Elegir es un modo del juicio, y sería fácil consentir en que lo idóneo sería ejercer ese verbo de manera libre, sin coacciones ni determinaciones heterónomas. Lo cierto es que, en general, mientras más se ensalzan los beneficios de la autonomía es cuando menos parece posible actuar libremente en política, economía, periodismo, ciencia, arte y cualesquiera otras facetas de la vida humana. Ésta es una calamidad de la más antigua data y es tan potente que llegó a cundir hasta entre los dioses más encumbrados del panteón griego. El célebre juicio de Paris lo evidencia. Las versiones al respecto, como sucede casi siempre, son diversas y nada obliga a asumir la más difundida o la más cercana a alguna ortodoxia. Lo que el mito comunica es que Zeus se abstuvo de optar por su esposa Hera o alguna de sus hijas Afrodita y Atenea como la merecedora del título de La Más Bella. Inclinarse por una de ellas comportaría la nada deseable indignación de las otras dos. Hermes intercede con éxito, para que sea Paris quien acometa la elección. Como podría esperarse del más común «mordelón» de nuestra lábil burocracia, el bello príncipe troyano se pone a subasta ante las tres grandes diosas. Hera le ofreció los máximos poderes del mundo, Atenea le garantizaría convertirlo en un estratego invencible y Afrodita estaba dispuesta a entregarle la mujer más bella, la más cercana a las diosas entre los mortales, Helena, pese a estar comprometida con Menelao. Paris confiere a Afrodita la áurea manzana, en señal de su presunta supremacía estética, y, como se sabe, después de eso, no tardará en arder Troya.
          El mito pone de relieve que elegir es algo por demás comprometedor: verse asediado por presiones externas, renunciar a la tranquilidad interior, arriesgarse a no acertar en la impartición de justicia, herir susceptibilidades al intentarlo, flaquear ante tentaciones o pagarla caro si se actúa con honestidad, batirse con las siempre difíciles exigencias de imparcialidad, sentir el vértigo de una decisión a la postre excluyente, cargar la culpa de consecuencias altamente destructivas. Es imposible salir totalmente indemne incluso de la más elemental judicación. La conciencia de esta verdad impele a la mayoría a adentrarse en dos vías diferentes pero complementarias: la del olvido inconsciente de los riesgos inherentes al juzgar y la de la ilusión del juicio libre: la presunta elección autónoma, sin consideración de los obstáculos que tienden a impedirla y, menos aún, tomar providencias éticas y políticas ante aquéllos.
          Elegir con razón y libertad es un logro ético reservado a unos pocos ascetas. Lo normal es creer que elegimos a conciencia y libremente, como si bastara para ello con asumir las declaraciones de ciertos derechos, avenirse con algunas leyes, seguir los señuelos que ofrece a mansalva el variopinto marketing comercial y político, estar a tono con un sentido común demediado, carente de energía crítica. La gramática refuerza esa ilusión; baste un repaso parcial del léxico a que remite en nuestro idioma: elegir, decidir, preferir, optar, preterir, ponderar, valorar, deliberar, determinar, seleccionar, escoger, evaluar, discernir
          La verdad es que poco o nada estimula o facilita la aplicación cabal de esos verbos. La mayoría está convencida de que, si no los ejerce a plenitud, se deberá acaso a limitaciones y fallas intelectuales y morales a escala personal. Sin negar ese extremo de lo humano, lo cierto es que nunca faltan los grupos, las instancias públicas y privadas, las clases y otros factores de interés y de poder poniendo obstáculos, con frecuencia insuperables, al ejercicio pleno de la opción racional y libre. No por nada, el objeto de todo poder es siempre la determinación ad hoc del albedrío de la gente. Hablamos de poder cuando algo o alguien tiene y ejerce ciertos medios para limitar o anular la libertad de otros. Incluso la tan celebrada visión foucaultiana de que el poder es algo como una fuerza productiva, más que represora y constrictiva, reafirma la esencia impositiva de toda fuente de poder, puesto que obliga a determinado sujeto a actuar «productivamente» en el sentido que aquélla le marca. Y mientras por un lado se discursea en pro de la libertad y de los derechos democráticos, por el otro se trama una cerrada malla de dispositivos y mecanismos para conculcarlos hasta la aniquilación. A las fuerzas represivas, los partidos, las instancias religiosas, la familia, las ideologías, la moral, los sistemas educativos, los medios de comunicación masiva, las estructuras jurídicas, el marketing político y comercial, la industria cultural, la omniabarcante facticidad micro y macrorrelacional de los poderes y todo lo que en los últimos setenta y cinco años ha posibilitado el control político-social y la pervivencia misma —no importa cuán endeble, irracional y agitada— de las aberrantes e injustas sociedades occidentales del presente, se suma la acción directa antipersonal, aunque masificada, de los burdos improperios, ladridos, eructos, mugidos, amenazas, graznidos, rebuznos, rugidos, rumores irresponsables, calumnias y toda clase de ataques atrabiliarios que dimanan de las redes sociales. En una atmósfera enrarecida por tales elementos, ¿puede operar una verdadera libertad, algo que no sea más bien un espejismo o una caricatura de la autonomía humana?
          Las estratagemas de la ilusión y el peso de la coacción no son, sin embargo, tan efectivos como para inducir a todos a la ceguera plena ante las implicaciones de elegir. Mal que bien, muchos alcanzan a percibir tanto los límites fácticos de la autonomía personal como las responsabilidades y riesgos que comporta su ejercicio adecuado, humanamente realizador, hasta donde ello sea posible. Y lo mejor de todo es que los asumen a conciencia. La severa obstancia de las determinaciones estructurales que afronta hoy, como siempre, toda voluntad libre también da pábulo a las más variadas y dignas expresiones de resistencia, sin que ello niegue la abulia o la apatía en que se varan quienes ponen sus vidas en manos del azar, en la intervención de alguna deidad benevolente o en los beneficios ocasionales de cualquier factor heterónomo, en especial, algún residuo clientelar del ya caquéctico «Estado de bienestar» o, peor aún, alguna instancia «altruista» del más rancio caciquismo.
          Como sea, todos en el fondo de nuestro ser tenemos la responsabilidad civil y ética de decidir y actuar con autonomía. Esto implica desarrollar nuestras capacidades para optar con razones suficientes y con libertad, lo que se pone particularmente difícil en los procesos electorales, auténticas guerras de conquista de almas. Por entre el humo, el vaho y los miasmas del fragor comicial, destinado a torcer o modular de forma artera la de por sí exigua e ilusoria libertad de la ciudadanía, a instancias de los más complejos y poderosos aparatos de propaganda, marketing y coacción e incluso terror mental, debe abrirse paso una libérrima voluntad de decisión, opción y acción. Esto sólo es posible por medio de un esmerado, pertinaz y valiente cultivo de nuestra siempre activa facultad de juzgar. A fin de cuentas, en este mundo demasiado humano, en el que hemos de vérnoslas con lo peor, al tiempo que echamos en falta lo mejor —no se diga aquello que pudiera merecer la caracterización de «bien en sí»—, es dable identificar, con total responsabilidad, lo preferible: la alternativa que mejor exprese un uso racional de nuestra libertad y, así, nos permita proceder conforme con un ideal sustentable y practicable de lo bueno y lo verdadero. Éste sería el escudo más efectivo ante las campañas electorales que padecemos. También una grata ofrenda a los dioses, tlacuaches, ascetas y titanes, a quienes tanto debemos esa posibilidad.

       Los mitos del tlacuache, de Alfredo López Austin. iia-unam, México, 2006, p. 20.

      Ibid., p. 23.

      «Protágoras », en Diálogos de Platón, vol. i, trad. y notas de J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo y C. García Gual. Gredos, Madrid, 1981, 322b.

      Ibid, passim, 322c-d.

Comparte este texto: